martes, 29 de abril de 2025

El reloj robado que le cambió la vida a los antiguos romanos (y otras curiosidades sobre la medición del tiempo)

 Serie "You're Dead to Me"

 BBC Radio 4

 

Retrocedamos en el tiempo, unos 2.300 años, para recordar el día en el que un objeto de un botín de guerra le cambió la vida a los antiguos romanos para siempre.

El año era 263 a.C., y Manio Valerio Máximo Mesala estaba sobre una tribuna frente a una multitud jubilosa que lo vitoreaba.

Por liderar sus legiones en una campaña triunfal, era el héroe de la Primera Guerra Púnica, lidiada entre Cartago y Roma, le contó a la BBC el experto en medición del tiempo David Rooney.

Más de 60 de las ciudades sicilianas habían reconocido la supremacía de Roma, y Valerio personalmente había negociado el tratado en Siracusa, que resultaría ser la alianza estratégica más importante en la historia romana.

Y, como era costumbre, regresó con más que la victoria.

Trajó tesoros de las tierras conquistadas, entre ellos uno que no parecía muy especial: un reloj de sol hemisférico, o hemiciclo, saqueado de la capturada colonia griega de Catania en la isla de Sicilia.

Era un gran bloque de mármol con una cavidad hemisférica y líneas talladas para marcar el tiempo según la sombra proyectada por un gnomon, que estaba en la parte superior.

Como una muestra tangible del triunfo, fue eregido sobre una columna nada menos que en el Forum Magnum, el núcleo de la vida diaria de Roma, centro comercial y escenario de procesiones y elecciones, de discursos, juicios penales y combates de gladiadores. 

Los hemiciclos fueron creados por el astrónomo griego Aristarco de Samos alrededor del 280 a.C. (Aquí, uno romano del siglo I, al que le falta el gnomon arriba).

Era el primer reloj de sol público de Roma, y el que estuviera calibrado para la hora y el calendario de Sicilia, que eran un tanto distintos, no pareció importar.

Pero lo que empezó siendo un símbolo de victoria pronto se convirtió en una herramienta de control.

Los romanos se obsesionaron con esos artilugios, y empezaron a aparecer por toda la República, injiriendo en la vida cotidiana al regular las actividades de los ciudadanos.

Ante la intromisión de esa nueva tecnología no tardaron en alzarse voces de protesta, como la que este dramaturgo exasperado puso en boca de un personaje:

"Maldito sea el hombre que descubrió las horas y, sí, el que instaló aquí un reloj de sol, que ha hecho trizas el día, ¡pobre de mí!

"Cuando era niño, mi estómago era el único reloj de sol, de lejos el mejor y más auténtico comparado con todos estos.

"Solía ​​advertirme que comiera, donquiera que estuviera.

"Pero ahora no se come a menos que lo diga el Sol. De hecho, la ciudad está tan llena de relojes de sol que la mayoría de la gente se arrastra, marchitada de hambre".

Ese lamento desesperado fue escrito por Plautus, y no fue el único.

Otro escritor calificó los relojes de sol de "odiosos" y llamó a derribarlos con palancas, señaló Rooney.

 

Contando las horas

El uso de relojes públicos, no obstante, era extendido desde mucho antes en otras ciudades del mundo.

Y maneras de medir el tiempo existían desde al menos la Edad de Bronce.

El primer dispositivo fue probablemente el gnomon, que data de alrededor del 3500 a.C. Era sencillamente un palo o pilar vertical, y la longitud de la sombra que proyectaba indicaba la hora del día.

En el siglo VIII a.C. los egípcios tenían relojes de sombra, con una base plana, que tenía inscritas divisiones horarias, y un travesaño elevado en un extremo.

Requerían, eso sí, atención pues, para que dieran bien la hora, por la mañana tenían que mirar hacia el este y al mediodía había que darles la vuelta hacia el oeste. 

 
Esta es una réplica de un reloj de sombras egipcio de los siglos X-VIII a.C. El paso del tiempo se medía por el movimiento de la sombra proyectada por el travesaño.
 
 
De esos antiguos egipcios y de los sumerios heredamos aquello de dividir el día en torno al número 12, pues a ambas civilizaciones les gustaban las matemáticas duodecimales.

Los romanos también tenían 12 horas de día y 12 horas de noche... muy sencillo, excepto que cuánto duraba cada hora dependía de la estación.

Como la luz solar fluctúa a lo largo del año -hay más en verano, menos en invierno-, esas 12 horas del día se estiraban o encogían en conformidad, así que una hora veraniega podía durar 75 minutos, y una invernal, 45.

¡Imáginate cuánto tenía que esperar el personaje de Plautus para que llegara la hora de almuerzo en verano!

No obstante, él y sus contemporáneos en Roma aún eran libres de la tiranía de los relojes en las noches.

Ni los de sombra al estilo de lo egipcios ni los más modernos hemiciclos, como el que los romanos robaron en Sicilia, podían rastrear el paso del tiempo durante la noche.

Para eso, no obstante, ya existía un artilugio aún más antiguo, y una muestra estaba a poco más de 1.000 kms de Roma, en una extraordinaria edificación de la antigua Atenas con un nombre encantador.

 

La Torre de los Vientos

Nadie sabe con precisión cuándo fue construida, pero se cree que alrededor del año 140 a.C.

