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domingo, 31 de agosto de 2025

La mujer que supo callar

Drama de la vida real

 

Arriesgó todo por salvar la vida de un oficial cuyo uniforme tenía muchas razones para odiar

 

Por  Janice Keyser Lester



EN UN ESTANTE de mi cocina guardo un antiguo y pequeño molinillo de café. El cajón de su base contiene un trozo de papel con un a escritura descolorida. 
La tinta, hecha con jugo de bayas, sea desvanecido, y el fino papel está frágil porque lo doblaron repetidas veces hasta hacerlo caber dentro de un botón de bronce. Parte del mensaje es todavía legible. Está fechado el 14 de septiembre de 1864, y comienza así:
“Querida Bettie: Aprovecho la oportunidad de enviarte esta nota ocultándola a los yanquis…”

Se trata de una carta remitida por un oficial confederado prisionero a su esposa, joven ojiazul de 20años que vivía sola con un matrimonio de negros, antes esclavos, en el valle de Shenandoah, entonces devastado por la guerra de Secesión. La joven se llamaba Bettie Van Metre, y durante los dos meses siguientes se convirtió en protagonista de uno de los episodios más dramáticos y menos concoidos de esa guerra. Yo lo conozco porque se lo oí muchas veces a la misma Bettie; ella fue mi tía abuela favorita,  y cuando murió tenía más de 80 años.

Siempre que mi familia visitaba a la tía Bettie en su antigua casa de Berryville (Virginia), yo no dejaba tranquila a la anciana hasta que me contaba la historia. Todavía me parece verme sentada en un escabel a la espera de que ella comenzara.
Siempre lo hacía diciendo: “Jamás odié a los yanquis; sólo odiaba la guerra”.

Bettie Van Metre tenía buenas razones para detestarla. Uno de sus hermanos murió en la batalla de Gettysburgo, y otro fue hecho prisionero. Luego, James, su marido, cayó también en poder del enemigo, y su carta hablaba de enfermedad, malos tratos y hambre. 
Bettie ni siquiera sabía dónde se encontraba su marido, pues la parte de la misiva en que había escrito la dirección era ilegible.

Durante más de tres años el hermoso valle de Shenandoah sufrió los azares de la guerra, hasta que quedó convertido en un desierto lleno de granjas abandonadas y de mansiones saqueadas. Los ejércitos rivales aún combatían denodadamente, mientras bandas de desertores y de guerrilleros asesinaban y robaban. Bettie dedicaba buena parte de su jornada a trabajar en el Cuerpo de Costura y Enfermería local, el anciano matrimonio negro la ayudaba y atendía, pero no obstante la afectuosa compañía del tío “tío Dick” Runner y de Jennie, su mujer, las noches resultaban interminables. 

Un bochornoso día de fines de septiembre un convoy yanqui se detuvo frente a una granja situada a unos 750 metros de la casa de los Van Metre. De una de sus ambulancias tiradas por caballos sacaron una camilla ensangrentada donde yacía un hombre. Tres días antes, en una salvaje escaramuza que tuvo lugar antes de la batalla del arroyo Opequon, una granada había estallado junto al teniente de 30años Henry Bedell, de la Compañía D del 11° regimiento de voluntarios de Vermont. Un fragmento se le había incrustado en la mano derecha, y otro le desgarró la pierna izquierda, de tal modo que fue forzoso amputársela por el muslo.

Cuando fue necesario evacuar a los heridos y llevarlos a Harpers Ferry, los médicos decidieron que Bedell no podría resistir el angustioso trayecto de 30 kilómetros. A fin de evitarle sufrimientos inútiles decidieron dejarlo en esa granja, al cuidado de su asistente. La granja, abandonada por sus dueños, estaba ocupada por una mujer zarrapastrosa, la cual aceptó sin comentarios el dinero que le ofrecieron por dar albergue al oficial.

Era Bedell hombre fuerte y valeroso. Antes que sus compañeros lo dejaran solo, les dictó una carta para su esposa, que residía en Westfield (Vermont). Les pidió también que pusieran a su lado su fusil de repetición, diciendo que si llegaban los confederados y él no había perdido la conciencia, lo sabría usar.
Sus camaradas lo ocultaron en el desván, y luego el convoy prosiguió su marcha.

