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jueves, 21 de agosto de 2025

Como habérselas con gente grosera

Por Robert McGarvey


FALTABA POCO para que comenzara el partido cuando sonó el teléfono de la oficina de Lou Piniella, manager del equipo de beisbol de los Rojos de Cincinnati. Piniella tomó el auricular.
―!Ojalá que pierdan esta noche! ―rugió una voz que el hombre conocía muy bien.

No era uno de sus rivales, sino la dueña de los Rojos, Marge Schott.
Este tipo de llamadas se habían convertido en gajes del oficio para Lou Piniella. Pero el manager no era la única víctima de la señora Schott, quien trataba con la misma desconsideración a cuantos trabajaban en la organización de los Rojos. Siempre que quería tomar el ascensor, se ponía a dar manotazos y puntapiés contra la puerta para apresurar al ascensorista. Además, dejaba que su perro San Bernardo anduviera suelto por el campo de juego mientras el equipo hacía ejercicios de calentamiento antes de un partido. El animal solía hacer sus necesidades en el campo, y a veces en la caseta del equipo. La señora Schott desdeñaba olímpicamente las protestas de los jugadores. 
—Que se den por satisfechos de que no tengo un caballo —decía.

La rotación en los niveles ejecutivos era constante. Después de haber trabajado tres años para Marge Schott y los Rojos, Piniella rechazó un contrato que, según dijo, le habría redituado 1 millón de dólares, y dejó el equipo al terminar la temporada de 1992.
―Para mí fue una cuestión de amor propio ―le explicó Piniella a un reportero.

Pero llegó el día en que Marge Schott las pagó todas juntas. Después de que los medios de comunicación difundieran sus arbitrariedades (entre ellas, el uso de expresiones racistas), el Consejo Ejecutivo de las Ligas Mayores de Beisbol la suspendió por un año y le impuso una multa de 25,000 dólares. Además le prohibió llevar a su perro al campo de juego de los Rojos.
Las personas groseras (aquellas que ofenden a los demás con sus palabras o con sus actos) se encuentran en todas partes. Pueden ser jefes, compañeros de trabajo, dependientes de tiendas, vecinos y hasta familiares. Casi todos cometemos alguna falta de consideración cuando pasamos por momentos de estrés, pero la gente verdaderamente grosera es muy distinta. “Cuando se muestran insolentes, lo hacen con el ánimo de causar dolor”, afirma el psicoterapeuta Alan Loy McGinnis, autor de Bringing Out the Best in People (Como hacer que aflore lo mejor de los demás).

Si usted se topa con una persona que pretende intimidarlo no se cruce de brazos. “La pasividad no hace más que aumentar la saña del agresor”, advierte el asesor de negocios Rick Kirschner. “La gente hostil anda en busca de víctimas. Para meterla en cintura demuestre seguridad en sí mismo”.

“Lo cortés no quita lo valiente”, señala Judith Martin, columnista sobre temas de urbanidad. “Podemos evitar cortésmente que atropellen nuestros derechos; y en la mayoría de los casos, así es como debemos proceder”.
Sin embargo, pocas personas saben cómo hacerlo. He aquí cinco estrategias que le ayudarán a salir airoso de sus encuentros con gente grosera:

 
Aborde al agresor de frente
 
Woody Godbold, presidente de una empresa de cajas metálicas y equipo de refrigeración para aparatos electrónicos, tenía un cliente muy importante que era muy desconsiderado. Solía acosar a los empleados por teléfono para exigirles rebajas en precios que ya había aceptado, o para que hicieran caso omiso de los planes de producción con tal de surtir sus pedidos antes que los otros.
Si lo contrariaban, los insultaba y los amenazaba con hacer que los despidieran. En consecuencia, la moral del personal empezó a decaer.

Como Godbold no quería perder esa cuenta, buscó una solución. Designó a un vicepresidente para que fuera el único representante de la empresa ante el comprador; todas las llamadas telefónicas del cliente deberían transferirse sólo a él. Luego le dio instrucciones precisas: 
―Dígale que nos agrada tenerlo entre nuestros clientes, pero que no vamos a tolerar sus desplantes. Seguiremos ofreciéndole los mejores precios y el mejor servicio que podamos. Si eso no le basta, tendrá que buscarse otro proveedor.
La táctica dio resultado. Al combinar la deferencia (designando a un vicepresidente para atender al comprador) con la firmeza, Godbold hizo que el cliente se sintiera seguro de su importancia, y a la vez le señaló los límites de su conducta a los que debía atenerse.
Godbold recomienda que se asegure uno de que el comportamiento descortés es una costumbre y no un hecho aislado. Después hable francamente con el agresor: explíquele en qué falta ha incurrido, las consecuencias que sus actos le han acarreado a usted, y los cambios que espera de él.
Si estas medidas fallan, puede usted llevar el asunto más lejos. Casi todo el mundo tiene un jefe; si la persona grosera no corrige su actitud, acuda al superior.

 
Sea diplomático
 
La confrontación directa es un recurso valioso, pero existen estrategias más útiles. La esencia de la diplomacia consiste en brindar al adversario la oportunidad de transigir sin que se sienta humillado.
Judith Martin ofrece el siguiente ejemplo: “Supongamos que aguardo mi turno en la caja de un supermercado, y un cliente se mete delante de mí. Podría quedarme como si nada, pero eso me produciría resentimiento. Podría poner el grito en el cielo, pero la otra persona quizá reaccione de igual manera. Así pues, la mejor opción es decirle: ‛Disculpe: el final de la cola está allá atrás’”.
Esta amable reconvención indicará que usted está molesto y la vez dará pie para que el desconsiderado rectifique su actitud sin sentirse avergonzado. No obstante, si el individuo persiste en su conducta, más vale olvidar el asunto.
A veces la persona agresiva no pretende hacer daño, pero aun si tiene malas intenciones la diplomacia puede ser de utilidad, afirma el asesor psicológico Jay Carter, autor de Nasty People (Gente Desagradable). Dice Carter: “Por ejemplo, si me entero de que un compañero de trabajo ha hecho algún comentario desfavorable con respecto a mí, me dirijo a él de inmediato y le pregunto: ‛¿Hice algo que te molestara , o es sólo que hoy estás de mal humor?’
Mi objetivo es darle la oportunidad de recapacitar sobre las consecuencias de su actitud”.

