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domingo, 31 de agosto de 2025

La mujer que supo callar

Drama de la vida real

 

Arriesgó todo por salvar la vida de un oficial cuyo uniforme tenía muchas razones para odiar

 

Por  Janice Keyser Lester



EN UN ESTANTE de mi cocina guardo un antiguo y pequeño molinillo de café. El cajón de su base contiene un trozo de papel con un a escritura descolorida. 
La tinta, hecha con jugo de bayas, sea desvanecido, y el fino papel está frágil porque lo doblaron repetidas veces hasta hacerlo caber dentro de un botón de bronce. Parte del mensaje es todavía legible. Está fechado el 14 de septiembre de 1864, y comienza así:
“Querida Bettie: Aprovecho la oportunidad de enviarte esta nota ocultándola a los yanquis…”

Se trata de una carta remitida por un oficial confederado prisionero a su esposa, joven ojiazul de 20años que vivía sola con un matrimonio de negros, antes esclavos, en el valle de Shenandoah, entonces devastado por la guerra de Secesión. La joven se llamaba Bettie Van Metre, y durante los dos meses siguientes se convirtió en protagonista de uno de los episodios más dramáticos y menos concoidos de esa guerra. Yo lo conozco porque se lo oí muchas veces a la misma Bettie; ella fue mi tía abuela favorita,  y cuando murió tenía más de 80 años.

Siempre que mi familia visitaba a la tía Bettie en su antigua casa de Berryville (Virginia), yo no dejaba tranquila a la anciana hasta que me contaba la historia. Todavía me parece verme sentada en un escabel a la espera de que ella comenzara.
Siempre lo hacía diciendo: “Jamás odié a los yanquis; sólo odiaba la guerra”.

Bettie Van Metre tenía buenas razones para detestarla. Uno de sus hermanos murió en la batalla de Gettysburgo, y otro fue hecho prisionero. Luego, James, su marido, cayó también en poder del enemigo, y su carta hablaba de enfermedad, malos tratos y hambre. 
Bettie ni siquiera sabía dónde se encontraba su marido, pues la parte de la misiva en que había escrito la dirección era ilegible.

Durante más de tres años el hermoso valle de Shenandoah sufrió los azares de la guerra, hasta que quedó convertido en un desierto lleno de granjas abandonadas y de mansiones saqueadas. Los ejércitos rivales aún combatían denodadamente, mientras bandas de desertores y de guerrilleros asesinaban y robaban. Bettie dedicaba buena parte de su jornada a trabajar en el Cuerpo de Costura y Enfermería local, el anciano matrimonio negro la ayudaba y atendía, pero no obstante la afectuosa compañía del tío “tío Dick” Runner y de Jennie, su mujer, las noches resultaban interminables. 

Un bochornoso día de fines de septiembre un convoy yanqui se detuvo frente a una granja situada a unos 750 metros de la casa de los Van Metre. De una de sus ambulancias tiradas por caballos sacaron una camilla ensangrentada donde yacía un hombre. Tres días antes, en una salvaje escaramuza que tuvo lugar antes de la batalla del arroyo Opequon, una granada había estallado junto al teniente de 30años Henry Bedell, de la Compañía D del 11° regimiento de voluntarios de Vermont. Un fragmento se le había incrustado en la mano derecha, y otro le desgarró la pierna izquierda, de tal modo que fue forzoso amputársela por el muslo.

Cuando fue necesario evacuar a los heridos y llevarlos a Harpers Ferry, los médicos decidieron que Bedell no podría resistir el angustioso trayecto de 30 kilómetros. A fin de evitarle sufrimientos inútiles decidieron dejarlo en esa granja, al cuidado de su asistente. La granja, abandonada por sus dueños, estaba ocupada por una mujer zarrapastrosa, la cual aceptó sin comentarios el dinero que le ofrecieron por dar albergue al oficial.

Era Bedell hombre fuerte y valeroso. Antes que sus compañeros lo dejaran solo, les dictó una carta para su esposa, que residía en Westfield (Vermont). Les pidió también que pusieran a su lado su fusil de repetición, diciendo que si llegaban los confederados y él no había perdido la conciencia, lo sabría usar.
Sus camaradas lo ocultaron en el desván, y luego el convoy prosiguió su marcha.