Conocida también como Horologion, sigue siendo magnífica pero en su época debió ser asombrosa... imagínatela:

Construida en mármol y de forma octagonal, cada uno de los lados mira hacia un punto de la brújula y están decorados con relieves que representan los ocho vientos y solían ser de colores brillantes.

En la parte inferior, hay líneas de un reloj solar.

Estaba coronada por una veleta en forma de tritón de bronce, de ahí el nombre Torre de los Vientos. 

Los dioses de los vientos están esculpidos en los paneles decorativos cerca del techo.

Cuenta Rooney en su libro "A tiempo: una historia de la civilización en 12 relojes" que adentro, el techo estaba "pintado de un impresionante color azul cubierto de estrellas doradas".

Y en el centro del imponente recinto había un artilugio que "se alimentaba de una fuente sagrada en lo alto de la colina de la Acrópolis llamada Clepsidra".

Desde esa época, se adoptó el nombre de esa fuente para llamar a esos artilugios, que eran relojes de agua y ya tenían una larga historia.

"Fue una tecnología muy importante en el mundo antiguo. Medían el tiempo regulando el flujo de agua de un recipiente a otro", explica Rooney.

En su forma más simple, los relojes de agua eran cuencos con aperturas, y existieron en Babilonia, Persia y Egipto, con ejemplares de este último lugar que datan del siglo XIV a.C.

Las clepsidras se usaron para muchos propósitos, incluido el cronometraje de los discursos de oradores, y por mucho tiempo: en el siglo XVI, Galileo usó una de mercurio para cronometrar sus cuerpos en caída experimentales.

"Ahora bien, no solo se usaban en el Mediterráneo antiguo", precisa el experto

Diseño para el Reloj de Agua de los Pavos Reales, de "El Libro del Conocimiento de Ingeniosos Dispositivos Mecánicos" de Badi' al-Zaman b. al Razzaz al-Jazari (1136-1206)
 

Los indígenas norteamericanos y algunos pueblos africanos tenían una versión con una pequeña embarcación a la que le entraba agua a través de un agujero hasta que se hundía.

"En la antigua China imperial o en el Japón medieval, cada ciudad importante tenía una clepsidra en una torre alta equipada con tambores o campanas desde donde se marcaba la hora al público".

El erudito chino del siglo II Cai Yong explicó: "Cuando se acaba la clepsidra nocturna, se toca el tambor y la gente se levanta. Cuando se acaba la clepsidra diurna, se toca la campana y la gente se va a descansar".

Así que, para marcar el paso del tiempo, luz y sombra, agua y... ¿fuego?

 

Oliendo las horas

Efectivamente, ha habido relojes de fuego.

Las velas o lámparas de aceite, con las marcas apropiadas, pueden dar la hora al arder.

Pero eso no es tan fascinante como otras formas de medir el tiempo basadas en la combustión, como los relojes de incienso que, según el historiador Andrew B. Liu, se usaron desde al menos el siglo VI en el Lejano Oriente.

He aquí uno como los de la China medieval.

En el cuerpo del dragón hay un canal para poner varillas de incienso calibradas para arder durante períodos de tiempo específicos. 

 

A medida que el incienso se consume, el calor rompe los hilos de los que penden pequeñas bolas de metal bajo el vientre del dragón, y estas caen sobre un plato de metal.

El tintineo sirve de alerta.

Otros de estos relojes sensoriales permitían oler el tiempo.

Eran laberintos de incienso, cuyas brasas ardían lentamente en el interior.

Reloj de incienso desarmado: de izq a der: base, dos plantillas y tapa. En el centro, regulador. 

 

Eran cubos divididos horizontalmente en bandejas que contenían lo necesario para hacerlos funcionar: desde cenizas de madera hasta distintas plantillas para usar según la estación (caminos más largos para, por ejemplo, los días veraniegos).

Lo que hacían era aplanar las cenizas de madera y luego hacer una ranura siguiendo el patrón de una plantilla. Esta se rellenaba con incienso y se cubría con la tapa de encaje que dejaba salir el humo y entrar el oxígeno.

Algunas tapas tenían pequeñas chimeneas, así sabías la hora al ver por cual salía el humo.

Pero si ponías incienso de diferentes perfumes para que ardieran en distintos momentos del día, al entrar en la habitación el aroma te diría qué hora era. 

 

El inexorable paso del tiempo

Cuando se trata no tanto de marcar las horas sino de representar el paso del tiempo, y su inevitable fin, no hay reloj más icónico que el de arena.

"No sabemos cuándo se inventó", apuntó Rooney, y agregó: "Algunas personas argumentan a favor de la antigua Grecia, pero parece más probable que existían alrededor del siglo XI o XII, ya sea hechos por fabricantes islámicos o europeos".

Podían medir cualquier lapso de tiempo, desde 24 horas hasta unos pocos segundos.

Eran fiables, reutilizables, razonablemente precisos y fáciles de fabricar, pero quizás lo más fascinante es su profunda huella en historia del pensamiento occidental.

Ya en la representación más antigua conocida, que data de 1338 y aparece en un fresco del Palazzo Publico de Siena, Italia, el reloj de arena está en manos de la virtud de la templanza, que lo mira con preocupación.

 

En la serie de frescos llamados "La Alegoría del buen y del mal gobierno", el artista sienés AmbrogioLorenzetti pintó la representación más antigua de un reloj de arena, sostenido por la Templanza. 