 
Tenga sentido del humor
 
Si se usa con delicadeza, el humor puede desarmar incluso a la gente más malévola. En cierta ocasión, Gilda Carle, especialista en técnicas de comunicación, se puso a discutir con un hombre por un espacio de estacionamiento. Cuando este comenzó a proferir palabras soeces, ella lo interrumpió preguntándole: 
―¿Sabe su madre qué tipo de lenguaje usa usted?
El hombre, de unos 60 años de edad, se quedó callado, y la riña terminó. “Hasta esbozó una sonrisa”, añade Gilda, quien se quedó con el lugar de estacionamiento.
El sarcasmo siempre es contraproducente (no hace más que acalorar los ánimos), pero un comentario gracioso a propósito de la situación puede dar magníficos resultados.

 
Desista
 
Cuando Lynne Farris obtuvo un empleo en el departamento de mercadotecnia de una empresa de productos para automóvil, se dio cuenta de que en cada junta el presidente escogía a uno de los agentes como blanco de sus ataques.
—¡Es usted un cretino! Esto no es lo que yo quería. ¿Ni siquiera se acuerda de lo que le pedí? ―le decía.
La víctima era distinta en cada ocasión pero siempre había una.
Finalmente le llegó el turno a Lynne. Al enviar un fax, borró por accidente una lista de los números a los que se había llamado ese día.
Cuando el presidente se dio cuenta, perdió los estribos y empezó a lanzarle una diatriba a la mujer. Entonces Lynne dio media vuelta y se metió en su despacho. Después de respirar profundamente, comprendió lo que tenía que hacer. Volvió a donde estaba su jefe y le dijo: 
—No me agrada que me hablen de ese modo…
—¡Pues si no le gusta, puede irse! —la interrumpió él.
—Muy bien, renuncio.
Aunque Lynne tardó seis meses en conseguir otro empleo, no se arrepintió de su decisión. “Mi jefe no habría cambiado jamás”, dice.
“Para conservar mi dignidad, no me quedaba más que marcharme”.
“Si todos los recursos le han fallado, sálgase de la situación”, aconseja el psicólogo Robert Bramson. Renunciar a un empleo (o salirse de una tienda sin haber comprado lo que se deseaba) es una medida extrema, pero no hay que descartarla.

 
Sea indulgente

En ciertos casos la mejor alternativa consiste en sobrellevar la situación con paciencia. 
Al rabino Harold Kushner, autor de When Bad Things Happen To Good People (Cuando a la gente buena le pasan cosas malas), las parejas que van a casarse le preguntan si deben invitar a la boda a hermanos o padres desconsiderados. “Yo les digo que en alguien tiene que caber la bondad, y que les abran la puerta.
Los otros podrán optar por cerrarla o trasponer el umbral. A veces lo único que necesitan es que se les tienda un puente”.

ES ALENTADOR saber que la gente grosera con frecuencia recibe su merecido. En el mundo de los negocios, generalmente sucede que las personas acometedoras prosperan, mientras que los jefes arbitrarios caen en desgracia tarde o temprano.
Armado de paciencia y de una estrategia, usted triunfará sobre sus adversarios insolentes, dondequiera que los encuentre.


Revista Selecciones del Reader’s Digest, Julio de 1994, Tomo CVIII, N° 644, págs. 117-120, Reader’s Digest Latinoamérica, S.A., Coral Gables, Florida, Estados Unidos


Notas

La multa no fue de 25,000 como dice el texto sino de 250,000 dólares en 1993 (aproximadamente unos 558 mil dólares en 2025).

Meter a alguien en cintura.- Someterlo a unas normas de conducta acordes con lo que se considera correcto. DLE RAE

Diatriba.- Discurso o escrito acre y violento contra alguien o algo. Sinónimos: invectiva, filípica, libelo, sátira, ataque, brulote. DLE RAE

Más adelante pondré otro artículo sobre qué hacer con los vecinos problemáticos.
 
 
Comentario
 
En unos casos se puede hablar, en otros hay que desistir.
 
Como dijo Wayne Dyer en Evite ser  Utilizado: en ciertos momentos hay que renunciar a la lógica, olvidarse de discutir, usar alguna estrategia y seguir adelante.
 
Eso de querer siempre ganar una discusión es buenísimo escrito en el papel pero pésimo para los nervios... y el bolsillo.
 
Cuando las personas groseras son tan irrazonables discutir con ellas es perder el tiempo y debemos darnos cuenta de que no se discute con la pared
 
La necesidad es importante pero en un sitio horrible e insoportable no se puede trabajar bien, altera los nervios, te deprime, agota, produces menos, cometes errores, los jefes critican y gritan hasta por insignificancias (hasta cuando estás ayudando), etc., lo que provoca que quien trabaja se sienta frustrado, aburrido, amargado, sin apoyo, sin ganas de ir a trabajar y demás hierbas (amargas), entonces a uno no queda otra que renunciar e irse. 
Ya habrá otro trabajo en algún lado.
 
Cuando veía esa conducta de los jefes me preguntaba: ¿Cómo serán con sus parientes?
Era tan obvia la respuesta cuando ocurría algo y miraba como maltrataban  terriblemente a sus hijos y a otros parientes frente a los demás y no les importaba en lo más mínimo hacer esa escena tan vergonzosa.
  
 
Si hacen problemas en una tienda u otro negocio lo mejor es salirse de ahí.
 
A X lo trataron mal en una librería y en un restaurante a los que no volvió a ir nunca más y transcurrido un tiempo esos locales cerraron.
 
Con vecinos o parientes tan problemáticos lo más recomendable sería establecer estrategias, plantear límites y si es necesario el pedir ayuda a otros como asesoría, y en algunos casos extremos hay que considerar el mantener la distancia. 

 
 
 

jueves, 17 de julio de 2025

Anecdotario VII

Al enterarse de que el puesto de su amigo republicano Frank Mason, cónsul de los Estados Unidos en Frankfurt, peligraba con motivo del cambio de gobierno (Grover Cleveland, acababa de posesionarse de la presidencia) el humorista norteamericano Mark Twain escribió así a la hija del Presidente:
«Mi estimada Ruth: Soy miembro de los «Independientes» y una de las sagradas reglas de nuestra orden nos impide pedir favores a los funcionarios del gobierno; pero nada tiene de particular que yo le escriba a usted en forma amistosa para hacerle saber de una gran injusticia que está a punto de cometer el padre de usted al dejar cesante al mejor cónsul que conozco, sólo por el hecho de ser republicano.» Después de detallar los servicios de Mason, Mark Twain concluía: «La próxima vez que hable con el Presidente le ruego que le diga lo que yo pienso de un gobierno que trata así a sus funcionarios eficientes.»