Durante dos días la mujer y el ordenanza se emborracharon y anduvieron de juerga. Nunca subieron a ver al oficial, aunque oían sus lamentos. Aburridos de esperar que se muriera, al tercer día abandonaron el lugar. Pero tío Dick Runner había visto cuando introdujeron al herido en la granja. Y cuando la pareja partió, fue a pedir auxilio a la casa de los Van Metre.

Siempre que la tía Bettie contaba su impresión al ver al hombre demacrado y barbado que yacía en el desván con el uniforme azul manchado de sangre, la indignación le enrojecía el rostro. “Era una pesadilla: ¡esos horribles vendajes, ese espantoso hedor! Así es la guerra, hijita. Ni clarines ni banderas; sólo dolor e inmundicia, futilidad y muerte”.

Para Bettie Van Metre ese hombre no era un enemigo, sino un ser humano que padecía. Le dio de beber y trató de limpiar sus terribles heridas. Luego salió al aire y se apoyó contra la pared de la casa, esforzándose para no vomitar.

Sabía que era su deber dar aviso de la presencia de un oficial yanqui a las autoridades de la Confederación. Pero también sabía que no lo haría. “Me preguntaba si tendría una esposa esperándolo en alguna parte, sin saber dónde se encontraba su marido, como me pasaba a mí. Y me parecía que lo único importante era hacerlo volver a su hogar”.

Lentamente, con paciencia y habilidad, Bettie reanimó la vacilante llama vital  próxima extinguirse en Henry Bedell. Tres veces al día subía al desván para llevarle el alimento que podía encontrar. Carecía casi por completo de de medicamentos, y no estaba dispuesta a sacar ninguno de la escasa provisión del hospital confederado. Pero ya no podía volverse atrás. Bedell le había dicho que no lo apresarían vivo. “Todavía puedo tirar con mi mano izquierda”, agregaba hosco. 

Recuperaba poco a poco sus fuerzas; hablaba con Bettie de su mujer y sus hijos, que habían quedado en Westfield, y escuchaba atentamente cuando ella se refería a sus hermanos y a James. “Yo sabía que su mujer oraba por él, como yo lo hacía por mi marido”, decía la tía Bettie. “Algunas veces me sentía extrañamente cerca de ella”.

En el valle las noches de octubre comenzaron a ser frías. Las heridas de Bedell se volvieron a infectar, y aumentó el riesgo de que muriera de pulmonía en el desván sin calefacción. Entonces Bettie decidió llevarlo a su casa. Con ayuda del tío Dick y de Jennie, lo trasladó durante la noche y lo acostó en una cama puesta en un disimulado entrepiso encima de la cocina. Pero el movimiento y la intemperie afectaron seriamente al debilitado enfermo. A la mañana siguiente amaneció con fiebre alta; a mediodía deliraba, y al anochecer Bettie se dio cuenta de que moriría sin asistencia profesional. Luego de pedir a Dios que la iluminara, escribió una nota al médico de su familia, Dr. Graham Osborne, a quien había conocido desde niña.

El médico no perdió tiempo en recriminaciones. Examinó a Bedell y movió negativamente la cabeza.
Había pocas esperanzas, a menos que pudieran obtenerse remedios apropiados, que ya no había en la Confederación. Pero Bettie no se dio por vencida. “Entonces iré a Harpers Ferry a pedírselos a los yanquis”.

El médico trató de disuadirla. El cuartel enemigo estaba a 30 kilómetros de distancia, y aun en el caso de que consiguiera llegar allí, nadie creería su historia.

“Llevaré una prueba”, arguyó ella. En el cuchitril donde yacía Bedell había encontrado un ensangrentado documento con el sello oficial de la Secretaría de Guerra.  “Es el certificado de su último ascenso. Cuando se lo muestre a los yanquis, tendrán que creerme”.

Obligó al médico a escribir una lista de las medicinas que necesitaba, y al día siguiente partió muy temprano. Viajó durante cinco horas, deteniéndose sólo para que descansara la yegua. En una ocasión un vagabundo se levantó de una zanja y trató de coger la brida. Bettie le asestó un latigazo; el animal, asustado, se encabritó y partió a la carrera, y el hombre no pudo alcanzarlo. Ya se ponía el sol cuando mi tía se encontró por fin con el comandante yanqui, general John Stevenson, quien escuchó a la joven sin disimular su escepticismo.

“Señora”, le dijo,  “el asistente de Bedell nos informó que había muerto”.

“Está vivo”, insistió Bettie. “pero no lo estará mucho tiempo si no me da usted las medicinas de esta lista”.