 

Pronto, su significado se extendió a los temas tan importantes como la vida y la muerte, el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto.

"En el siglo XV apareció la figura del Padre Tiempo, un anciano alado y barbudo que llevaba un reloj de arena como símbolo del paso del tiempo y sus efectos destructivos, que se difundió en el arte y la cultura europea", relata Rooney.

"Luego, a partir del siglo XVI, las cosas se pusieron un poco más oscuras con la figura esquelética y sonriente de la muerte que, cargando un reloj de arena, extendía su mano para llevarnos a la tumba.

"En lápidas de toda Europa, el reloj de arena aparecía como una advertencia. Era el memento mori: recuerda que morirás".

Se tornó en símbolo de virtud poderoso y profundo, cuya idea es que "debemos vivir una buena vida en la Tierra para asegurarnos una mejor eternidad", señala Rooney. 

El Padre Tiempo, en este autorretrato de Michiel van Musscher de 1685.

 

De las torres al espacio

Entretanto, y desde 1275, había empezado a aparecer en Europa un tipo de reloj completamente distinto: el mecánico.

Los primeros no tenían "cara" visible pues su objetivo era mecanizar el repicar de las campanas en las torres.

"No fue hasta después que se añadió una esfera y una manecilla de las horas; y más tarde, la de los minutos".

Los relojes pequeños y portátiles se inventaron en el siglo XV, y los de pie llegaron a los hogares a partir de la década de 1670... el tiempo cada vez se volvía más cercano y personal.

Los relojes de pulsera "han existido durante algunos siglos, pero en realidad eran joyas usadas por mujeres adineradas", cuenta Rooney.

Famosamente, en 1571, Robert Dudley, conde de Leicester, le regaló a la reina Isabel I de Inglaterra un reloj de diamantes que podía usarse como brazalete.

"En el siglo XIX, eran muy populares entre las mujeres que practicaban ciclismo y equitación, pero no era algo que los hombres usaban tradicionalmente". 

Para ellos había relojes de bolsillo... aunque no se llamaban así pues esos relojes fueron inventados antes que los bolsillos.

"Los llevaban colgados del cuello o prendidos a su ropa, pues el reloj de pulsera estaba muy marcado por el género, hasta que en la Guerra de los Bóers, del siglo XIX, los soldados empezaron a atarse sus relojes de bolsillo a las muñecas", comenta el experto.

Para cuando el artista Peter Paul Rubens pintó este retrato, en 1597, ya estaban empezando a aparecer bolsillos como pequeñas bolsas cosidas a la ropa masculina.
 

"Por su practicidad, se popularizaron muy rápidamente después de la Primera Guerra Mundial, al punto de que el reloj de bolsillo quedó obsoleto en pocos años".

Por esa época, en la década de 1920, se dio un gran salto tecnológico de la mano del cristal de cuarzo, que garantizó "alta precisión por una fracción de dólar, es decir, al alcance de todos".

Aún más precisos son los relojes atómicos, con cesio, que se inventaron en la década de 1950.

Volando sobre nuestras cabezas están los más sofisticados del mundo, brindando todo lo necesario para la tecnología moderna, incluido el GPS... que es un reloj.

"Exactamente", confirma Rooney. "Los satélites GPS son básicamente vehículos para hacer volar relojes".

"Y esos relojes son fundamentales para que funcione el mundo moderno.

"No se trata solo del sistema de navegación para llevarte a donde quieres ir. Todo funciona gracias a la hora que marcan esos relojes: comunicaciones globales, sistemas informáticos, transporte, logística, banca...".

A lo largo de la historia, hemos marcado las horas con sombras, arena, agua, fuego, resortes, ruedas y cristales oscilantes.

Hasta hemos intentado plantar jardines que sirvan de relojes, llenos de flores que se abren y se cierran a diferentes horas del día.

Y, al menos en lo que respecta al ingenio, al parecer no hemos perdido el tiempo.


 Fuente: El reloj robado

 

 

lunes, 28 de abril de 2025

Un Día como Hoy en un Libro

1887

28 de abril

La discusión de la Ley Billingsley se celebró en el Senado el 28 de abril. Al principio todo transcurrió muy tranquilo. Algunos espectadores comenzaron a murmurar cuando los senadores criticaron la ley calificándola de de absurda, pero la primera tormenta estalló cuando Emery subió al estrado de los oradores.
Solicitó permiso del Senado para hacer una declaración personal. Leyó a continuación dos artículos publicados en la Prensa, que había ofrecido   su refinería de Filadelfia a la ʺStandardˮ. En voz no demasiado alta, pero amenazadora, leyó varias declaraciones juradas que negaban que hubiera una sola palabra de verdad en aquellos artículos.
Luego, mientras el Senado y los espectadores le escuchaban en solemne silencio, levantó la voz y gritó:
—No tengo necesidad de explicar ante el Senado quién ha puesto en circulación estos sucios embustes, ni el motivo. Ha sido la ʺStandard Oilˮ. Y ahora les voy a enseñar a ustedes quién es el hombre que se oculta tras estas infames mentiras.
Emery levantó el brazo y señaló hacia la tribuna pública.
—Por favor, apártense a un lado —gritó, y cuando los atónitos espectadores se hicieron a un lado, observaron allí un hombrecillo sonrojado clavado literalmente a su asiento por el dedo índice de Emery.
—¡Ese es! —tronó Emery—. ¡Se llama Scheide y es un agente de la ʺStandardˮ! Ese es el hombre que se ha atrevido a hacer circular esos infames embustes sobre mi persona. Cuánto me gustaría meterá ese hombre y a todos los de la ʺStandardˮ entre rejas.
—Es una verdadera lástima que el señor Emery haya malgastado su pólvora en salvas —comentó Archbold, cuando leyó el informe sobre el debate en el Senado—. ¡Una vez más ha apostado por el caballo perdedor!
 
