Su pueblo lo veneró, Occidente le temió, y él llevó al Imperio Otomano al pináculo de su poderío
Por Merle Severy
FUE UNA guerra santa, la que se peleó con todo el ardor de la fe. Una y otra vez, los ejércitos del sultán otomano, Espada del Islam, hacían incursiones desde Turquía hasta el corazón de la Europa cristiana; llegaron a Belgrado, a Budapest, y hasta a las puertas mismas de Viena. Las fuerzas cristianas y musulmanas trabaron lucha mortal en mar y tierra, en tres continentes.
En el cartel histórico del siglo XVI refulgieron cuatro estrellas: Carlos V, de la casa de Habsburgo, soberano del Imperio Español y del Sacro Imperio Romano, que empeño su vida en una cruzada contra el Islam; su principal enemigo, Francisco I, el cristianísimo rey de Francia; Martín Lutero, el reformador sajón que, sin quererlo, quebrantó la unidad de la Iglesia Católica; y Enrique VIII de Inglaterra, voluble aliado y enemigo de los tres anteriores.
Pero, entre todas estas lumbreras, la más brillante era Solimán, Comandante de los Fieles, Sombra de Dios en la Tierra, Protector de los Santuarios de la Meca y de Medina, Sultán de Sultanes en Oriente y Occidente. Lo llamaban así, muy atinadamente, en recuerdo de Salomón, el rey bíblico, pero su pueblo lo veneraba con el nombre de Kanuni, el Legislador, en tanto que Occidente, que le temía y lo admiraba, le aplicaba el sobrenombre de El Magnífico. Solimán llevó al Imperio Otomano al pináculo de su poderío.
A Solimán se le concedió un reinado notablemente largo, de 46 años, y 72 de vida llenos de triunfos, si bien oscurecidos por la tragedia. Gobernó desde Estambul, la famosa Constantinopla fundada 12 siglos antes, y cuya caída en 1453 estremeció a Europa. Pero con ese acontecimiento se cumplió el sueño del Islam. Mohamed el Conquistador, bisabuelo de Solimán y descendiente de los nómadas del Turquestán, se sentó en el trono de los emperadores romanaos de Oriente, y se declaró a sí mismo heredero de sus dominios. La insaciable sed de guerra santa que lo dominaba se polarizó hacia un propósito: el de unir a todo el mundo bajo la ley del Islam. Así pues, una oleada de conquista y destrucción avanzó hacia el oeste. En 1514, 30 años después de la muerte de Mohamed, el padre de Solimán, Selim el Terrible, se apoderó de Persia, que era bastión de la secta chiíta y grave amenaza para el turco ortodoxo. Después se dirigió al sur, y conquistó Siria y Egipto, con lo que el Imperio duplicó su extensión.
Solimán nació en 1494 en Trebisonda, ciudad de la costa del Mar Negro, célebre porque a ella acudían caravanas. Su padre había gobernado allí cuando era príncipe. De niño, Solimán se adiestró en la orfebrería, pues era costumbre que los príncipes otomanos dominaran un oficio, así como el arte de gobernar y el de la guerra. A los 18 años fue nombrado gobernador de Manisa, región cercana al Mar Egeo. Aun entonces, siguió ampliando sus conocimientos de historia, del Corán, de política y, sobre todo, de poesía. Pero empezó a estudiar con más facilidad gracias a Ibrahim, un joven pescador griego que había sido esclavizado por los turcos y educado por una acaudalada familia de Manisa. Ibrahim dominaba varios idiomas, era inteligente y agradable, y cuando se convirtió al islamismo pasó a formar parte de la pequeña corte de Solimán. Príncipe y esclavo se volvieron inseparables: practicaban lucha, equitación, esgrima y arquería; comían juntos y comentaban los libros que leían.