El general vaciló. “Bueno”, dijo por fin, “no voy a arriesgar las vidas de unos cuantos soldados para descubrir la verdad. Que se entregue a la señora Van Metre lo que pide”, ordenó a su ayudante. Y sin querer escuchar las palabras de agradecimiento de Bettie, ledijo: “Sea o no verdad lo que afirma, es usted una mujer valiente”.

Con los remedios que ella llevó a Berryville, el Dr. Osborne logró detener la infección. Diez días más tarde Bedell andaba con un par de toscas muletas que el tío Dick le había hecho. Pero ya habían comenzado a propagarse rumores de que en la casa de los Van Metre habitaba un forastero, y pronto llegaron a oídos del médico, quien en su próxima visita dijo sin rodeos: “Bettie, usted se encuentra  en una posición peligrosa”.

Bedell estuvo de acuerdo: “Yo no puedo seguir comprometiéndola a usted. Ahora me siento lo suficientemente fuerte para viajar. Y tengo un plan”.

El plan consistía en ponerse de acuerdo con uno de los vecinos, un tal señor Sam, viejo granjero inconsolable por la pérdida de unas mulas que según él le habían robado los yanquis. Le quedaba una, y un carro. Se le propuso que llevara en él a Bedell hasta Harpers Ferry, pues allí probablemente lograría cambiar al inválido oficial por los animales desaparecidos. El anciano se dejó convencer de mala gana. 

Entonces Bedell confió a Bettie el resto de su proyecto: ella debía ir con él. “La guerra ya casi ha terminado”, agregó, “y quizá yo pueda ayudarla a encontrar a su esposo”.
Bettie vacilaba, pero finalmente estuvo de acuerdo.

El tío Dick preparó un arnés doble para enganchar la yegua al carro, junto con la mula de Sam. El oficial se acostó en una canasta vieja llenade heno, el fusil al alcance de su mano, así como también las muletas. El viaje fue largo y lento, y casi terminó trágicamente. Cuando se encontraban a una hora de distancia de los yanquis, aparecieron de pronto dos jinetes. Uno de ellos exigió dinero con una pistola, y el otro derribó del carro a Sam. Mientras Bettie permanecía inmóvil, paralizada de miedo, sonó una detonación detrás de ella, tan cerca que sintió el viento del disparo. El guerrillero de a caballo cayó al suelo, y un segundo tiro derribó a su compañero. Bettie vio como Bedell bajaba el arma y se quitaba las pajas de heno del cabello.
“Sigamos adelante”, dijo él.

Al llegar al campamento yanqui, los soldados no ocultaron su asombro ante la exhausta joven y el viejo labrador. Su sorpresa fue aun mayor cuando vieron levantarse de su cama de heno a un oficial de la Unión con una pierna de menos y la mano mutilada. “Todo cuanto recuerdo”, decía la tía Bettie, “es la expresión del rostro de Henry cuando descubrió su bandera y la saludó con la mano vendada”.

Bedell fue enviado a Washington. Allí contó lo ocurrido a Edwin Stanton, secretario de Guerra, que inmediatamente escribió una carta de agradecimiento a Bettie y firmó la orden de poner en libertad a James. Se concedió a ella un pase especial para los ferrocarriles a fin de que buscara a su marido, y se dispuso que Bedell la acompañara.

La busca no fue fácil. Los registros indicaban que un James Van Metre había sido enviado a una prisión de Ohio, pero cuando se hizo formar ante Bettie a los demacrados y andrajosos prisioneros, James no estaba entre ellos. Visitaron una segunda cárcel. Con el mismo resultado. Bettie luchaba contra el temor de que su marido hubiera muerto. Pero en Fort Delaware (Maryland), cuando se terminaron todos los recursos, un hombre alto, de ojos hundidos en el rostro extenuado, salió de las filas y cayó en brazos de su mujer. Ella lo oprimió contra su pecho, mientras las lágrimas le corrían por la cara. Y Henry Bedell, apoyado en sus muletas, lloró también.

Los tres regresaron por barco a Washington, y luego por ferrocarril a a la casa de Bedell en Vermont.
Una durable y profunda amistad surgió entre ambas familias. Más tarde cuando los Bedell tuvieron otros dos hijos, les dieron el nombre de sus amigos, Bettie y James. 