Durante dos días la mujer y el ordenanza se emborracharon y anduvieron de juerga. Nunca subieron a ver al oficial, aunque oían sus lamentos. Aburridos de esperar que se muriera, al tercer día abandonaron el lugar. Pero tío Dick Runner había visto cuando introdujeron al herido en la granja. Y cuando la pareja partió, fue a pedir auxilio a la casa de los Van Metre.

Siempre que la tía Bettie contaba su impresión al ver al hombre demacrado y barbado que yacía en el desván con el uniforme azul manchado de sangre, la indignación le enrojecía el rostro. “Era una pesadilla: ¡esos horribles vendajes, ese espantoso hedor! Así es la guerra, hijita. Ni clarines ni banderas; sólo dolor e inmundicia, futilidad y muerte”.

Para Bettie Van Metre ese hombre no era un enemigo, sino un ser humano que padecía. Le dio de beber y trató de limpiar sus terribles heridas. Luego salió al aire y se apoyó contra la pared de la casa, esforzándose para no vomitar.

Sabía que era su deber dar aviso de la presencia de un oficial yanqui a las autoridades de la Confederación. Pero también sabía que no lo haría. “Me preguntaba si tendría una esposa esperándolo en alguna parte, sin saber dónde se encontraba su marido, como me pasaba a mí. Y me parecía que lo único importante era hacerlo volver a su hogar”.

Lentamente, con paciencia y habilidad, Bettie reanimó la vacilante llama vital  próxima extinguirse en Henry Bedell. Tres veces al día subía al desván para llevarle el alimento que podía encontrar. Carecía casi por completo de de medicamentos, y no estaba dispuesta a sacar ninguno de la escasa provisión del hospital confederado. Pero ya no podía volverse atrás. Bedell le había dicho que no lo apresarían vivo. “Todavía puedo tirar con mi mano izquierda”, agregaba hosco. 

Recuperaba poco a poco sus fuerzas; hablaba con Bettie de su mujer y sus hijos, que habían quedado en Westfield, y escuchaba atentamente cuando ella se refería a sus hermanos y a James. “Yo sabía que su mujer oraba por él, como yo lo hacía por mi marido”, decía la tía Bettie. “Algunas veces me sentía extrañamente cerca de ella”.

En el valle las noches de octubre comenzaron a ser frías. Las heridas de Bedell se volvieron a infectar, y aumentó el riesgo de que muriera de pulmonía en el desván sin calefacción. Entonces Bettie decidió llevarlo a su casa. Con ayuda del tío Dick y de Jennie, lo trasladó durante la noche y lo acostó en una cama puesta en un disimulado entrepiso encima de la cocina. Pero el movimiento y la intemperie afectaron seriamente al debilitado enfermo. A la mañana siguiente amaneció con fiebre alta; a mediodía deliraba, y al anochecer Bettie se dio cuenta de que moriría sin asistencia profesional. Luego de pedir a Dios que la iluminara, escribió una nota al médico de su familia, Dr. Graham Osborne, a quien había conocido desde niña.

El médico no perdió tiempo en recriminaciones. Examinó a Bedell y movió negativamente la cabeza.
Había pocas esperanzas, a menos que pudieran obtenerse remedios apropiados, que ya no había en la Confederación. Pero Bettie no se dio por vencida. “Entonces iré a Harpers Ferry a pedírselos a los yanquis”.

El médico trató de disuadirla. El cuartel enemigo estaba a 30 kilómetros de distancia, y aun en el caso de que consiguiera llegar allí, nadie creería su historia.

“Llevaré una prueba”, arguyó ella. En el cuchitril donde yacía Bedell había encontrado un ensangrentado documento con el sello oficial de la Secretaría de Guerra.  “Es el certificado de su último ascenso. Cuando se lo muestre a los yanquis, tendrán que creerme”.