Algún tiempo después Twain recibió la siguiente respuesta de puño y letra del Presidente: «La señorita Ruth Cleveland se complace en acusar recibo de la carta del señor Mark Twain y en manifestarle que se tomó la libertad de leerla al Presidente, quien desea agradecer al señor Twain sus informes y asegurarle que el señor Mason no será molestado en el consulado de Frankfurt.»
Fue necesaria la intervención del Presidente para contestar la carta, pues en aquel momento Ruth Cleveland contaba sólo con un año de edad.




Gazapos 

Nota de sociedad en el Journal de Atlanta, Georgia: «Como esta es la primera vez que van de visita a la casa de los Robinson en las montañas, los Jarrell esperan pasar un rato agradable».

Del periódico Península Herald, de Monterey, California: «La señorita Roberta Ford fue herida ayer en un accidente de automóvil ocurrido en las afueras de la ciudad. El lugar donde sufrió las lesiones la señorita Ford es de singular belleza natural».

Del Herald de Miami: «El general y su señora no tienen hijos. La diversión favorita de él es el golf.»

Aviso en el periódico Enterprise de Mishawaka (Indiana): «¡También USTED podrá tener úlceras! Por $ 30 le vendemos un buen piano para que trate de hacer que su hijo estudie música».


—¿Qué te hace pensar que esta sea la computadora más inteligente que jamás se haya construido?
―Se ríe cuando le hacen preguntas estúpidas.




Protesta
Asistí a un recital de piano en compañía de mi primo, que sabe mucho de música. Durante la ejecución de una obra se mostró muy disgustado con el pianista: era la sonata Appassionata de Beethoven y, en su opinión, el pianista trataba de compensar con un excesivo volumen su falta de virtuosismo. En eso se oyó, en medio de aquel estruendo, la campanilla de un teléfono en el vestíbulo.
—¿Qué te dije?, me susurró mi primo. Ahí llama Beethoven.




Candor

En la sección de anuncios clasificados de cierto periódico apareció el siguiente aviso:
“Querida abuela: me divertí mucho en tu casa. Siento mucho haber trasplantado tus plantas. Siento mucho haber usado todo un rollo de papel higiénico. Siento mucho haberlo arrojado en el excusado. Siento mucho haber tratado que se fuera con el agua. Siento mucho que el agua se haya derramado en el piso. Siento mucho haber molestado a tus vecinos. Siento mucho haber hecho que el abuelo se enojara. Si ellos ya no te hablan, lo siento mucho. Siento mucho haber puesto arena en tu agua de lluvia. Siento mucho haber perdido tres cucharas.
Abuela, ¿puedo pasar contigo unas cuantas semanas el próximo verano?

Tu nieto, Gary”


Crítica Pericial
Samuel F. B. Morse, inventor del telégrafo, era un eminente pintor. Un día rogó a un amigo médico que mirase uno de sus cuadros que representaba a un hombre agonizante. Cuando el hombre hubo examinado minuciosamente la obra de arte, le preguntó Morse:
—Bueno. ¿Qué le parece?
—Malaria —contestó el doctor.



Charlas de Sociedad

Un solterón bastante pagado de sí mismo asiste a una fiesta en la cual se halla una señora cuya invitación a comer no pudo él aceptar hace algunos días.

—Me parece recordar que tuvo usted la amabilidad de invitarme a la comida que dio el miércoles pasado—le dice pomposamente después de saludarla.
—Sí, me parece que sí... —contesta la señora sonriendo distraídamente— Y dígame: ¿tuve el gusto de verlo a usted entre mis invitados?

 

En cierta ocasión en que el actor Ezra Stone, que interpretaba a Henry Aldrich en la radio, y el empresario Herman Shumlin habían ido a cenar juntos, el actor empezó a explicarle a su compañero un argumento que le parecía magnífico.Tan concentrado en ello se hallaba, que cuando les sirvieron la sopa siguió habla que habla sin probarla siquiera. Por fin Shumlin, que acababa de llevarse a la boca la última cucharada de la suya, mira al plato de Stone, sonríe, se encara con su amigo y le dice:
—Hombre, Ezra, mejor será que te tomes la sopa antes que se te enfríe la conversación.


 

Táctica del Escapismo

«Cuando me encuentro con alguien cuyo nombre no puedo recordar», decía Disraeli, «me concedo un par de minutos para hacer memoria. Si continúo sin recordarlo, considero desesperado el caso, y pregunto: ¿Cómo van esos viejos achaques, amigo?».

 

Marxismos
Chico Marx, uno de los famosos hermanos cinematográficos, estaba en un restaurante mirando y remirando el menú, cuando un sirviente muy afable se acercó para preguntarle:
—¿Qué le agrada más al señor?
—Las mujeres —contestó Chico.— ¿Y a usted?

Receta de Groucho Marx para llegar a viejo y con salud: «Levántate a las siete. Desayúnate a las ocho. Vuelve a acostarte a las nueve».


 

Una revista londinense, The New Review, en la cual estaban interesados H.G. Wells y un amigo suyo, Henley, atrajo muy poco la atención del público al principio. Cierto día lluvioso, Wells y Henley, un tanto alicaídos, estaban mirando la calle a través de la empañada ventana de su oficina, cuando pasó un entierro.
—¡Te apuesto una libra —dijo Wells—a que ahí llevan a nuestro suscriptor!



 

Cita Citable: 

Cuando el menor de los hijos ha aprendido a no revolver la casa, llega el mayor de los nietos a volverla un desastre.—Christopher Morley


 

Definiciones

Agente de Publicidad: Individuo sin cuyo auxilio nadie leerá las cosas que uno no dijo.

Moderno: Palabra usada frecuentemente para justificar lo que no tiene otro mérito.

Optimista: El que le dice a uno que tenga ánimo cuando todo le sale bien a él.


Nota: En otros artículos pondré la bibliografía porque en los primeros con anécdotas olvidé colocar ese detalle.

Sombra de Duda

Una clásica defensa criminal


Por Fulton Oursler


HACE 41 años, un tahúr de Omaha fue sometido a juicio por haber tratado de volar en pedazos a su peor enemigo. Ello fue causa de un inusitado revuelo en el tribunal y constituyó un ejemplo clásico de defensa criminal y de ingeniosidad para salvar el caso cuando ya parecía perdido.