En efecto, la peligrosa Ley Billingsley, a pesar de la fogosa intervención del señor Emery, había sido rechazada por el Senado por una mayoría de siete votos. No se sabe cuánto costaron los votos. Sin duda una suma muy considerable, pero sumas insignificantes en comparación con lo que le hubiese costado a la ʺStandardˮ si la ley hubiese sido promulgada. Estaban en juego muchos millones. 



Rockefeller, de Hans Georg Merten (traducción de Víctor Scholz)

Biografía del magnate empresarial estadounidense John D. Rockefeller Sr. (1839-1937).

domingo, 27 de abril de 2025

Un Día como Hoy en un Libro

David Livingstone
Henry Morton Stanley

1873
 

Las grandes dificultades con que tropezó Livingstone durante sus viajes, las cuales nos dan una idea de la enorme energía de este extraordinario explorador, quedan reflejadas en sus notas, de las que copiamos algunos fragmentos:

«20 de enero de 1867. Habiéndose negado el guía a llevarnos, nos pusimos en camino sin él. También escaparon los dos waigau, borraron todas sus huellas. La pérdida fue tanto más sensible cuanto que se llevaron lo que más falta nos hacía: la caja con los medicamentos, cuyo contenido tirarían seguramente en cuanto la abrieran…»

«31 de marzo y 1 de abril de 1867: Estaba demasiado enfermo para seguir avanzando. Quise partir el 1 de abril, pero el hijo de Kasouso, que venía con nosotros, no lo permitió…»
En aquella fecha acometió a Stanley un proceso de inconsciencia.
Se hallaba frente a la cabaña sin lograr dar con la entrada; luego se desplomó y tardó varias horas en darse cuenta de dónde se encontraba.

El 27 de abril de 1873 anota que está «completamente extenuado» y «me quedo aquí para reponerme, he mandado comprar dos cabras lecheras. Estamos en las dunas de Molilamo». Esta sería su última anotación.


La Conquista de la Tierra, de Juan Maluquer de Motes et al

El Amigo Braulio

Por Manuel Gonzáles Prada


En ese tiempo era yo interno de San Carlos. Frisaba en los diez y ocho y tenía compuestos algunos centenares de versos, sin que se me hubiera ocurrido publicar ninguno ni confesar a nadie mis aficiones poéticas. Disfrutaba una especie de voluptuosidad en creerme un gran poeta inédito.

Repentinamente nacieron en mí los deseos de ver en letras de molde algunos versos míos. Por entonces se publicaba en Lima una semanario ilustrado que gozaba de mucha popularidad y era leído y comentado los lunes entre los aficionados del colegio: se llamaba El Lima Ilustrado.
Después de leer veinte veces mi composición de poemas, comparar su mérito y rechazar por malísimo lo que ayer había creído muy bueno, concluí por elegir uno, copiarlos en fino papel y con la mejor de mis letras.

Temblando como reo que se dirige al patíbulo, me encaminé un domingo por la mañana a la imprenta de El Lima Ilustrado. Más de una vez quise regresarme; pero una fuerza secreta me impelía.

Con el sombrero en la mano y haciendo mil reverencias penetré en una habitación llena de chivaletes, galeras, cajas, tipos de imprenta.

—¿El Señor Director? — pregunté queriendo mostrar serenidad, pero temblando.

—Soy yo joven.

Me dio la respuesta un coloso de cabellera crespa, color aceitunado, mirada inteligente y modales desembarazados y francos. En mangas de camisa, con un mandil azul, cubierto de sudor y manchado de tinta, se ocupaba en colar fajas y pegar direcciones.
—Me han encargado le entregue a usted una composición de verso.
—Pasemos al escritorio.

Ahí se cala las gafas y sin sentarse ni acordarse de convidarme asiento, se pone a leer con la mayor atención.

Erala primera vez que ojos profanos se fijaban en mis lucubraciones poéticas. Los que no han manejado una pluma no alcanzan a concebir lo que siente un hombre al ver violada, por decirlo así, la virginidad de su pensamiento. Yo seguía,  yo espiaba la fisonomía del director para ir adivinando el efecto que le causaban mis versos: unas veces me parecía que se entusiasmaba, otras que me censuraba acremente.

—Y ¿quién es el autor? me dijo, concluida la lectura.

Me puse a tartamudear, a querer decir algún nombre supuesto, a murmurar palabras ininteligibles, hasta que concluí por enmudecer y tornarme como una granada.
—¿Cómo se llama usted, joven?
—Roque Roca.
—Pues bien: yo publicaré la composición el próximo número y pondré el nombre de usted, porque usted es el autor: se lo conozco en la cara. ¿Verdad?