Obligó al médico a escribir una lista de las medicinas que necesitaba, y al día siguiente partió muy temprano. Viajó durante cinco horas, deteniéndose sólo para que descansara la yegua. En una ocasión un vagabundo se levantó de una zanja y trató de coger la brida. Bettie le asestó un latigazo; el animal, asustado, se encabritó y partió a la carrera, y el hombre no pudo alcanzarlo. Ya se ponía el sol cuando mi tía se encontró por fin con el comandante yanqui, general John Stevenson, quien escuchó a la joven sin disimular su escepticismo.

“Señora”, le dijo,  “el asistente de Bedell nos informó que había muerto”.

“Está vivo”, insistió Bettie. “pero no lo estará mucho tiempo si no me da usted las medicinas de esta lista”.

El general vaciló. “Bueno”, dijo por fin, “no voy a arriesgar las vidas de unos cuantos soldados para descubrir la verdad. Que se entregue a la señora Van Metre lo que pide”, ordenó a su ayudante. Y sin querer escuchar las palabras de agradecimiento de Bettie, ledijo: “Sea o no verdad lo que afirma, es usted una mujer valiente”.

Con los remedios que ella llevó a Berryville, el Dr. Osborne logró detener la infección. Diez días más tarde Bedell andaba con un par de toscas muletas que el tío Dick le había hecho. Pero ya habían comenzado a propagarse rumores de que en la casa de los Van Metre habitaba un forastero, y pronto llegaron a oídos del médico, quien en su próxima visita dijo sin rodeos: “Bettie, usted se encuentra  en una posición peligrosa”.

Bedell estuvo de acuerdo: “Yo no puedo seguir comprometiéndola a usted. Ahora me siento lo suficientemente fuerte para viajar. Y tengo un plan”.

El plan consistía en ponerse de acuerdo con uno de los vecinos, un tal señor Sam, viejo granjero inconsolable por la pérdida de unas mulas que según él le habían robado los yanquis. Le quedaba una, y un carro. Se le propuso que llevara en él a Bedell hasta Harpers Ferry, pues allí probablemente lograría cambiar al inválido oficial por los animales desaparecidos. El anciano se dejó convencer de mala gana. 

Entonces Bedell confió a Bettie el resto de su proyecto: ella debía ir con él. “La guerra ya casi ha terminado”, agregó, “y quizá yo pueda ayudarla a encontrar a su esposo”.
Bettie vacilaba, pero finalmente estuvo de acuerdo.

El tío Dick preparó un arnés doble para enganchar la yegua al carro, junto con la mula de Sam. El oficial se acostó en una canasta vieja llenade heno, el fusil al alcance de su mano, así como también las muletas. El viaje fue largo y lento, y casi terminó trágicamente. Cuando se encontraban a una hora de distancia de los yanquis, aparecieron de pronto dos jinetes. Uno de ellos exigió dinero con una pistola, y el otro derribó del carro a Sam. Mientras Bettie permanecía inmóvil, paralizada de miedo, sonó una detonación detrás de ella, tan cerca que sintió el viento del disparo. El guerrillero de a caballo cayó al suelo, y un segundo tiro derribó a su compañero. Bettie vio como Bedell bajaba el arma y se quitaba las pajas de heno del cabello.
“Sigamos adelante”, dijo él.

Al llegar al campamento yanqui, los soldados no ocultaron su asombro ante la exhausta joven y el viejo labrador. Su sorpresa fue aun mayor cuando vieron levantarse de su cama de heno a un oficial de la Unión con una pierna de menos y la mano mutilada. “Todo cuanto recuerdo”, decía la tía Bettie, “es la expresión del rostro de Henry cuando descubrió su bandera y la saludó con la mano vendada”.

Bedell fue enviado a Washington. Allí contó lo ocurrido a Edwin Stanton, secretario de Guerra, que inmediatamente escribió una carta de agradecimiento a Bettie y firmó la orden de poner en libertad a James. Se concedió a ella un pase especial para los ferrocarriles a fin de que buscara a su marido, y se dispuso que Bedell la acompañara.