Poco después de terminada la guerra los Van Metre recibieron a  los Bedell en su plantación de Virginia.
Cincuenta años más tarde ambas familias mantenían aún cordiales relaciones.  Entonces la Legislatura de Vermont aprobó una resolución por la cual se agradecía a Bettie su acto de bondad. Y en 1915, el día del aniversario del nacimiento de Lincoln, el gobernador, Charles Winslow Gates, presidió un banquete ofrecido en Westfield en honor de mi tía, y le entregó un pergamino en el que se recordaba su hazaña.

Todavía puedo ver chispear los ojos azules de Bettie y escuchar su risa. Y en algunas ocasiones, cuando los hechos que ocurren en nuestro tiempo me parecen casi increíbles, tomo el antiguo molinillo de café y saco la frágil carta que James escribió hace más de un siglo. Eso me recuerda que, por oscuro que pueda parecer el porvenir, el amor es todavía más fuerte que el miedo, y que los actos misericordiosos se ven a menudo premiados inesperadamente.


Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo LVIII, N° 349, Diciembre de 1969, págs. 139-144, Reader’s Digest México, S.A. de C.V., México, México.


 

Notas

Guerra de Secesión o Guerra Civil Estadounidense (1861-1865), fue un conflicto entre la Unión (el Norte antiesclavista) y la Confederación (el Sur esclavista y  secesionista).

Abraham Lincoln (12 de febrero de 1809-15 de abril de 1865).- Político y abogado estadounidense. Fue el decimosexto presidente de los Estados Unidos (1861-1865).

Valle de Shenandoah.- Valle situado principalmente  en el estado de Virginia y en parte del de Virginia Occidental (Estados Unidos).

Jugo.- Zumo, concentrado, néctar, caldo, etc. 

Ilegible.- Que no puede leerse. Sinónimos: indescifrable, ininteligible, incomprensible.

Escaramuza.- Refriega de poca importancia sostenida especialmente por las avanzadas de los ejércitos. Lucha, contienda, enfrentamiento,  pleito, disputa, pelea. etc.

Zarrapastroso/sa.- Desaseado, andrajoso, desaliñado y roto.  Desaseado, desaliñado, andrajoso, desastrado, astroso, harapiento, sucio, descuidado, adán.

Ordenanza.- Milicia.  Soldado que está a las órdenes de un oficial o de un jefe para los asuntos del servicio.

Demacrado.-Que muestra demacración (Acción y efecto de demacrarse). Consumido, macilento, enfermizo, delgado, pálido, flaco, descolorido, mustio, etc..

Entrepiso.- Piso que se construye quitando parte de la altura de uno, entre este y el superior. Entreplanta, altillo. DLE RAE


lunes, 11 de agosto de 2025

Un gato venido a menos

 


¿Quién era aquel excéntrico visitante nocturno, aquel furtivo felino que tenía siniestra facha de un traicionero doble agente?
 

Por Franklin Russell


Los ojos que con insana fijeza miraban a través de la ventana del dormitorio hicieron gritar a Jackie, mi esposa. El viento y la lluvia de una tormenta invernal azotaban la ciudad, sumida en tinieblas.

Mientras me incorporaba sobresaltado en la cama, la cara de la ventana desapareció de pronto, allá, abajo. Oímos un ronco y fuerte chillido en el patio, y tintineaban los muebles metálicos.

Jackie y yo bajamos corriendo por las escaleras del frente, mientras nuestros dos hijos, Michael y Alexander, se precipitaban ruidosamente por las escaleras de atrás. Nos reunimos todos en la puerta del frente y la abrimos.

Allí estaba, con una pata alzada a medias, el gato de aspecto más diabólico que haya yo visto: flaco como un fideo; su cola absurda, delgada como mi dedo meñique, remataba en una espesa bola de pelo en la punta. Pero lo que más me impresionó fue aquella cara, de mirada tan maliciosa y como de reojo.
Alexander, de cinco años, lo etiquetó enseguida: 
—¡Es un minino espía!
Michael, que ya tiene 13, lo describió con más precisión:
—¡Ese es un espía fracasado!

A todas luces el gato, había participado en algún caso muy peliagudo. Tenía el pelaje empapado y salpicado de lodo. Con una sacudida y un maullido ―gruñido que después descubrimos servía para todo, pues lo mismo indicaba placer que disgusto―, me hizo seguirlo después de atravesar la sala, hasta la cocina. Allí metió una pata como gancho, sucia de lodo, en el reborde de la puerta del refrigerador, y la abrió de un tirón.