No pude negarlo, mucho más cuando el buen coloso me daba una palmada en el  hombro, me convidó asiento y se puso a conversar conmigo como si hubiéramos sido amigos de muchos años.
Al salir de la imprenta, yo habría deseado poseer los millones de Rothschild para elevar una estatua de oro al director de El Lima Ilustrado.

II

Cuando el semanario salió a la luz con mis versos, produjo en San Carlos el efecto de una bomba. ¡Poetam habemus!, gritó un muchacho que se acordaba de no haber aprendido latín. En el comedor, en los patios, en el dormitorio y hasta en la capilla escuchaba yo alguna vocecilla tenaz y burlona que entonaba a gritos o me repetía por lo bajo una estrofa, un verso, un hemistiquio, un adjetivo de mi composición.
La insolencia de un condiscípulo mío llegó a tanto que al pedirle el profesor de literatura un ejemplo de versos pareados, indicó los siguientes:

El poeta Roque Roca
Echa flores por la boca.

Con decir que el mismo profesor lanzó una carcajada y me dirigió una pulla, basta para comprender el maravilloso efecto de los dos pareados: a la media hora los sabía de memoria todo el colegio y andaban escritos con lápiz negro en las paredes blancas y con polvos blancos en las pizarras negras. No faltaron variantes:

El poeta Roque Roca
Echa coles por la boca.


El poeta Roque Roca.
Echa sapos por la boca.


Un bardo anónimo, no muy versado en la colocación de los acentos, escribió:

El poeta Roque Roca
Es un inconmensurable alcornoque.


Agotada la paciencia, recurrí a las trompadas; mas como el remedio empeoraba el mal, acabé por  decidir que el partido más cuerdo era no hacerles caso y no volver a publicar una sola línea.

Sólo encontré una voz amiga. Había un muchacho a quien llamábamos el Metafórico, por su manera extraña y alegórica de expresarse. El Metafórico me llamó a un lado y me dijo con la mejor buena fe:
—Mira, no les hagas caso y sigue montando en el Pegaso: el ruiseñor no responde a los asnos; poeta-aurora, desprecia a los hombres-coces.

Las palabras me consolaron, aunque venía de un chiflado. ¡Qué voz no suena dulce y agradablemente cuando se duele de nuestras desgracias y nos sostiene en nuestras horas de flaqueza?

Yo contaba con un amigo de corazón: Braulio  Pérez. Juntos habíamos entrado al colegio, seguíamos las mismas asignaturas y durante cinco años habíamos estudiado en compañía. En cierta ocasión, una enfermedad le retrasó en sus cursos: yo velé dos o tres meses para que no perdiera el año. ¿Quién sino él estaría conmigo? Como ni palabra me había dicho sobre mis versos ni salido a mi defensa, su conducta me pareció extraña y le hablé con la mayor franqueza.
—¿Qué dices de lo que pasa?
—Hombre —me contestó— ¿Por qué publicar los versos sin consultarte con algún amigo?
—De veras.
—Tú sabes que yo…
—Cierto.
—Estoy hasta resentido de tu reserva conmigo.
—Lo hice de pura vergüenza.

Si alguna vez vuelves a publicar algo…
—¿Publicar?, antes me degüellan.

Mantuve mi resolución un mes, y la habría mantenido mil años, si el director de El Lima Ilustrado no se hubiera aparecido en el colegio a decirme que se hallaba escaso de originales en verso  y que me exigía mi colaboración semanal. Quise excusarme; pero el hombre —lisonjero— me comprometió a enviarle cada miércoles una composición en verso.

Ocurrí al amigo Braulio, le conté lo sucedido y le enseñé todo mi cuaderno   para que escogiera los menos malos; pero no logramos quedar de acuerdo: todas mis inspiraciones le parecían flojas, vulgares, indignas de ver la luz pública en un semanario donde colaboraban los primeros literatos de Lima. Imposible sacarle de la frase: ʺTodas están malasʺ. A escondidas del amigo Braulio, copié los versos que me parecieron mejores y se los remití al director de El Lima Ilustrado.

La tormenta se renovó con mi segunda publicación, pero fue amainando con la tercera y la cuarta; a la quinta, las burlas habían disminuido, y sólo de vez en cuando algún majadero me endilgaba los pareados o me dirigía una pulla de mal gusto.

El único implacable era el amigo Braulio, convertido en mi Aristarco severo, todo por amistad, como solía repetírmelo. Apenas recibía el número de El Lima Ilustrado, se instalaba en un rincón solitario y lápiz en mano, se ensañaba en la crítica de mis versos: uno era cojo, el otro patilargo; éste carecía de acentos, aquél los tenía de más. En cuanto al fondo, peor que la forma.

—Mira —me lanzó en una de esas expansiones íntimas que sólo se concibe en la juventud—; mira, el hombre no sólo se deshonra con robar y matar, sino también con escribir malos versos. A ladrones o asesinos nos pueden obligar las circunstancias; pero ¿qué nos obliga a ser poetas ridículos?

III

Hacía dos meses que publicaba yo mis versos, cuando en el mismo semanario apareció un nuevo colaborador que firmaba sus composiciones con el seudónimo de Genaro Latino. Mi amigo Braulio empezó a comparar mis versos con los de Genaro Latino.
—Cuando escribas así, tendrás derecho a publicar —me dijo sin el menor reparo.