La busca no fue fácil. Los registros indicaban que un James Van Metre había sido enviado a una prisión de Ohio, pero cuando se hizo formar ante Bettie a los demacrados y andrajosos prisioneros, James no estaba entre ellos. Visitaron una segunda cárcel. Con el mismo resultado. Bettie luchaba contra el temor de que su marido hubiera muerto. Pero en Fort Delaware (Maryland), cuando se terminaron todos los recursos, un hombre alto, de ojos hundidos en el rostro extenuado, salió de las filas y cayó en brazos de su mujer. Ella lo oprimió contra su pecho, mientras las lágrimas le corrían por la cara. Y Henry Bedell, apoyado en sus muletas, lloró también.

Los tres regresaron por barco a Washington, y luego por ferrocarril a a la casa de Bedell en Vermont.
Una durable y profunda amistad surgió entre ambas familias. Más tarde cuando los Bedell tuvieron otros dos hijos, les dieron el nombre de sus amigos, Bettie y James. 

Poco después de terminada la guerra los Van Metre recibieron a  los Bedell en su plantación de Virginia.
Cincuenta años más tarde ambas familias mantenían aún cordiales relaciones.  Entonces la Legislatura de Vermont aprobó una resolución por la cual se agradecía a Bettie su acto de bondad. Y en 1915, el día del aniversario del nacimiento de Lincoln, el gobernador, Charles Winslow Gates, presidió un banquete ofrecido en Westfield en honor de mi tía, y le entregó un pergamino en el que se recordaba su hazaña.

Todavía puedo ver chispear los ojos azules de Bettie y escuchar su risa. Y en algunas ocasiones, cuando los hechos que ocurren en nuestro tiempo me parecen casi increíbles, tomo el antiguo molinillo de café y saco la frágil carta que James escribió hace más de un siglo. Eso me recuerda que, por oscuro que pueda parecer el porvenir, el amor es todavía más fuerte que el miedo, y que los actos misericordiosos se ven a menudo premiados inesperadamente.


Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo LVIII, N° 349, Diciembre de 1969, págs. 139-144, Reader’s Digest México, S.A. de C.V., México, México.


 

Notas

Guerra de Secesión o Guerra Civil Estadounidense (1861-1865), fue un conflicto entre la Unión (el Norte antiesclavista) y la Confederación (el Sur esclavista y  secesionista).

Abraham Lincoln (12 de febrero de 1809-15 de abril de 1865).- Político y abogado estadounidense. Fue el decimosexto presidente de los Estados Unidos (1861-1865).

Valle de Shenandoah.- Valle situado principalmente  en el estado de Virginia y en parte del de Virginia Occidental (Estados Unidos).

Jugo.- Zumo, concentrado, néctar, caldo, etc. 

Ilegible.- Que no puede leerse. Sinónimos: indescifrable, ininteligible, incomprensible.

Escaramuza.- Refriega de poca importancia sostenida especialmente por las avanzadas de los ejércitos. Lucha, contienda, enfrentamiento,  pleito, disputa, pelea. etc.

Zarrapastroso/sa.- Desaseado, andrajoso, desaliñado y roto.  Desaseado, desaliñado, andrajoso, desastrado, astroso, harapiento, sucio, descuidado, adán.

Ordenanza.- Milicia.  Soldado que está a las órdenes de un oficial o de un jefe para los asuntos del servicio.

Demacrado.-Que muestra demacración (Acción y efecto de demacrarse). Consumido, macilento, enfermizo, delgado, pálido, flaco, descolorido, mustio, etc..

Entrepiso.- Piso que se construye quitando parte de la altura de uno, entre este y el superior. Entreplanta, altillo. DLE RAE


martes, 20 de mayo de 2025

Lo que aprendí de la Flor de Fuego

Lo que expresaba era tan viejo como el tiempo y tan frágil como el pétalo de una rosa
 

Por Jeanne Hall

DICEN que no se debe retornar. Pero aquel era día indicado para volver. Rebaños de nubes pacían en el firmamento. Codornices moteadas se agitaban rumorosamente entre el matorral. Y el canto del saltamontes vibraba por las colinas de nogales y los valles de robles. Día hecho para retornar a la niñez, para comprobar si aquel antaño fue realmente como uno cree.