El lunes 23 de mayo de 1910, John O. Yeiser, abogado de Omaha, leyó en el periódico de la mañana la noticia de un atentado contra la vida de uno de los más poderosos políticos de la población. Llamémosle Jack Plenister. Antiguo empresario de juegos en la frontera, ahora era el amo de una camarilla política, y se decía que cobraba un porcentaje de las utilidades a todo juego de suerte y azar que funcionaba a 800 kilómetros a la redonda de Omaha.

Precisamente a las 2 y 50 minutos de la tarde anterior, Jack Plenister, que regresaba de dar un paseo, vio una maleta en el porche principal de su casa. Ya iba a recogerla cuando descubrió una cuerda que iba desde la cerradura de la maleta hasta la baranda del porche. Plenister telefoneó a la policía.
Los detectives cortaron la tapa de la maleta y pusieron a la vista un revólver con la cuerda amarrada al gatillo y colocado sobre un nido de tacos de dinamita.

Aquella información no acababa de satisfacer a John Yeiser. ¿Por qué un artificio tan fácil de descubrir como una cuerda blanca extendida a través del porche? Las dudas del abogado aumentaron cuando vio en los diarios de la tarde que ya había un sospechoso detenido.
¿Quién era el autor de la criminal maquinación y qué causas lo movían? El prisionero era Frank Erdman, un insignificante tipo pegadizo del grupo de jugadores del pueblo.
Hacía poco, había reñido con Plenister lo cual fue causa de que la pandilla lo sacara a puntapiés.
«Un compinche enfurecido en busca de venganza», fue la teoría policial del crimen.

Aquella noche John Yeiser se presentó en la cárcel y ofreció a Erdman sus servicios gratuitos de abogado. Pero Erdman sacudió malhumorado la cabeza.
―No hay para qué. Todo está contra mí. Claro, yo odio a Plenister. Y, peor todavía, no puedo probar la coartada; permanecí en mi cuarto hasta las últimas horas de la tarde de ayer, pero nadie me vio allí.
No tengo amigos, no tengo testigos, no tengo dinero para dar fianza de excarcelación. Esto es todo un plan para sacarme de en medio. Mejor es que no pierda su tiempo conmigo.
A pesar de todo Yeiser se convirtió en el abogado de Erdman, y cuando el caso llegó altribunal dijo a su cliente que estaba seguro de poder, por lo menos, poner en desacuerdo al jurado.
―No tienen las pruebas suficientes para declararlo a usted culpable «sin sombra de duda».

No perdió la confianza ni aun después que siete testigos, uno tras otro, juraron a haber visto a Erdman cerca de la casa de Plenister poco antes que la maleta de viaje fuese encontrada. Al repreguntarles, Yeiser obligó a cada uno de los siete testigos a reconocer que tenía relaciones con el sindicato de tahúres, y que por consiguiente tenían intereses directos en el caso.

El fiscal llamó entones a sus dos testigos principales: dos jóvenes hermanas.
Todo el mudo en la sala había estado haciendo conjeturas sobre esas chicas, porque los siete testigos decían haberlas visto, vestidas de blanco, pasar frente a la casa de Plenister. Y la declaración de las hermanitas fue sencilla, directa y especialmente dañina.

El domingo 22 de mayo las habían confirmado. Después de los servicios religiosos en la iglesia, regresaron a pie a su hogar, pasando por el frente de la casa de Plenister a las 2 y 15 de la tarde. Eran precisas en la hora y enfáticas en sus declaraciones. Habían visto a Erdman entrar por una callejuela situada detrás de la casa, y recordaban su cojera, su traje a cuadros y su gorra.
Al otro lado de la sala estaba el prisionero, con un vestido a cuadros. Cuando se le ordenó que se acercara al jurado, caminó cojeando. Cuando le pusieron en la cabeza una gorra a cuadros, reconoció que era la suya.

Un tanto alicaído, Yeiser se enfrentó con la chica mayor. Lo más que un defensor podía hacer con un testigo tan notoriamente veraz era explorar en busca de contradicciones con la esperanza de hacer vacilar la fe del jurado en su testimonio.
—¿Qué hicieron usted y su hermana cuando salieron de la iglesia?
―Nos hicimos retratar.
―¿Y a dónde fueron con tal objeto?
―A ninguna parte. Una amiga tomó la fotografía; nosotras no hicimos sino pararnos en las gradas de la iglesia.
―¿Tiene usted la fotografía?
― Sí, señor Yeiser. Aquí mismo en mi bolso.

En ese momento el juez declaró un receso de dos horas. Con la instantánea en el bolsillo, John Yeiser se dirigió a un restaurante vecino. 
Solo en una mesa estuvo cavilando mientras almorzaba. El testimonio de las muchachas había hecho casi invulnerable la tesis del fiscal.
Ahí estaba la instantánea que mostraba las gradas de la iglesia y de pie en ellas, con  sus largos trajes blancos de confirmación, a las dos pequeñas testigos. Nada había que pudiera darle esperanza alguna.
¿O quizás sí…? Un indefinible presentimiento surgió de pronto en la subsconciencia de Yeiser. ¿Qué era lo que estaba empezando a bullir en su mente? ¿Alguna pista no observada antes? ¿Algún detalle que pasó inadvertido? ¿Podría ser la sombra?
Había una sombra en la instantánea. Una sombra que cubría un amplio sector a la derecha, una mancha de forma irregular. ¡Qué exasperante tener algo que le revoloteaba en la mente sin que pudiera atraparlo!

De pronto le asaltó una idea. 
Dejó sin concluir el almuerzo, y pocos minutos después estaba en las gradas de la iglesia. Frente a él se alzaba la torre del campanario, cuyo reloj en ese momento dio una nota metálica. Rápidamente tomó un taxi, y 15 minutos después se bajaba frente al observatorio de la Universidad de Creighton. Golpeó a la puerta y dijo a quien salió a recibirlo: «Quisiera ver al astrónomo».

A LA mañana siguiente la sala del tribunal estaba repleta. Había volado la noticia de que John Yeiser iba a presentar una sorpresa. La tarde anterior había obtenido el aplazamiento del proceso, alegando que acababa de descubrir nuevas pruebas.