Fui constante inmolado en aras de mi rival poético: él era Homero, Virgilio, y Dante, yo, un coplero de mala muerte. Cuando mi nombre desapareció de El Lima Ilustrado para ceder el sitio al de Genaro Latino, muchos de mis condiscípulos me reconocieron el mérito  de haber admitido mi nulidad y sabido retirarme a tiempo. Sin embargo, algunos insinuaron que el director del semanario me había negado la hospitalidad.

Todos creían envenenarme la bilis con leerme los versos de mi rival, figurándose que la envidia me devoraba el corazón. Braulio me atacaba ya de frente, y se le atribuía la paternidad de este nuevo pareado:

Ante Genaro Latino,
Roque Roca es un pollino.


Un día, Braulio, triunfante y blandiendo un papel, se instala sobre una silla, pide la atención de los oyentes y empieza a leer una silva de Genaro Latino, publica da en el último número de El Lima Ilustrado. De pronto, cambia de color, se muerde los labios, estruja el periódico y lo guarda en el bolsillo.

—¿Por qué no sigues leyendo? —le pregunta una voz estentórea—. Era el Metafórico.
—¡Que siga, que siga! —exclamaron algunos.
—Yo seguiré —dijo el Metafórico.

Se encaramó en una silla que el amigo Braulio acababa de abandonar y leyó:

Nota de la Dirección.— Como hay personas que se atribuyen la paternidad de obras ajenas, avisamos al público (a riesgo de herir la modestia del autor) que los versos publicados en El Lima Ilustrado con el seudónimo de Genaro Latino son escritos por nuestro antiguo colaborador el joven estudiante de jurisprudencia don Roque Roca.

El amigo Braulio no volvió a dirigirme la palabra.
 
 
 
Manuel Gonzáles Prada nació en Lima  y falleció en 1918. La influencia del autor de ʺPájinas Libresʺ que ejerció sobre la juventud, comprendió la política, la literatura, la poesía. En ʺEl Tonel de Diógenesʺ, México, Tezontle, 1945, aparecen algunos trozos narrativos de Gonzáles Prada.
 
 
Varios autores, Antología del Cuento. Lima en la Narración Peruana, Presentación y Selección de Elías Taxa Cuádroz, Editorial Continental- Kontinental Verlag, Lima, Perú, 1967, págs. 55-61 
 
 
Notas
 
Chivaletes o  Chibaletes.-  significa un armazón de madera donde se colocan las cajas para componer en imprenta. Proviene del francés "chevalet", que significa caballete. En esencia, es un mueble parecido a un pupitre, usualmente de madera, con cajones (o "cajas") para guardar tipos móviles.

Hemistiquio: Mitad de un verso, especialmente cada una de las dos partes de un verso separadas o determinadas por una cesura. DLE.RAE

Cesura: En la poesía moderna, corte o pausa que se hace en el verso después de cada uno de los acentos métricos reguladores de su armonía. DLE. RAE

Verso pareado: Un pareado es un par de versos consecutivos de poesía que crean una idea o pensamiento completo. Los versos suelen tener patrones silábicos similares, llamados métrica. Si bien la mayoría de los versos riman, no todos lo hacen. Un pareado puede formar parte de un poema más extenso o ser un poema en sí mismo. masterclass.com

Aristarco de Samotracia (c. 217-c. 145 a. C.): Gramático y miembro de la escuela filológica alejandrina. Su nombre llegó a hacerse proverbial como antonomasia del crítico severo. Wikipedia y otros.

Silva: Combinación métrica, no estrófica, en la que alternan libremente versos heptasílabos y endecasílabos. DLE. RAE


jueves, 24 de abril de 2025

Y me arrodillé a sus pies

Drama de la vida real



Durante 30 años la esposa que me dieron mis padres sólo me había inspirado repugnancia, pero un día supe… y me arrodillé a sus pies.

Por Wang Yang


ESTABA YO en mis cinco sentidos cuando el Dr. Chou Taohsiang me hizo un trasplante de córnea. Los médicos habían anestesiado alrededor del ojo enfermo, pero oía perfectamente el choque metálico de los instrumentos y la voz del Dr. Chou.

Cuando ingresé en el Hospital Militar de Taipeh, llevaba más de tres años con el ojo derecho inflamado. Casi no veía con él, y en el izquierdo padecía una fuerte hipermetropía. Los médicos descubrieron, además, además que tenía queratitis (inflamación de la córnea).

—Tal vez se infectó usted con alguna toalla, o en cualquier piscina —me dijeron.
—Soy instructor de natación en una escuela para oficiales del ejército —repuse.
—Pues probablemente fue allí donde se contagió usted —concluyó el Dr. Chou.

Aproximadamente un año después me enteré de que un trasplante de córnea podría devolverme la vista del ojo derecho del cual ya había cegado por completo. Se lo conté a mi esposa, quien con aire resuelto fue a buscar la libreta de la cuenta de ahorros que guardaba en el banco. Había conseguido ahorrar alrededor de 20.000 dólares de Formosa (suma equivalente a 500 dólares norteamericanos) durante muchos años de trabajo agotador.

—Si con esto no basta, trataremos de conseguir algo más —me dijo,  y añadió—: Tú no eres como yo. Un analfabeto es ciego aunque pueda ver. El que sabe leer necesita los dos ojos.