Al saltar dentro, volcó una botella llena de leche. Esto lo asustó a tal grado, que saltó hacia arriba, desenganchó la bandeja superior y derribó cuanto allí había sobre su cabeza. Lanzó su inolvidable chillido, y a duras penas logró salir de este lío.

Silvestre —como lo llamó Alexander, por su parecido con el personaje de una caricatura de la televisión— no era un animal cualquiera. Se colaba furtivamente en todas las habitaciones, temblando. Se escurría dentro de los roperos y alacenas, y se metía en los cajones. Mientras nos desayunábamos oíamos los ruidos sordos, golpes metálicos y estrépitos que pregonaban su descubrimiento: no deseaba estar adonde se había metido. Y seguía metiéndose en el refrigerador. Tras una semana de volver a poner las cosas en su sitio, una y otra vez, decidí cerrar esa puerta con un alambre.

No sé cómo, Silvestre se las ingenió un día para soltar el agua del excusado del piso alto, y corrió escaleras abajo, empapado y corriendo como loco. Al hacer una revisión secreta de la aspiradora, la puso en acción y, en su desesperado salto para evitar que lo tragara la máquina infernal, derribó del aparador toda la vajilla de plata.  Me acostumbré tanto a sus carreras por las escaleras, hacia arriba o hacia abajo, huyendo de cualquier cosa que lo persiguiera, que empecé a caminar arrimado a la pared.

Los niños estaban encantados con su nuevo compañero. Michael descubrió la pasión de Silvestre por el caviar, señal evidente de que era un espía que había conocido tiempos mejores, más clásicos. Con el tiempo, tuve que colocar una cerradura en la alacena para evitar que Michael acabara con la modesta provisión de delicias gastronómicas que guardaba mi esposa.

Silvestre era amistoso con los niños, quizá porque comprendía que, hasta ahora, ningún agente soviético se ha disfrazado de niño.

Cuando los muchachos se iban a la cama, los seguía, sacudiéndose y gimiendo. Apartaba las ropas de cama y se metía a hurtadillas en los lechos. Trataba de meterse debajo de los pies de los niños. Allí, al parecer, sentía cierta seguridad.

Al cabo de varias semanas, nos preguntamos al fin por qué teníamos que soportarlo.

Jackie, que a acababa de perder varios vasos de fino cristal, dejados unos segundos cerca del fregadero para que se secaran, señaló: ʺMiren: es adorable y todo lo que ustedes gusten, pero yo digo que su lugar está afuera. No me importa quién esté persiguiéndoloˮ.

Estuve de acuerdo con ella. Aunque seguíamos alimentándolo, Silvestre sólo tenía afuera una misión: regresar adentro. Nos hicimos fuertes ante su cara de víctima que nos miraba desde las ventanas. Pero una noche en que teníamos invitados a cenar, vi que se instalaba en el antepecho de la ventana, y sospeché que algo tramaba.  La expresión de su rostro era dura; decidida.

Nos dejó terminar la sopa, y entonces empezó un maullido de angustia. Todos los invitados se quedaron pasmados con los tenedores en el aire. Al punto, Silvestre empezó a golpear de cabeza contra el vidrio.

Sus chillidos parecían los de un alma inocente, injustamente castigada por amos sin corazón, que se hartaban de comer, mientras él se moría de hambre.

Uno de los invitados opinó: ʺMe parece que es un poco injusto para el gato, ¿no creen?ˮ

¿Cómo podríamos explicar nuestras razones?

Deberíamos haber imaginado, en todo caso, que, como experimentado agente secreto, Silvestre idearía un modo de meterse en la casa. Sabíamos que era increíblemente ágil, ya que había demostrado su pericia en subir al piso alto la noche de su llegada, ascendiendo por la enredadera hasta la ventana de nuestra alcoba. Yo creía haber tapado todas las entradas, pero poco después de aquella fiesta Silvestre empezó a aparecer dentro de casa todas las mañanas.

ʺSe meta como se meta, al hacerlo, se ensuciaˮ, dijo Michael, pero olvidó confiarnos que sus sábanas se iban ennegreciendo lentamente.

Una noche, me quedé despierto leyendo hasta muy tarde; Silvestre debió suponer que no había moros en la costa. Pensé que un pájaro se habría metido en la chimenea, aunque nunca había oído maullar a un pájaro. De pronto, Silvestre salió del tiro de la chimenea, con ojos de loco y retorciéndose.