Lejos de la universidad donde mi marido enseña, lejos del suburbio donde vi, salí en busca de un sitio donde el verano se siente profundamente. Al fondo de caminos polvorosos bordeados de flores amarillas encontré el recodo que conducía al valle de mi infancia. Busqué con los ojos una figura recogiendo bayas: de piernas finas y bronceadas bajo unas blancas faldas almidonadas. Pero mi madre hacía años que no pasaba por allí. Y además su esbeltez y su ágil paso eran ya también cosas de otra época.

No pensaba yo entonces en las rosas, ni tampoco en la extraña sensación de respeto que nunca dejan de suscitar en mí. Pero sí, al pasar ante la finca que había sido suya, evoqué al señor Riley, el hombre que cultivaba esa especie tan singular de rosa. Y apresuré la marcha, porque el valle parecía llamar a alguien que estaba muy dentro de mí: a una niña de diez años, de ojos demasiado grandes para su cara y cabellera corta con fleco.

Ella fue, que no yo, quien traspuso la cima y avistó una chimenea asomando entre los árboles, y quien luego sintió que se quedaba sin respiración al ver los cimientos desnudos de la casa. Sin respeto alguno para el titular de la propiedad, una selva de robles pequeños se había adueñado de la tierra, así como lo hiciera cuando primeramente nos instalamos allí, bajo un tejadillo, mientras mi padre construía la casa.

Mi padre había sido un producto del campo, sin mercado inmediato en la ciudad. Sólo que así lo había comprendido demasiado tarde, aunque la oportunidad de volver a la tierra le llegó más tarde todavía. En el mes de abril, en que abandonamos los tugurios de la ciudad, mi padre se veía consumido y tenía la cabeza gris. Hostigado por una debilidad crónica del pulmón huyó a refugiarse en la Naturaleza y en su sueño de poseer una granja en el valle.

Pero mi madre había visto ya disiparse otros sueños semejantes. Unos 20 años más joven que mi padre, su juventud y su vigor contrastaban con la edad y la fragilidad de él. Con ojos compasivos lo veía afanarse, y observaba que las pausas que su esposo hacía para descansar se volvían cada vez más frecuentes. Lo veía empalidecer y apoyar la espalda contra los jóvenes robles.

Cuando por fin mi padre tuvo que internarse en el sanatorio, ella se puso a aprender cómo se cultiva la tierra. Con un blanco pañuelo almidonado sujetándole la luenga cabellera negra, labró el prado hasta convertirlo en un huerto y levantó un gallinero y un granero. Yo le ayudaba a ordeñar las vacas y alimentar a los pollos, a cavar y a plantar, mientras que mi hermana Jo, de 14 años, limpiaba la casa y cocinaba.

Un atardecer estival vimos dos personas aparecer en lo alto de la colina. ʺ¡Deben ser el señor Riley y su hija!ˮ gritó Jo emocionada. Todas nosotras deseábamos conocer a nuestro único vecino, que había estado ausente durante el invierno, trabajando en Fort Smith. La suave luz de la lámpara iluminaba sus cabellos rojos, sus ojos grises, la piel tostada por el sol. Me maravilló advertir que las mismas facciones angulosas hacían al padre apuesto y fea a la hija, Bell, que tenía 16 años. Pero fue el ramo de flores que el señor Riley ofreció a mi madre lo que me movió la curiosidad:
—¿Qué flores son esas? —pregunté, mirando los extraños y bellísimos capullos.
—Es una rosa híbrida que he obtenido yo —replicó el señor Riley con su voz grave y melodiosa—. He llamado a esta especie Flor de Fuego.
El nombre describía perfectamente a los frágiles pétalos de ígneo terciopelo que envolvían en rizos los centros amarillos. Mientras mi madre acomodaba delicadamente el ramo, el señor Riley observaba su sonrisa, sus ojos oscuros y los diminutos aretes de oro, y advertía su afinidad con las rosas.
Cuando hubimos comido, acompañada de suero de mantequilla, una torta recién salida del horno, mi madre había aprendido ya cómo obtener del huerto dos cosechas anuales. También se había enterado de algo que despertó su compasión: la esposa del señor Riley había muerto cuando Bell tenía tres años, y él comprendía que en ese momento la niña necesitaba más que nunca de una madre. Al parecer Bell ya podía manejar un tractor y arar como un hombre hecho y derecho, pero en las labores de mujer era torpe, tímida e incapaz de cocinar y coser. Mi madre, más que conmovida, se ofreció a ayudar a la chica para que fuera más femenina. Propuso que Bell asistiera a las clases de catecismo que todos los domingos nos daba en la cocina de casa.

