miércoles, 14 de diciembre de 2016

El Mejor Consejo que Jamás Oí - I


Por Herbert Morrison
Político inglés

Una Noche en Londres, a eso de la diez, pasé por cierta esquina del escasamente alumbrado barrio de Brixton. Dentro del círculo de claridad vacilante bosquejado por una lámpara de gas, un hombre alto, pálido, peroraba ante un pequeño grupo de curiosos desde su pequeña tribuna portátil.

«Aprended del tema más interesante del mundo… ¡el conocimiento de uno mismo! –gritaba con voz correosa. ¡Aprended cómo se conquista el éxito! ¿Cuáles son vuestras aptitudes para vencer? La frenología os lo dirá».

Tremolaba en la mano un diagrama del cráneo humano, pintorescamente dividido en secciones «historia, matemáticas, memoria», etc., etc.

Yo mandadero entonces de una tienda de comestibles, no tenía la menor idea de lo que la frenología pudiera ser. Pero, si las protuberancias de mi cabeza de rapaz de 15 años señalaban algunas de aquellas capacidades magníficas, necesitaba enterarme de cuáles eran.

Avancé hacia el hombre y le alargué la imprescindible moneda de seis peniques, gasto excesivo para mi pobreza. El frenólogo puso las yemas de sus dedos sobre mi cráneo, protuberancia por protuberancia.
 «Este relieve que se nota sobre las cejas es signo de originalidad. Frente muy bien redondeada (memoria). ¿Has visto alguna vez un retrato de Macaulay? Tenía la protuberancia de la memoria tan grande como un huevo ».

Terminada la interpretación, el hombre me miró a los ojos, y bajando la voz, me dijo gravemente:
« Te ha caído en suerte una buena cabeza ¿Qué es lo que lees?»

-Folletines policíacos –le dije- y novelas cortas.

-Mejor esa bazofia que nada. Pero tienes una cabeza demasiado buena para emplearla en eso. ¿Por qué no materias mejores… historia, biografía? Lee lo que te plazca, pero adquiere el hábito de la lectura seria.

Me lisonjeó que este examinador de innumerables cabezas haya encontrado algo especial en la mía. Camino de mi casa el corazón me palpitaba de prisa. «Herbert Morrison tienes una cabeza demasiado buena para gastarla en vanas lecturas» -decíame también yo a mí mismo». Aunque no había recibido más educación que la de la escuela primaria, me encontraba capaz de acometer lecturas serias.

Al día siguiente, con un chelín ahorrado de mis siete semanales de sueldo, compré un ejemplar de la Historia de Inglaterra, de Macaulay. A pesar de lo que teníamos en común el autor y yo (la protuberancia de la memoria) terminé el libro con una sensación de desencanto. Trataba de asuntos pretéritos demasiado remotos. Días adelante, descubrí Las Lecturas de la Historia de Inglaterra, de Green, obra más moderna que encendió mi fantasía. Por ella adquirí plena conciencia de los problemas sociales, y me di a imaginar cómo podrían mejorarse las condiciones en que vivían los trabajadores londinenses que veía a mi alrededor.

La embriaguez, por ejemplo. ¿Por qué -me preguntaba- tantos individuos beben y beben hasta idiotizarse? ¿No podríamos contenerlos? ¿No podríamos prohibir la venta de bebidas alcohólicas?

Antes yo había divagado ociosamente acerca de problemas de esa índole, hasta darles de lado por insolubles. Ahora, gracias al frenólogo, sabía bien a qué atenerme.

En la biblioteca pública, comencé por leer folletos contra el alcoholismo. De ellos pasé pronto a estudios sobre la revolución industrial y la situación de las clases trabajadoras contemporáneas. Problemas como el de la mala vivienda, altos alquileres, el de la educación deficiente adquirieron verdadero significado para mí. Tuve para la gente que frecuentaba las tabernas una mirada más comprensiva.

Se apoderó de mi alma la emoción de aprender, uno de los mayores gozos que he conocido. Luché por conseguirme tiempo y lugar para leer. Me levantaba una hora antes de lo usual. Luego de vestirme en el cuarto sin calefacción que ocupaba encima de la tienda, me envolvía en una frazada y leía lo que me era posible antes de que la mujer del tendero me llamase a desayunar. Mi habitación era demasiado fría para poder leer en casa durante la noche: y así adopté la costumbre de hacerlo en un café situado a varias cuadras de la tienda. Me sentaba allí con mi libro ante una mesa apartada, pedía una taza de chocolate de medio penique y me estaba leyendo hasta muy tarde. De esta manera fui conociendo el pensamiento de Ruskin, de Matthew Arnold, del príncipe Kropotkin en sus Campos, fábricas y talleres

Posteriormente, siendo ya telefonista de una cervecería, leí los Principios de Psicología, de Spencer y el Origen de las Especies, de Darwin, mientras iba o venía del trabajo en el autobús o el tren.

Mi mente hervía de ideas que a cada momento me era dable confrontar con la realidad. Eché discursos en los mitines socialistas, en las reuniones sindicales y en las discusiones al aire libre. Sustentaba teorías respecto a cómo debían desarrollarse un centenar de diferentes proyectos, desde los de salubridad pública y vivienda hasta los de biblioteca y organización laboral, pasando por los de inspección sanitaria y cloacas, recogida de basuras y baños públicos. (Me sentía personalmente interesado en este último problema, pues tenía que caminar tres kilómetros para poder darme mi friega semanal).

Inevitablemente, terminé por actuar como miembro del movimiento político laborista. Mis campañas me hicieron sentir la necesidad de más amplias y profundas lecturas, al objeto de capacitarme para expresar mis pensamientos y apoyar mis conclusiones. Con frecuencia el auditorio me acribillaba a preguntas. Cuando se planteaba un problema difícil, salía del paso como podía y aquella noche buscaba datos con ahínco en la biblioteca. Era maravillosa la frecuencia con que la misma cuestión se suscitaba en el mitin siguiente.
Huelga decir que toda esta experiencia constituyó valiosa preparación para mi carrera en la Cámara de los Comunes.

He pasado no pocas horas agradables escuchando la radio, y alguna contemplando la pantalla de la televisión. Aplaudo la forma dramática en que por esos artificios modernos  llega a la gente copiosa información útil. Pero no he oído ni visto nunca un programa radiofónico o de televisión que pueda superar el valor de la lectura de un buen libro. Por eso viviré siempre agradecido a mi amigo anónimo, el frenólogo de la esquina que me dio el mejor consejo que jamás oí: adquiere el hábito de la lectura seria.


Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo XXXI, N° 186,  Mayo de 1956, pp. 41-43, Selecciones del Reader’Digest S.A, La Habana, Cuba

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