Su dieta revelaba algo de la condición social que había tenido antes de la época de sus tribulaciones, cualesquiera que hayan sido. Se atragantaba con la comida ordinaria para gatos, enlatada, que le comprábamos. Tras mucho probar y fracasar, finalmente logré que comiera bistecs de primera calidad, ligeramente asados. Silvestre nunca ronroneaba, lo que parecía compatible con el código de espionaje de jamás revelar las emociones, pero sus gemidos me decían que esa era la comida a la que había estado acostumbrado toda su vida. Su pelaje se tornó lustroso. El pelo empezó a crecerle en la espigada cola. Estaba volviendo a lo que había sido antes de su aterradora vivencia en la tormenta. El antes paranoide e histérico Silvestre ya no se metía a hurtadillas en las habitaciones. Caminaba con aplomo. Dormía a pierna suelta.

Luego, empezó a rechazarnos. Abandonaba deliberadamente la sala en cuanto yo entraba. Ya no dormía debajo de los pies de los niños. En cambio, dormía solamente encima de la antigüedad más apreciada de Jackie, un sofá con forro de color crema y dorado.

También empezó a cambiar su actitud frente a los visitantes. Al principio, corría hacia el desván en cuanto sonaban pasos extraños. Ahora hacía fiestas a muchas de las personas que acudían a casa. Nunca había presenciado tan nauseabunda insinceridad. Se sentaba en el regazo de los visitantes, les lamía las manos, gemía dulcemente en su honor.

Pero no se crea que no hacía distingos. ¿Era imaginación mía que Silvestre decidía cómo tratar a la gente según los automóviles que conducían? Más de una vez vi que se alejaba con desdén de algún sedán de fabricación nacional. Era como si se encontrara otra vez con comida de lata.

La mayoría de nuestros amigos eran personas modestas, no aficionados a coches lujosos ni a ropas caras. Pero al empezar el verano, recibí de pronto la visita de un viejo amigo, que se había enriquecido en empresas de espectáculos. Él y su linda esposa llegaron a casa en un Rolls-Royce convertible, flamante. La ropa que llevaban era de Christian Dior y de Gucci. Silvestre no perdió el tiempo, y desplegó todas sus gracias.

Al cabo de una hora, la linda esposa de mi amigo exclamó: ʺ¡Quiero este gatito!ˮ

Cuando salimos a despedirnos de nuestros amigos, Silvestre estaba sentado en la capota doblada del Rolls. Me di cuenta de que aquel era el adiós definitivo. 

Abrí la reja que daba al camino de grava. Entonces se me ocurrió que, desde el principio, esta modesta casita nunca había armonizado con el estilo y la distinción de Silvestre. Mi viejo automóvil habría sido el hazmerreír en el mundo del que él había venido.

El Rolls se deslizó junto a mí. Silvestre iba sentado en posición erguida sobre el regazo de su nueva y bella dueña, con los ojos fijos adelante, ronroneando ―sí, ronroneando— por el camino, para reanudar su fascinante y lujosa vida anterior sin lanzar ni una mirada hacia atrás.
 

Ilustración: Victoria Chess


Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo XCI, Año 46, Número 548, Julio de 1986, págs 14-17, Reader’s Digest Latinoamérica, S.A., Coral Gables, Florida, Estados Unidos



Notas
 
La foto de la ilustración de la revista (página 14) es mía. La hoja ya está amarilla por el tiempo
 
Furtivo.- Que se hace a escondidas. 
Sinónimos: clandestino, solapado, disimulado, subrepticio, oculto, cauteloso, sigiloso. DLE RAE

No hay moros en la costa.- La expresión «hay moros en la costa» es un modismo en español que se emplea para advertir que hay peligro inminente o que alguien está vigilando y podría descubrir algo que se desea mantener en secreto. Esta frase sugiere que es necesario extremar las precauciones y estar alerta ante situaciones de potencial riesgo. laspalabrassdescarriadas.es

Espigada/do.- Alto, crecido de cuerpo.
Sinónimos: esbelto, alto, delgado, grácil, estirado, crecido, larguirucho.

Aplomo.- Gravedad, serenidad, circunspección.
Sinónimos: serenidad, gravedad, circunspección, confianza, seguridad, compostura, mesura, calma, tranquilidad, imperturbabilidad, sensatez, flema.
Fuente:  DLE RAE
 
 
Hay otros relatos sobre gatos, perros y otros animales que compartiremos si el tiempo nos lo permite.