Esas lecciones eran apenas un disfraz que mi madre inventaba para enseñarnos las artes del hogar. Todos los domingos llegaba Bell saltando colina abajo, vestida con alguna antigualla sacada del baúl de su madre. Y al marcharse lo hacía con algo de más gracia, su vestido sutilmente metamorfoseado por medio de un hilván aquí y una alforza allá.

Terminadas las lecciones dominicales, mi madre ponía a freír un pollo y enseñaba a Bell a cocinar. Cuando el señor Riley llegaba, mi madre lo anunciaba, mientras nosotras sonreíamos: ʺBell se encargó de freír el polloˮ. Riley se mostraba feliz de los progresos de su hija, mas se advertía que estaba hipnotizado por la maestra.

Yo también estaba como arrebatada ante las habilidades de mi madre, sobre todo por su absoluta carencia de miedo. Espantaba raposas y gavilanes sin otra arma que un azadón, y mataba las serpientes ponzoñosas que se acercaban demasiado a la cisterna. Llegué realmente a pensar que mi madre no conocía el temor, hasta ese día a fines de agosto.

Un cielo sucio y amarillento había amenazado lluvia todo el día y una hueca inmovilidad pendía sobre el valle. Mi madre salió al campo a recoger los últimos pepinos y tomates. Cuando volvía a casa oyó un ruido terrible en una pila de ramas, cerca de la escalera de entrada. Al examinar el montón, vio debajo algo aterrador. Un enorme monstruo negro, de cabeza verde y enormes colmillos también verdes.

Las manos de mi madre le temblaban al subir ella la escalera, quitarse el delantal y echar mano de la azada. ʺJoˮ, dijo, esforzándose para que no le temblara la voz, ʺve a traer al señor Riley. Jeanne, tú no te muevas de la casaˮ, me ordenó. ʺYo voy a salir y me estaré de guardia junto al montón hasta que llegue el señor Rileyˮ.

Pasó como una eternidad hasta que llegó el señor Riley, hizo a mi madre a un lado y apuntó su escopeta contra las ramas. Luego, inesperadamente, bajó su arma y se inclinó para ver mejor.
ʺ¿Es ese el monstruo del que hablaba usted?ˮ le preguntó suavemente a mi madre, sonriendo, mientras señalaba las ramas. ʺAcérqueseˮ, añadió, ʺy mire de cerca a una serpiente negra común, que tiene un apetito más grande que su boca. Lo que está allí es una gran rana verde, atascada a medias en la boca de la serpiente. Y esos colmillos son las patas de la ranaˮ.

Fue entonces cuando mi madre ya no pudo más. Le empezaron a correr lágrimas por las mejillas y cayó hacia adelante. Pero el señor Riley se adelantó a tiempo para tomar en brazos el cuerpo vacilante de mi madre. Y en ese momento caí en la cuenta de que las cosas ya no volverían a ser como antes.

Mientras el trueno rasgaba el hueco silencio del campo, miré a mi madre, y de repente comprendí el secreto. Estaba muerta de terror y lo había estado siempre: de las zorras, de los gavilanes, de las culebras. ¡Pero se las había enfrentado, de todas maneras! Nunca más admiraría yo su impavidez, pero siempre habría de maravillarme su valentía. Más adelante advertí otra cosa: la ternura con que el señor Riley sostenía a mi madre, el modo como le brillaban los ojos al posarlos en ella. En los vigorosos brazos del señor Riley mi madre dejó pronto de llorar. Se soltó del abrazo con suavidad y recuperó su compostura preparando limonada. En cambio, el señor Riley había perdido la suya para siempre.