El primer testigo llamado fue un hombre bajito con sotana de sacerdote jesuita, el reverendo William Ridge, quien ocupó su asiento en el estrado manteniendo el sombrero eclesiástico sobre las rodillas.
—¿Es usted el profesor de astronomía de Creighton?
—Sí, señor.
—Voy a enseñarle una instantánea. ¿Es posible, mirándola, que usted nos diga a qué hora fue tomada?
―Sí —contestó el sacerdote—. Puedo decirles la hora con aproximación de un minuto.
―¿Y cómo puede estar seguro?
—Por el ángulo que arroja la sombra del campanario sobre la fotografía.
—¿A qué hora fue tomada?
—A las 3 y 20 de la tarde, si fue tomada el 22 de mayo.

El significado de esta declaración asombró al juez y a los jurados y confundió al fiscal del distrito. Ahí tenían la declaración de un experto que arrojaba duda sobre las aseveraciones de siete testigos, y la memoria de dos niñas de blanco. Si realmente habían visto a Erdman, entonces tenía que haber sido media hora después de encontrada la maleta.

Inmediatamente se derrumbó toda la acusación contra Erdman. El fiscal con sus preguntas no pudo hacer vacilar los cálculos del astrónomo. Durante toda la noche había estado entregado a hacer números, y por la mañana había trabajado con inspectores especiales en el sitio de la fotografía, entusiasmado con la idea de salvar del presidio a un hombre inocente.

Aunque el jurado declaró libre a Erdman, todavía quedaban gentes dudosas. Nadie, sostenían los escépticos, puede señalar la hora simplemente por la sombra de una instantánea. Pero un año después, y luego al cumplirse los dos años, el mismo día y a la misma hora, el jefe de detectives, el astrónomo y otros interesados en el caso, se reunieron en el atrio de la iglesia y se hicieron fotografiar allí. Y cuando se imprimió el negativo la sobra de la torre del campanario caía sobre ellos exactamente en el mismo ángulo de la instantánea original.


Condensado de «True Detective»

Revista Selecciones del Reader’s Digest, Noviembre de 1951, Tomo XXII, N° 132, págs. 38-41, Selecciones del Reader’s Digest, S.A., La Habana, Cuba


Charles Fulton Oursler (1893-1952) periodista, dramaturgo, editor y novelista estadounidense. Escribió novelas policíacas usando el seudónimo de Anthony Abbot.



Notas

Me he tomado la libertad con algunos pequeños detalles como la tildación o la conjugación para que el texto citado se vea más apegado a las reglas gramaticales actuales y se entienda mejor. 

Defensa Penal o Criminal.- Es una rama del derecho penal que se centra en proteger los derechos de las personas acusadas de cometer un delito. Este proceso busca garantizar que todo acusado tenga un juicio justo y una representación legal adecuada, conforme a lo establecido en la Constitución y las leyes aplicables.
Ya sea que una persona enfrente cargos menores o graves, la defensa criminal desempeña un papel crucial en el sistema de justicia, equilibrando el poder entre el acusado y el Estado, que generalmente cuenta con recursos significativos para procesar los casos.
Implica una serie de pasos y estrategias legales diseñadas para refutar o mitigar las acusaciones presentadas contra una persona. Su objetivo principal es garantizar que los derechos del acusado no sean violados y que reciba un tratamiento justo durante el proceso legal. alejolugolaw.com

Tahúr.- Jugador, ludópata. Fullero, tramposo, trilero, ventajista, cubiletero, etc.

Camarilla.- Conjunto de personas que influyen subrepticiamente en los asuntos de Estado o en las decisiones de alguna autoridad superior. Pandilla, banda, conciliábulo, conventículo, argolla, piña, rosca, etc.

Porche.- Espacio cubierto adosado a la fachada de un edificio.

Coartada.- Argumento de inculpabilidad de un reo por hallarse en el momento del crimen en otro lugar. Pretexto, disculpa, estratagema, excusa, justificación, pretexto, subterfugio, etc. 

Fianza.- Cantidad de dinero o bien material que se entrega como garantía del cumplimiento de una obligación. Aval, garantía, prenda, depósito. DLE RAE

Fianza (Estados Unidos).- La fianza es el dinero que paga el acusado como garantía de su comparecencia ante el tribunal en una fecha posterior . Si no se presenta, se activa la obligación de fianza y el tribunal puede retener el dinero entregado como garantía. law.cornell.edu

Receso.- Pausa, descanso, suspensión, interrupción. RAE

Universidad de Creighton .- Universidad privada, católica, de la Compañía de Jesús, situada en Omaha, Nebraska.

viernes, 20 de junio de 2025

La Fuerza de la Palabra

El intruso era peligroso, pero el joven estadounidense estaba dispuesto, y aun ansioso, para el combate.
Entonces, un sabio anciano les dio una lección inolvidable.

 

Por Terry Dobson

EL TREN rechinaba y traqueteaba al atravesar los suburbios de Tokio esa soñolienta tarde de primavera. Nuestro vagón estaba relativamente vacío: unas cuantas amas de casa con sus hijos, algunas personas mayores que habían salido de compras. Yo contemplaba con aire ausente las deslustradas casas y las polvorosas hileras de arbustos.

En una estación se abrieron las puertas, y de pronto un hombre que profería maldiciones violentas e ininteligibles rompió la quietud de la tarde. El individuo se precipitó al interior de nuestro carro. Vestía como obrero; era fuerte y estaba borracho y sucio. Vociferando, se abalanzó sobre una mujer que sostenía a su niño, y la envió tambaleante sobre los regazos de una pareja de ancianos. Fue un milagro que el pequeño saliera ileso.

Aterrada, la pareja se puso de pie como accionada por un resorte y se escabulló hasta el otro extremo del carro. El individuo intentó patear por detrás a la anciana, pero ella se escurrió con rapidez a un lugar más seguro. Esto enfureció de tal manera al borracho que se asió del poste de metal en el centro del carro y trató de zafarlo de su lugar. Pude ver que una de sus manos estaba cortada y sangrante. El tren seguía su camino con los pasajeros helados de terror. Yo me levanté de mi asiento.

Era joven entonces, hace alrededor de 20 años, y tenía muy buena condición física. En los tres años anteriores había recibido un sólido entrenamiento de aikido, casi todos los días durante ocho horas. Me gustaba arremeter y luchar cuerpo a cuerpo, y me creía muy fuerte. La única dificultad era que mis aptitudes marciales nunca habían sido puestas a prueba en un combate real. Como estudiantes de aikido, no se nos permitía pelear.