A fines de septiembre de 1520, llegó a Manisa un correo con la nueva de que Selim había fallecido. Tres días y tres noches tuvo que cabalgar Solimán para llegar al Bósforo. Cuando su bajel imperial entró en las tranquilas aguas del Cuerno de Oro, contempló con ojos nuevos la ciudad capital desde la cual muy pronto reinaría, y en la punta del Serrallo, la fortaleza que tenía un cañón de tamaño sin par y boca monstruosa. A lo lejos divisó la cúpula de Santa Sofía, la iglesia de la Sabiduría Divina transformada a la sazón en mezquita. Observó las colinas donde vivían familias de refugiados judíos y moros expulsados de España en tiempos de los Reyes Católicos.
En la punta del Cuerno de Oro estaba el santuario de Eyub-Ansari, quien era portaestandarte del Profeta y murió asesinado allí en 670, durante el primer sitio de Constantinopla. En ese lugar, el 30 de septiembre de 1520, Solimán se ciñó la cimitarra de Osmán I, el primer sultán otomano. Así quedó investido como sultán con poder absoluto, incluso con la atribución de ordenar la muerte instantánea de cualquiera de sus súbditos.
Los primeros actos de su gobierno consistieron en ordenar la construcción de un mausoleo, una mezquita y una escuela en honor de su padre, así como liberar a 600 cautivos egipcios y castigar a los funcionarios corruptos. Alguien de la época comentó: “Toda la gente pensó que un manso cordero había sucedido al fiero león”.
Pero pronto se reveló el león que estaba disfrazado bajo la piel del cordero. Solimán se propuso lograr en Occidente algo equiparable a lo que su padre había hecho en Oriente. En la primavera de 1521 inició su primera campaña en Europa. Belgrado, pieza clave de las defensas de los Balcanes, cayó tras 20 ataques en masa y semanas de asedio.
En el verano sitió a Rodas, que estaban en poder de los Caballeros de San Juan, y se interponían entre la capital de su imperio y Egipto. A los 145 días cayó aquel formidable baluarte de la cristiandad. Solimán impuso condiciones generosas: concedió 12 días a los caballeros y a los mercenarios para que abandonaran la ciudad, en libertad; los civiles podrían hacerlo en el momento que lo desearan, en un plazo de tres años. Toda Europa admiró al Sultán por la caballerosidad que demostró ante tan digno adversario.
Cuando no se iba a alguna campaña militar o de cacería, Solimán vivía en el Palacio de Topkapi, construido por Mohamed el Conquistador, que era como una ciudad dentro de la ciudad. Allí sesionaban los visires, los jueces y demás dignatarios gubernamentales del Imperio; allí era donde se entrenaba la élite de la milicia, y estudiaban los funcionarios y los artistas; además, había cuadras, y a Topkapi acudían quienes tenían que hacer alguna petición ante el Gobierno. En diez cocinas enormes se preparaba la comida para miles de residentes y huéspedes, según recetas que empezaban, por ejemplo: “Tómense 300 corderos…”
La recepción a un embajador se preparaba con miras a ostentar la grandeza y el poderío del Imperio. Colgados de la Puerta Imperial esperaban al diplomático las cabezas de los traidores. El gran visir lo recibía más allá de las cámaras del verdugo, y, en ocasiones especiales, lo conducía ante 2000 funcionarios que, en formación, saludaban con reverencias; así llegaban a los recintos sagrados del interior. Los visitantes solían comentar después el “silencio sepulcral” que allí reinaba. El Sultán, vestido con un pesado caftán de brocado de seda, y sentado en su trono cuajado de joyas, escuchaba rígido e imperturbable. Acaso hacía algún comentario, y luego indicaba con un movimiento de cabeza el fin de la audiencia. El embajador debía abandonar entonces el salón, sin dar nunca la espalda al Sultán. Más tarde, el gran visir le transmitía la respuesta.
¿QUÉ CLASE de hombre era Solimán?
Podemos imaginarlo cabalgando los viernes en su corcel negro, en una procesión hacia la mezquita, vestido de blanco “como un minarete de luz”; o cuando pasaba revista a un desfile de 500 gremios de mercaderes.
En su correspondencia con otros monarcas se mostraba arrogante.