Ya no podría estarse quieto en la misma habitación que mi madre. Nunca más  podría contemplarla a la luz de la lámpara sin pensar que debía hacerla suya. Pero también comprendía que era una mujer capaz de discernir entre el deseo  y la decencia, y el señor Riley sabía bien por cual optaría ella. Por tanto, dejó de frecuentarnos.

Pero luego, una tarde, el señor Riley ʺtrajo a Bell para que conversara afuera con mi hermana y conmigoˮ, mientras él entraba en la casa para hablar con mi madre. Las tres nos sentamos al borde de la cisterna, que sentíamos fresca bajo nuestros pies descalzos, si bien yo tenía el pensamiento puesto en la pareja que hablaba en la casa. La adivinaba yo vacilando al borde de algo, de la misma manera que los guijarros que yo había amontonado en el brocal de la cisterna. Empujé una de las piedrecitas, y todas cayeron al agua. Espantada, volví los ojos hacia la casa. Yo amaba por igual a mi madre y al señor Riley. Pero si estos caían, de algo se vería despojado mi amor por ellos… ¡de algo! ¿De qué?
En esto estaba yo pensando cuando el señor Riley salió a la puerta con mi madre. Parecía desencantado como si disputara algún punto ya perdido.
—Pero en Fort Smith, ¿quién iba a saberlo? —estaba diciendo.
—¡Ellas lo sabrían! —repuso mi madre, indicándonos con un movimiento de cabeza—. ¡Y nosotros también! ¡Oh, Riley! ¿No comprende que si fuera yo el tipo de mujer que se divorcia de un hombre que la necesita desesperadamente, no sería el tipo de mujer que usted querría por esposa?
Él se la quedó mirando largamente y percibió la verdad, porque justamente la parte de lo que amaba en ella era su conciencia de la rectitud.
—Tiene usted razón —dijo roncamente, como si las palabras le quemaran la garganta.
Llamó luego a Bell, dijo ʺAdiósˮ, y echó a andar colina arriba, en dirección a su casa.

La siguiente y última vez que vi a los Riley habían vendido la granja y se trasladaban a Fort Smith. El señor Riley llevaba un gran paquete de periódicos en los brazos.
—Le traigo la mata de la Flor de Fuego —dijo con sencillez—. ¿Dónde quiere usted que la plante?
—Allí, junto a la escalera —repuso mi madre.
Yo fui a traer la pala y me quedé observando al señor Riley mientras plantaba el gran rosal.

AHORA, ante mi valle del que no quedaba casi más que una selva, dirigía yo la mirada por el prado hacia los cimientos de la casa. ¡Y allí vi aquellas rosas singulares!
No sólo crecían junto a la escalera, sino que cubrían toda una sección del patio. Y entonces comprendí el sentimiento de respeto que las rosas han suscitado siempre en mí. El respeto era ese algo de que yo había temido ver despojado a mi amor por mi madre y el señor Riley.
El respeto: un maravilloso legado que ahora florecía en mi pecho igual que la Flor de Fuego florecía en el valle.


Condensado del ʺChristian Heraldˮ

Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo LXIII, Número 376, Marzo de 1972, págs. 102-106,  Reader’s Digest México, S.A. de C.V., México, México


Notas

Polvoroso: Que tiene mucho polvo. Cubierto de polvo.
Polvoriento, polvoso, empolvado, abandonado, arrinconado etc. wordreference.com

Finca: Propiedad inmueble, rústica o urbana.

Tugurio: Habitación, vivienda o establecimiento pequeño y de mal aspecto.

Hilván: Costura de puntadas largas con que se une y prepara lo que se ha de coser después de otra manera.

Alforza: Pliegue o doblez que se hace en ciertas prendas como adorno o para acortarlas y poderlas alargar cuando sea necesario.

Antigualla:  Mueble, traje, adorno u otro objeto que ya no está de moda o carece de utilidad. Uso o estilo anticuado.

Brocal: Antepecho alrededor de la boca de un pozo. Tubo corto destinado a la introducción de líquidos en un depósito.

Los significados están tomados de DLE RAE y Diccionario de Amercanismos ASALE.

Las notas son de mi parte.