Por Herbert Morrison
Político inglés
Una Noche en Londres, a eso de la diez, pasé por
cierta esquina del escasamente alumbrado barrio de Brixton. Dentro del círculo
de claridad vacilante bosquejado por una lámpara de gas, un hombre alto,
pálido, peroraba ante un pequeño grupo de curiosos desde su pequeña tribuna
portátil.
«Aprended del tema más
interesante del mundo… ¡el conocimiento de uno mismo! –gritaba con voz
correosa. ¡Aprended cómo se conquista el éxito! ¿Cuáles son vuestras aptitudes
para vencer? La frenología os lo dirá».
Tremolaba en la mano un diagrama
del cráneo humano, pintorescamente dividido en secciones «historia,
matemáticas, memoria», etc., etc.
Yo mandadero entonces de una
tienda de comestibles, no tenía la menor idea de lo que la frenología pudiera
ser. Pero, si las protuberancias de mi cabeza de rapaz de 15 años señalaban
algunas de aquellas capacidades magníficas, necesitaba enterarme de cuáles
eran.
Avancé hacia el hombre y le
alargué la imprescindible moneda de seis peniques, gasto excesivo para mi
pobreza. El frenólogo puso las yemas de sus dedos sobre mi cráneo,
protuberancia por protuberancia.
«Este relieve que se nota sobre las cejas es
signo de originalidad. Frente muy bien redondeada (memoria). ¿Has visto alguna
vez un retrato de Macaulay? Tenía la protuberancia de la memoria tan grande
como un huevo ».
Terminada la interpretación, el
hombre me miró a los ojos, y bajando la voz, me dijo gravemente:
« Te ha caído en suerte una buena
cabeza ¿Qué es lo que lees?»
-Folletines policíacos –le dije-
y novelas cortas.
-Mejor esa bazofia que nada. Pero
tienes una cabeza demasiado buena para emplearla en eso. ¿Por qué no materias
mejores… historia, biografía? Lee lo que
te plazca, pero adquiere el hábito de la lectura seria.
Me lisonjeó que este examinador
de innumerables cabezas haya encontrado algo especial en la mía. Camino de mi
casa el corazón me palpitaba de prisa. «Herbert Morrison tienes una cabeza
demasiado buena para gastarla en vanas lecturas» -decíame también yo a mí
mismo». Aunque no había recibido más educación que la de la escuela primaria,
me encontraba capaz de acometer lecturas serias.
Al día siguiente, con un chelín
ahorrado de mis siete semanales de sueldo, compré un ejemplar de la Historia de Inglaterra, de Macaulay. A
pesar de lo que teníamos en común el autor y yo (la protuberancia de la
memoria) terminé el libro con una sensación de desencanto. Trataba de asuntos
pretéritos demasiado remotos. Días adelante, descubrí Las Lecturas de la Historia de Inglaterra, de Green, obra más
moderna que encendió mi fantasía. Por ella adquirí plena conciencia de los
problemas sociales, y me di a imaginar cómo podrían mejorarse las condiciones
en que vivían los trabajadores londinenses que veía a mi alrededor.
La embriaguez, por ejemplo. ¿Por
qué -me preguntaba- tantos individuos beben y beben hasta idiotizarse? ¿No
podríamos contenerlos? ¿No podríamos prohibir la venta de bebidas alcohólicas?
Antes yo había divagado
ociosamente acerca de problemas de esa índole, hasta darles de lado por insolubles.
Ahora, gracias al frenólogo, sabía bien a qué atenerme.
En la biblioteca pública, comencé
por leer folletos contra el alcoholismo. De ellos pasé pronto a estudios sobre
la revolución industrial y la situación de las clases trabajadoras
contemporáneas. Problemas como el de la mala vivienda, altos alquileres, el de
la educación deficiente adquirieron verdadero significado para mí. Tuve para la
gente que frecuentaba las tabernas una mirada más comprensiva.
Se apoderó de mi alma la emoción de
aprender, uno de los mayores gozos que he conocido. Luché por conseguirme
tiempo y lugar para leer. Me levantaba una hora antes de lo usual. Luego de vestirme
en el cuarto sin calefacción que ocupaba encima de la tienda, me envolvía en una
frazada y leía lo que me era posible antes de que la mujer del tendero me llamase
a desayunar. Mi habitación era demasiado fría para poder leer en casa durante la
noche: y así adopté la costumbre de hacerlo en un café situado a varias cuadras
de la tienda. Me sentaba allí con mi libro ante una mesa apartada, pedía una taza
de chocolate de medio penique y me estaba leyendo hasta muy tarde. De esta manera
fui conociendo el pensamiento de Ruskin, de Matthew Arnold, del príncipe Kropotkin
en sus Campos, fábricas y talleres.
Posteriormente, siendo ya
telefonista de una cervecería, leí los Principios
de Psicología, de Spencer y el Origen
de las Especies, de Darwin, mientras iba o venía del trabajo en el autobús
o el tren.
Mi mente hervía de ideas que a cada
momento me era dable confrontar con la realidad. Eché discursos en los mitines
socialistas, en las reuniones sindicales y en las discusiones al aire libre. Sustentaba
teorías respecto a cómo debían desarrollarse un centenar de diferentes proyectos,
desde los de salubridad pública y vivienda hasta los de biblioteca y organización
laboral, pasando por los de inspección sanitaria y cloacas, recogida de basuras
y baños públicos. (Me sentía personalmente interesado en este último problema,
pues tenía que caminar tres kilómetros para poder darme mi friega semanal).
Inevitablemente, terminé por
actuar como miembro del movimiento político laborista. Mis campañas me hicieron
sentir la necesidad de más amplias y profundas lecturas, al objeto de
capacitarme para expresar mis pensamientos y apoyar mis conclusiones. Con
frecuencia el auditorio me acribillaba a preguntas. Cuando se planteaba un
problema difícil, salía del paso como podía y aquella noche buscaba datos con ahínco
en la biblioteca. Era maravillosa la frecuencia con que la misma cuestión se suscitaba
en el mitin siguiente.
Huelga decir que toda esta
experiencia constituyó valiosa preparación para mi carrera en la Cámara de los
Comunes.
He pasado no pocas horas
agradables escuchando la radio, y alguna contemplando la pantalla de la
televisión. Aplaudo la forma dramática en que por esos artificios modernos llega a la gente copiosa información útil. Pero
no he oído ni visto nunca un programa radiofónico o de televisión que pueda
superar el valor de la lectura de un buen libro. Por eso viviré siempre
agradecido a mi amigo anónimo, el frenólogo de la esquina que me dio el mejor
consejo que jamás oí: adquiere el hábito
de la lectura seria.
Revista Selecciones del Reader’s
Digest, Tomo XXXI, N° 186, Mayo de 1956,
pp. 41-43, Selecciones del Reader’Digest S.A, La Habana, Cuba
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