Así empieza una carta que le envió a Francisco I, el cristianísimo rey de Francia: “Yo, el Sultán de Sultanes, el Soberano entre Soberanos, dispensador de coronas entre los monarcas que viven sobe la faz de la Tierra…” Era devoto y consultaba a los teólogos cuando debía tomar decisiones importantes. En una ocasión devolvió un excedente de cierto pago de impuestos que recibió de Egipto. Siempre castigaba la corrupción y la injusticia. Como él mismo era diestro en las artes, las patrocinaba generosamente. En el transcurso de medio siglo, el arquitecto de su corte, Mimar Sinan, construyó más mezquitas, baños, puentes, sanatorios, colegios, caravasares, mercados techados y acueductos que cualquier otro arquitecto otomano. La soberbia Mezquita de Solimán es la gloria de Estambul: domina el horizonte de una ciudad guarnecida de mil plegarias hechas minaretes.
Aunque casi siempre estaba sosteniendo alguna guerra, llevó a todos sus pueblos los beneficios de la paz. Con la Pax Ottomanica aumentaron la población, los caminos y las caravanas; asimismo, florecieron el comercio y los oficios. Por los servicios sociales que implantó, se puede decir que el otomano fue el Estado benefactor de aquel tiempo, y hacía posible que cristianos, musulmanes y judíos convivieran en paz. Los ocho grandes visires de Solimán, entre ellos Ibrahim, eran cristianos de humilde cuna llevados a Turquía como esclavos e instruidos en el islamismo.
Más, por encima de todo, Solimán era un conquistador: el sultán que garantizaba la victoria al dirigir personalmente a su ejército. Como le escribió a Francisco I: “De día y de noche, nuestro caballo está ensillado, y nuestra cimitarra, presta”.
El 23 de abril de 1526 salió de Estambul rumbo a Hungría, para enfrentarse al rey Luis II, de apenas 20 años. Con la caballería otomana de los Balcanes y la artillería pesada que se embarcó por el Danubio, sus hombres llegaron a sumar 100,000.
Miles de camellos y carretas transportaban las provisiones de sus tropas. Los ingenieros otomanos tendían puentes sobre los ríos y construían máquinas bélicas para tomar las fortalezas ribereñas que encontraban a su paso. El Imperio de la Sublime Puerta era una máquina bélica.
El 29 de agosto, en la llanura de Mohács, las huestes del Sultán se cerraron como una trampa de acero sobre la caballería húngara. Aquello fue una carnicería: en dos horas terminó la batalla. A la mañana siguiente encontraron el cadáver del rey Luis, que se había ahogado en un arroyo cuando huía. “Que Alá tenga misericordia de él, y castigue a quienes desorientaron su inexperiencia”, declaró entonces Solimán.
Lo sucedido en Mohács aterrorizó a Europa. Perdida la mayor parte de Hungría, seguía Austria. Pero llovía sin cesar, y Solimán tardó 141 días en llegar a Viena. Ante el acoso de la caballería enemiga y el rigor del invierno, que ya se sentía, los soldados otomanos empezaron a caer en el camino, y cientos de camellos también sucumbieron. A 1600 kilómetros de Estambul, Solimán e Ibrahim se vieron obligados a levantar el sitio antes de tres semanas, debido a las fuertes nevadas. Tres años después, el Sultán volvió a aproximarse a la capital austriaca, pero también en esa ocasión llegó muy entrado el otoño. Como estaba acostumbrado a acabar con reinos en una sola campaña, descargó su furia sobre la región oriental de Austria; allí, sus tropas se dedicaron al pillaje y al asesinato.
Con el paso de los años Solimán fue cayendo bajo el influjo de dos de los esclavos que había elevado al poder. Ibrahim, quien durante 13 años desempeñó brillantemente el cargo de gran visir, y Roxelana una cautiva rusa con la que se casó.