El Dr. Chou había practicado uno de los primeros trasplantes de córnea lo grados en Formosa, y fui a inscribirme en la lista de sus pacientes. Antes de transcurrido un mes me llamó por teléfono para decirme:
—Un chofer sufrió un grave accidente de automóvil. Antes de morir le dijo a su mujer que procurara reunir cuanto pudiera, con la venta de partes de su cadáver, para ayudar con ello al sostenimiento de sus seis chiquillos. ¿Podría usted pagar 10.000?
La operación y los gastos costarían 8000, poco más o menos. Por tanto, acepté, y recibí instrucciones de presentarme en el hospital al día siguiente.
Verdaderamente había corrido con suerte. Conocía yo algunas personas que debieron esperar varios años una córnea disponible, y agradecí a mi esposa la ayuda que me permitiría operarme.

Cuando me sacaban de la sala de operaciones, mi hija Yung, acercándome los labios al oído, me dijo:
—Todo salió bien. Mamá quería venir, pero tuvo miedo.
—Dile que no venga —le contesté—. Pero explícale que estoy perfectamente, y que no se preocupe.
Mi esposa no había ido a verme la primera vez que estuve en el Hospital Militar, y tampoco en esta ocasión quería yo que acudiera.

Tenía 19 años de edad cuando me casé por voluntad de mis padres*. Mi padre y el de mi esposa eran íntimos amigos (los que nosotros llamamos shih-chiao) y se habían comprometido a que, si las esposas daban varón la una y una mujercita la otra, los casarían al llegar a adultos.

Nunca vi a la muchacha que me habían destinado por esposa hasta que la llevaron a nuestra casa en la litera nupcial. Después de las tradicionales genuflexiones ante el cielo y la tierra, la condujeron a mi habitación.

Cuando por fin levanté el rojo brocado del tocado nupcial de mi esposa, no pude reprimir una exclamación de horror. Tenía el rostro cruelmente cubierto de picaduras de viruela, tan profundas como descoloridas. La nariz era deforme y, bajo las escasas cejas, aprecian unos ojos hinchados por las cicatrices que le cubrían los párpados.  A los 19 años de edad, la joven parecía de 40.

Corrí al aposento de mi madre y pasé la noche sollozando. Ella me dijo que debía resignarme a mi sino. Las jóvenes feas traen buena suerte, me aseguraba; las bonitas sólo dan penas.

Nada de lo que mi madre dijo logró atenuar la angustia que me mordía el corazón.  Me negaba a compartir la misma habitación con mi esposa, a quien ni siquiera dirigía la palabra. Me hospedaba en la escuela, y cuando llegaron las vacaciones del verano, no quise volver a casa y fue necesario que mi padre enviara a uno de mis primos a buscarme.

A mi llegada, mi mujer estaba preparando la cena, alzó la cabeza y, al verme, sonrió. Yo pasé junto a ella sin detenerme. Terminada la comida, mi madre me llamó aparte y me dijo:
—Hijo mío, te comportas cruelmente. Tu esposa no tiene un rostro muy atractivo, pero no puede decirse lo mismo de su corazón.
—No. Debe de tener un corazón muy hermoso, tan bello como el de un ángel —exclamé con violencia—. Si no, ¿cómo me habrían obligado a casarme con ella?
Mi madre palideció.
—Es una chica extraordinariamente buena, comprensiva y considerada —me replicó—. Lleva ya más de seis meses en esta casa, y trabaja de la mañana a la noche, en la cocina y en la fábrica. Ella prepara los alimentos y la ropa de tu padre y mía, y no ha proferido ni una queja por la manera como la tratas. Nunca la he visto derramar una sola lágrima. Pero te aseguro que a solas llora amargamente.
”Por diferentes que seamos, cada uno tenemos una sola vida, continuó mi madre. “Si te atiende solícitamente y cuida tan bien de la casa, si no cabe duda de que sabrá educar a tus hijos como es debido. ¿qué más puedes pedirle? ¿Pretendes que lleve la existencia de una viuda teniendo marido? Ponte en su lugar”.

Mi esposa y yo comenzamos a compartir la misma habitación, pero nada podía cambiar mi repudio. Se mantenía agachada y hablaba en voz baja. Si yo la reconvenía, levantaba la cabeza, me sonreía con aire sumiso, y, en seguida se inclinaba de nuevo. Parece una masa informe de algodón, sin voluntad ni carácter, pensaba yo.

Llevamos más de treinta años de casados, y en ese tiempo es raro que haya sonreído a mi mujer y jamás he salido a pasear con ella. Para ser sincero, muchas veces deseé su muerte.
Y a pesar de todo, mi esposa ha demostrado tener más paciencia y mayor capacidad de amar que ninguna otra persona que yo conozca.

Cuando vinimos por primera vez a Formosa, tenía yo un puesto inferior en el ejército y mi sueldo difícilmente alcanzaba para costearnos el alquiler y la comida. Nuestra hija enfermaba con frecuencia, así que, aparte de todo, teníamos que hacer frente a los gastos médicos. En los ratos que sus quehaceres domésticos le dejaban libres, mi mujer tejía sombreros y esteras de paja para aportar a la casa un poco de dinero.
Cuando nos mudamos a un puerto pesquero en la región oriental del país, se dedicaba a remendar redes; y cuando nos trasladamos al norte, aprendió a pintar piezas de cerámica. A menudo me ausentaba de casa, pero sabía que no tenía por qué preocuparme de los niños y la casa, pues mi esposa estaba pendiente de todo.