“El aikido”, nos repetía una y otra vez nuestro profesor, “es el arte de la reconciliación. Cualquiera que abrigue en su mente la idea de pelear ha roto su contacto con el universo. Si ustedes intentan dominar a otras personas, ya están derrotados de antemano. Nosotros estudiamos para resolver un conflicto, no para iniciarlo”*.
Yo escuchaba sus palabras y hacía esfuerzos sinceros por seguir sus orientaciones, llegando al extremo de cruzar la calle para evitar a los chimpira, vagos malvivientes del billar, quienes se apostaban cerca de las estaciones ferroviarias. Estaba orgulloso de mis antepasados. Me sentía fuerte y sagrado. Sin embargo, en lo más íntimo de mi ser, deseaba una oportunidad completamente legítima de salvar a los inocentes, destruyendo a los culpables.

¡Aquí la tengo!, me dije al levantarme. Estas personas están en peligro, y si no procedo con rapidez, posiblemente alguien resulte lesionado.

Al ver que me levantaba, el borracho vio la oportunidad de enfocar su ira. “¡Ajá!”, gritó. “¡Un extranjero! ¡Lo que usted necesita es que le dé una lección de modales japoneses!”

Me cogí levemente a la correa de cuero que se encontraba arriba del asiento y le arrojé una lenta mirada de disgusto y desprecio. Había decidido hacer pedazos al tipo, pero tenía que ser él quien hiciera el primer movimiento. Deseaba sacarlo de sus casillas, así que curvé mis labios y le arrojé un beso insolente.

“¡Muy bien! ¡Tendrás tu merecido”, dijo. Se centró un momento en sí mismo para arrojarse sobre mí.

Un segundo antes de que hiciera el primer movimiento, alguien le gritó: “¡Hey!” El sonido de la voz nos llegó al tímpano. Recuerdo el tono extrañamente alegre y regocijado, como si el lector y un amigo hubieran estado buscando algo con diligencia y de repente lo hubieran encontrado. “¡Hey!”

Giré a mi izquierda y el borracho a su derecha. Nuestra mirada tuvo que descender para localizar a un pequeño anciano japonés. En mi opinión este frágil caballero, sentado allí con su quimono inmaculado, frisaba bien los 70 años de edad. Él ni siquiera se fijó en mí, sino que dedicó su atención al trabajador, como si hubieran tenido entre los dos el secreto más importante que compartir.
—Venga acá —dijo el anciano con un acento local, llamando a su lado al borracho—. Venga acá para que hablemos.

Ondeó la mano con suavidad. El hombrón lo obedeció, como si en ella llevara una cuerda. Plantó sus pies con aire beligerante frente al anciano, y gritó con una voz que opacó el ruido del traquetear de las ruedas:
—¿Por qué diablos tengo que hablar con usted?

El borracho me daba ahora la espalda. Si movía un milímetro algún codo, caería sobre el tipo a golpes. 

El anciano continuó dirigiéndose al ebrio: 
—¿Qué es lo que ha estado bebiendo? —le preguntó con interés.
—He estado bebiendo sake —replicó con acritud el individuo—, y además, ¡no le importa!
—¡Oh, eso es magnífico!, ¡completamente delicioso!  Verá usted, a mí también me encanta el sake. Todas las tardes, mi esposa y yo (ella tiene 76 años) calentamos una botellita de sake y la llevamos al jardín, adonde nos sentamos en una vieja banca de madera. Contemplamos la puesta del Sol y vemos cómo se encuentra nuestro árbol placaminero. Mi bisabuelo lo plantó y estamos preocupados por saber si se salvará de las tormentas de nieve que azotaron durante el último invierno. Creemos que está reaccionando bien, teniendo en cuenta la mala calidad del suelo.  Nos produce mucha satisfacción sacar nuestra botella al jardín y disfrutar de la tarde, ¡aunque llueva!

A medida que hacía esfuerzos para seguir la conversación del anciano, la cara del borracho empezó a suavizarse. Sus puños se aflojaron.
—Sí —replicó el hombre—; a mí también me encantan los árboles placamineros.
Su voz bajó de tono.
—Y bien —dijo el anciano sonriendo—, estoy seguro de que usted tiene una hermosa mujer.
—No, mi esposa murió —de manera suave, acorde al movimiento del tren, el hombrón empezó a  sollozar—. No tengo esposa, ni casa, ni trabajo. Me siento tan avergonzado de mí mismo.
Las lágrimas se escurrieron por sus mejillas. Su cuerpo se convulsionó con un espasmo de dolor.

Ahora me tocaba a mí. Parado ahí, con mi ingenuidad juvenil pura y mi idea de la justicia para hacer más seguro el mundo en la democracia, de pronto, me sentí más sucio que él.

Finalmente el tren llegó a mi parada. Mientras se abrían las puertas, escuché al anciano decir con simpatía:
—Vaya, vaya, de veras se encuentra usted en una situación difícil. Siéntese cerca de mí y cuéntemelo todo.

Volví la cabeza para echar una última ojeada. El hombre se había dejado caer como un fardo en el asiento, reclinando la cabeza en el regazo del anciano, quien le daba golpecitos en la cabeza sucia y enmarañada.
 
Vi cómo se alejaba el tren y me senté en una banca. Lo que había deseado hacer con los músculos se obtuvo con palabras amables. En el suceso yo sólo percibí una ocasión de poner a prueba el aikido en un combate, y la esencia era el amor.
Tendría que practicar el arte con un espíritu diferente.
Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera hablar de la solución del conflicto.

 

*El aikido es un arte japonés de defensa personal por medio de llaves, técnica que se parece al judo y al jiujitsu.



© 1981 por Terry Dobson. Condensado de “The Graduate Review” (Marzo y Abril de 1981), de San Francisco (California).


Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo LXXXIII, Año 41, N° 497, Abril de 1982, págs. 63-66, Reader’s Digest México, S.A. de C.V., México D.F., México.


Notas

Polvorosa: polvorienta.

Acritud: brusquedad, aspereza, dureza, agresividad, mordacidad, acrimonia, rudeza, etc. Wordreference.com

Sake: Bebida alcohólica obtenida de la fermentación del arroz.