En 1541 hubo un incendio en el viejo palacio; entonces Roxelana se trasladó a Topkapi, el centro del poder, con todo el harén. Para que nadie tuviera más influencia que ella sobre el Sultán, Roxelana tuvo que deshacerse de Ibrahim, que era ya cuñado de Solimán y solía quedarse solo con él a las horas de tomar los alimentos. Las intrigas de Roxelana por fin rindieron fruto. De una campaña militar en Persia llegaron noticias de que Ibrahim estaba comportándose como el sultán.
Cuando regresó, Solimán lo invitó a cenar. A la mañana siguiente, apareció estrangulado.
Después le llegó el turno a Mustafá, el primogénito de Solimán, cuya madre era una esclava circasiana. Según la ley del fratricidio, si Mustafá ascendía al trono, los hijos de Roxelana serían ejecutados. En ocasión de otra campaña militar en Persia se supo que Mustafá era tan popular en sus dominios, que sus tropas clamaban por que él las dirigiera, y no el Sultán, ya entrado en años. Solimán se presentó en el lugar donde se encontraba aquella división del Ejército y mandó llamar a su primogénito, que obedientemente acudió a la tienda de su padre. El Sultán ordenó que el mejor de sus hijos, el mejor dotado de sus descendientes, fuera estrangulado en su presencia con una cuerda de arco.
Entonces, dos de los hijos de Roxelana entablaron una guerra civil.
El mayor fue derrotado y huyó a Persia, donde el verdugo enviado por su padre lo alcanzó y lo ejecutó.
De esa manera, sólo quedó el menos digno de los herederos: Selim el Borracho. De él se dice que conquistó Chipre para obtener los vinos de aquella isla, que le encantaban.
A raíz de esto, en 1571, la cristiandad se enfrentó y derrotó a los otomanos en Lepanto, en la última gran batalla de galeras de la historia. Muchos historiadores consideran que la decadencia otomana posterior a Solimán empezó con la intervención de Roxelana.
Solimán tiene 72 años y lo acosan los achaques. A estas alturas se ha vuelto algo puritano, y de humor sombrío: ha ordenado destrozar los instrumentos musicales del palacio, y come en platos de barro, ya no de plata. Para aparentar que goza de buena salud, se aplica colorete.
El primero de mayo de 1566, Solimán va al frente de un poderoso ejército, con destino al Danubio.
La marcha le resulta penosamente larga. Ya no puede montar a caballo, sino que viaja en carruaje. Los ingenieros se le adelantan, para allanarle el camino. Llega la noticia de que un conde húngaro ha asesinado a uno de los gobernadores de Solimán, y se esconde en la fortaleza de Szigetvár, cerca de Mohács. Enfurecido, Solimán dirige todas sus fuerzas hacia la fortaleza.
Aunque sólo la defienden 2500 valientes, Szigetvár está rodeada de pantanos y resiste el asedio otomano un mes entero. Los asaltos en masa siegan vidas a montones. Por fin, el conde, vestido de gala y sable en mano, sale de la fortaleza con 600 sobrevivientes. Pero Solimán, a quien estaba destinado este heroico espectáculo, no puede verlo: ha muerto en su tienda, por la noche.
Nadie debe saberlo antes de que Selim, quien se encuentra en Kütahya, llegue a Estambul. El cuerpo embalsamado de Solimán emprende el largo viaje de regreso, oculto tras las cortinas del carruaje. Tres semanas después, cuando se sabe que Selim ha llegado a la capital, se hace pública la noticia de la muerte de Solimán.
El Ejército está consternado, y también el pueblo de Estambul, que va engrosando la procesión fúnebre a la Mezquita de Solimán. Ya nunca habría de conocer su patria, su sagrado Imperio, un caudillo como aquel, que lo llevó a su edad de oro.
Condensado de National Geographic
Revista Selecciones del Reader’s Digest, Año 49, tomo XCVIII, N° 588, Noviembre de 1989, págs. 113-118, Reader’s Digest Latinoamérica, S.A., Coral Gables, Florida, Estados Unidos
Fuente de la imagen:
Solimán el Magnífico