Nunca habíamos vivido en las casas del ejército, pues lo cierto es que ambos temíamos que tratara a la gente. Cuando me licenciaron del ejército, nos mudamos a una casa modesta y algo apartada. Nuestra hija Yung había terminado sus estudios y hacía un año que daba lecciones. Su hermano, tres años menor que ella, estudiaba con provecho en la Academia Militar. Yo había recomendado a Yung que no le dijera a su hermano  una sola palabra acerca de la operación hasta que todo hubiera pasado, ya que no quería que nada lo distrajera de sus exámenes de fin de curso.

Yung compró un aparato de radio de transistores para que tuviera con qué entretenerme durante las largas horas que debía pasar con los ojos vendados. Pero me sobraba tiempo para reflexionar, y pensaba con frecuencia en mi mujer. No dejaba de sentir cierta vergüenza por haberle ordenado que no fuera a verme.

Dos semanas después de la operación me comunicaron que pronto me quitarían las vendas. Mi alegría era incontenible. Nunca había estado en reclusión forzada, y me decía que recobrarla libertad sería un gran gozo.
—Cuando me restablezca —confié a Yung—, iré  a visitar la tumba del chofer que me cedió su córnea.
Pero me sentía nervioso, pues no ignoraba la posibilidad de que el trasplante fracasara.  Cuando me quitaron la venda que me cubría el ojo derecho, vacilé en abrirlo.
—¿Puede usted ver la luz? —me preguntó el Dr. Chou.
—Sí, encima de mí —contesté parpadeando.
—En efecto, es la lámpara —me dijo el médico, y me dio una palmada en el hombro—. Todo ha salido bien, amigo mío. Dentro de una semana podrá volver a su casa.

Cada día  en el curso de aquella semana, el Dr. Chou exponía a la luz mi ojo derecho. Primero no veía yo más que sombras; luego distinguí los dedos de las manos del médico. El día que debía volver a casa pude enfocar la ventana, la cama, y aun las tazas de té que estaban en la mesa.
—Mamá está preparando tus platos predilectos para darte la bienvenida —me anunció Yung cuando fue por mí.
—Es una esposa excelente y una madre ejemplar —le respondí.
Nunca me había referido a ella en tales términos.

Mi hija y yo tomamos un taxi.  La muchacha guardó un extraño silencio durante el camino.
Al entrar de nuevo en casa, de donde había salido 21 días antes, mi mujer venía de la cocina con un plato de comida. Apenas me vio, agachó la cabeza instintiva y apresuradamente.
—Ya llegaste —murmuró.
—Gracias por haberme devuelto la vista —le dije.
Era la primera vez que yo le agradecía algo.
Ella pasó junto a mí bruscamente y puso el plato en la mesa. Se apoyó luego contra la pared, volviéndome la espalda, y empezó a sollozar.

Yung entró inopinadamente en la habitación y, bañada en lágrimas, exclamó:
—¡Díselo, mamá! ¡Que mi padre sepa que tú le donaste la córnea! —y sacudía a su madre— ¡Díselo, mamá? ¡Anda!
—No hice más que cumplir con mi deber —replicó mi esposa.
La así por los hombros y la miré a los ojos. El iris del izquierdo estaba tan opaco como había tenido yo el derecho.
—¡Flor de Oro! —era la primera vez que pronunciaba yo su nombre— ¿Por qué?... ¿Por qué lo hiciste? —le reclamé, sacudiéndola con violencia.
—Pues… porque eres mi esposo.
Y Flor de Oro ocultó la cabeza en mi hombro. La estreché fuertemente contra mí… y me arrodillé a sus pies.


*El autor se crió por la época en que los padres debían disponer el matrimonio de los hijos, y éstos tenían que obedecer las órdenes paternas. Tales costumbres, ya rara vez practicada por los días en que se casó el autor, actualmente han desaparecido.



Condensado del “Central Daily News” (10 y 11-VII-1973), de Taipeh, (Formosa, Taiwán)

Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo LXVII, Número 401, Año 34, Abril de 1974, págs 95-99, Reader’s Digest México S.A. de C.V., México


Nota:
Siempre me gustó este relato que leí hace años porque aconsejaba No dejarse llevar por las apariencias, que significa el no basar los juicios o decisiones únicamente en la apariencia exterior de las personas o las cosas, sino en su esencia, carácter o comportamiento. Reconocer que lo que vemos no siempre refleja la realidad y que es importante investigar más allá de la superficie. Hay que abandonar los prejuicios, buscar la verdad, no ser tan superficiales y valorar el interior de las personas (bueno, las que valgan la pena conocer porque así con todo hay que ser un tanto selectivos con quienes tengamos compañía).

Durante algún tiempo esta sección de la revista se llamó Dramas de la Vida Cotidiana, luego se la renombró como Drama de la Vida Real.
Sobra explicar la temática.

Si nuevamente cito algunos de estos relatos dramáticos pondré si es de la primera o de la segunda época.


Sino: azar, hado, suerte, fatalidad, ventura, acaso, fortuna, estrella, casualidad, eventualidad
Reconvenir: censurar, reprender, criticar, reprochar, recriminar, etc.
Inopinadamente: de modo inesperado, imprevisto, repentino, súbito, insospechado. RAE y otros.