Proverbios 15:1: La respuesta amable calma la ira; la respuesta grosera aumenta el enojo. (Versión Reina-Valera Contemporánea.). 

martes, 20 de mayo de 2025

Lo que aprendí de la Flor de Fuego

Lo que expresaba era tan viejo como el tiempo y tan frágil como el pétalo de una rosa
 

Por Jeanne Hall

DICEN que no se debe retornar. Pero aquel era día indicado para volver. Rebaños de nubes pacían en el firmamento. Codornices moteadas se agitaban rumorosamente entre el matorral. Y el canto del saltamontes vibraba por las colinas de nogales y los valles de robles. Día hecho para retornar a la niñez, para comprobar si aquel antaño fue realmente como uno cree.

Lejos de la universidad donde mi marido enseña, lejos del suburbio donde vi, salí en busca de un sitio donde el verano se siente profundamente. Al fondo de caminos polvorosos bordeados de flores amarillas encontré el recodo que conducía al valle de mi infancia. Busqué con los ojos una figura recogiendo bayas: de piernas finas y bronceadas bajo unas blancas faldas almidonadas. Pero mi madre hacía años que no pasaba por allí. Y además su esbeltez y su ágil paso eran ya también cosas de otra época.

No pensaba yo entonces en las rosas, ni tampoco en la extraña sensación de respeto que nunca dejan de suscitar en mí. Pero sí, al pasar ante la finca que había sido suya, evoqué al señor Riley, el hombre que cultivaba esa especie tan singular de rosa. Y apresuré la marcha, porque el valle parecía llamar a alguien que estaba muy dentro de mí: a una niña de diez años, de ojos demasiado grandes para su cara y cabellera corta con fleco.

Ella fue, que no yo, quien traspuso la cima y avistó una chimenea asomando entre los árboles, y quien luego sintió que se quedaba sin respiración al ver los cimientos desnudos de la casa. Sin respeto alguno para el titular de la propiedad, una selva de robles pequeños se había adueñado de la tierra, así como lo hiciera cuando primeramente nos instalamos allí, bajo un tejadillo, mientras mi padre construía la casa.

Mi padre había sido un producto del campo, sin mercado inmediato en la ciudad. Sólo que así lo había comprendido demasiado tarde, aunque la oportunidad de volver a la tierra le llegó más tarde todavía. En el mes de abril, en que abandonamos los tugurios de la ciudad, mi padre se veía consumido y tenía la cabeza gris. Hostigado por una debilidad crónica del pulmón huyó a refugiarse en la Naturaleza y en su sueño de poseer una granja en el valle.

Pero mi madre había visto ya disiparse otros sueños semejantes. Unos 20 años más joven que mi padre, su juventud y su vigor contrastaban con la edad y la fragilidad de él. Con ojos compasivos lo veía afanarse, y observaba que las pausas que su esposo hacía para descansar se volvían cada vez más frecuentes. Lo veía empalidecer y apoyar la espalda contra los jóvenes robles.

Cuando por fin mi padre tuvo que internarse en el sanatorio, ella se puso a aprender cómo se cultiva la tierra. Con un blanco pañuelo almidonado sujetándole la luenga cabellera negra, labró el prado hasta convertirlo en un huerto y levantó un gallinero y un granero. Yo le ayudaba a ordeñar las vacas y alimentar a los pollos, a cavar y a plantar, mientras que mi hermana Jo, de 14 años, limpiaba la casa y cocinaba.

Un atardecer estival vimos dos personas aparecer en lo alto de la colina. ʺ¡Deben ser el señor Riley y su hija!ˮ gritó Jo emocionada. Todas nosotras deseábamos conocer a nuestro único vecino, que había estado ausente durante el invierno, trabajando en Fort Smith. La suave luz de la lámpara iluminaba sus cabellos rojos, sus ojos grises, la piel tostada por el sol. Me maravilló advertir que las mismas facciones angulosas hacían al padre apuesto y fea a la hija, Bell, que tenía 16 años. Pero fue el ramo de flores que el señor Riley ofreció a mi madre lo que me movió la curiosidad:
—¿Qué flores son esas? —pregunté, mirando los extraños y bellísimos capullos.
—Es una rosa híbrida que he obtenido yo —replicó el señor Riley con su voz grave y melodiosa—. He llamado a esta especie Flor de Fuego.
El nombre describía perfectamente a los frágiles pétalos de ígneo terciopelo que envolvían en rizos los centros amarillos. Mientras mi madre acomodaba delicadamente el ramo, el señor Riley observaba su sonrisa, sus ojos oscuros y los diminutos aretes de oro, y advertía su afinidad con las rosas.
Cuando hubimos comido, acompañada de suero de mantequilla, una torta recién salida del horno, mi madre había aprendido ya cómo obtener del huerto dos cosechas anuales. También se había enterado de algo que despertó su compasión: la esposa del señor Riley había muerto cuando Bell tenía tres años, y él comprendía que en ese momento la niña necesitaba más que nunca de una madre. Al parecer Bell ya podía manejar un tractor y arar como un hombre hecho y derecho, pero en las labores de mujer era torpe, tímida e incapaz de cocinar y coser. Mi madre, más que conmovida, se ofreció a ayudar a la chica para que fuera más femenina. Propuso que Bell asistiera a las clases de catecismo que todos los domingos nos daba en la cocina de casa.

Esas lecciones eran apenas un disfraz que mi madre inventaba para enseñarnos las artes del hogar. Todos los domingos llegaba Bell saltando colina abajo, vestida con alguna antigualla sacada del baúl de su madre. Y al marcharse lo hacía con algo de más gracia, su vestido sutilmente metamorfoseado por medio de un hilván aquí y una alforza allá.

Terminadas las lecciones dominicales, mi madre ponía a freír un pollo y enseñaba a Bell a cocinar. Cuando el señor Riley llegaba, mi madre lo anunciaba, mientras nosotras sonreíamos: ʺBell se encargó de freír el polloˮ. Riley se mostraba feliz de los progresos de su hija, mas se advertía que estaba hipnotizado por la maestra.

Yo también estaba como arrebatada ante las habilidades de mi madre, sobre todo por su absoluta carencia de miedo. Espantaba raposas y gavilanes sin otra arma que un azadón, y mataba las serpientes ponzoñosas que se acercaban demasiado a la cisterna. Llegué realmente a pensar que mi madre no conocía el temor, hasta ese día a fines de agosto.

Un cielo sucio y amarillento había amenazado lluvia todo el día y una hueca inmovilidad pendía sobre el valle. Mi madre salió al campo a recoger los últimos pepinos y tomates. Cuando volvía a casa oyó un ruido terrible en una pila de ramas, cerca de la escalera de entrada. Al examinar el montón, vio debajo algo aterrador. Un enorme monstruo negro, de cabeza verde y enormes colmillos también verdes.

Las manos de mi madre le temblaban al subir ella la escalera, quitarse el delantal y echar mano de la azada. ʺJoˮ, dijo, esforzándose para que no le temblara la voz, ʺve a traer al señor Riley. Jeanne, tú no te muevas de la casaˮ, me ordenó. ʺYo voy a salir y me estaré de guardia junto al montón hasta que llegue el señor Rileyˮ.

Pasó como una eternidad hasta que llegó el señor Riley, hizo a mi madre a un lado y apuntó su escopeta contra las ramas. Luego, inesperadamente, bajó su arma y se inclinó para ver mejor.
ʺ¿Es ese el monstruo del que hablaba usted?ˮ le preguntó suavemente a mi madre, sonriendo, mientras señalaba las ramas. ʺAcérqueseˮ, añadió, ʺy mire de cerca a una serpiente negra común, que tiene un apetito más grande que su boca. Lo que está allí es una gran rana verde, atascada a medias en la boca de la serpiente. Y esos colmillos son las patas de la ranaˮ.

Fue entonces cuando mi madre ya no pudo más. Le empezaron a correr lágrimas por las mejillas y cayó hacia adelante. Pero el señor Riley se adelantó a tiempo para tomar en brazos el cuerpo vacilante de mi madre. Y en ese momento caí en la cuenta de que las cosas ya no volverían a ser como antes.

Mientras el trueno rasgaba el hueco silencio del campo, miré a mi madre, y de repente comprendí el secreto. Estaba muerta de terror y lo había estado siempre: de las zorras, de los gavilanes, de las culebras. ¡Pero se las había enfrentado, de todas maneras! Nunca más admiraría yo su impavidez, pero siempre habría de maravillarme su valentía. Más adelante advertí otra cosa: la ternura con que el señor Riley sostenía a mi madre, el modo como le brillaban los ojos al posarlos en ella. En los vigorosos brazos del señor Riley mi madre dejó pronto de llorar. Se soltó del abrazo con suavidad y recuperó su compostura preparando limonada. En cambio, el señor Riley había perdido la suya para siempre.

Ya no podría estarse quieto en la misma habitación que mi madre. Nunca más  podría contemplarla a la luz de la lámpara sin pensar que debía hacerla suya. Pero también comprendía que era una mujer capaz de discernir entre el deseo  y la decencia, y el señor Riley sabía bien por cual optaría ella. Por tanto, dejó de frecuentarnos.

Pero luego, una tarde, el señor Riley ʺtrajo a Bell para que conversara afuera con mi hermana y conmigoˮ, mientras él entraba en la casa para hablar con mi madre. Las tres nos sentamos al borde de la cisterna, que sentíamos fresca bajo nuestros pies descalzos, si bien yo tenía el pensamiento puesto en la pareja que hablaba en la casa. La adivinaba yo vacilando al borde de algo, de la misma manera que los guijarros que yo había amontonado en el brocal de la cisterna. Empujé una de las piedrecitas, y todas cayeron al agua. Espantada, volví los ojos hacia la casa. Yo amaba por igual a mi madre y al señor Riley. Pero si estos caían, de algo se vería despojado mi amor por ellos… ¡de algo! ¿De qué?
En esto estaba yo pensando cuando el señor Riley salió a la puerta con mi madre. Parecía desencantado como si disputara algún punto ya perdido.
—Pero en Fort Smith, ¿quién iba a saberlo? —estaba diciendo.
—¡Ellas lo sabrían! —repuso mi madre, indicándonos con un movimiento de cabeza—. ¡Y nosotros también! ¡Oh, Riley! ¿No comprende que si fuera yo el tipo de mujer que se divorcia de un hombre que la necesita desesperadamente, no sería el tipo de mujer que usted querría por esposa?
Él se la quedó mirando largamente y percibió la verdad, porque justamente la parte de lo que amaba en ella era su conciencia de la rectitud.
—Tiene usted razón —dijo roncamente, como si las palabras le quemaran la garganta.
Llamó luego a Bell, dijo ʺAdiósˮ, y echó a andar colina arriba, en dirección a su casa.

La siguiente y última vez que vi a los Riley habían vendido la granja y se trasladaban a Fort Smith. El señor Riley llevaba un gran paquete de periódicos en los brazos.
—Le traigo la mata de la Flor de Fuego —dijo con sencillez—. ¿Dónde quiere usted que la plante?
—Allí, junto a la escalera —repuso mi madre.
Yo fui a traer la pala y me quedé observando al señor Riley mientras plantaba el gran rosal.

AHORA, ante mi valle del que no quedaba casi más que una selva, dirigía yo la mirada por el prado hacia los cimientos de la casa. ¡Y allí vi aquellas rosas singulares!
No sólo crecían junto a la escalera, sino que cubrían toda una sección del patio. Y entonces comprendí el sentimiento de respeto que las rosas han suscitado siempre en mí. El respeto era ese algo de que yo había temido ver despojado a mi amor por mi madre y el señor Riley.
El respeto: un maravilloso legado que ahora florecía en mi pecho igual que la Flor de Fuego florecía en el valle.


Condensado del ʺChristian Heraldˮ

Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo LXIII, Número 376, Marzo de 1972, págs. 102-106,  Reader’s Digest México, S.A. de C.V., México, México


Notas

Polvoroso: Que tiene mucho polvo. Cubierto de polvo.
Polvoriento, polvoso, empolvado, abandonado, arrinconado etc. wordreference.com

Finca: Propiedad inmueble, rústica o urbana.

Tugurio: Habitación, vivienda o establecimiento pequeño y de mal aspecto.

Hilván: Costura de puntadas largas con que se une y prepara lo que se ha de coser después de otra manera.

Alforza: Pliegue o doblez que se hace en ciertas prendas como adorno o para acortarlas y poderlas alargar cuando sea necesario.

Antigualla:  Mueble, traje, adorno u otro objeto que ya no está de moda o carece de utilidad. Uso o estilo anticuado.

Brocal: Antepecho alrededor de la boca de un pozo. Tubo corto destinado a la introducción de líquidos en un depósito.

Los significados están tomados de DLE RAE y Diccionario de Amercanismos ASALE.

Las notas son de mi parte.