viernes, 27 de octubre de 2023

Inevitable Decisión

Blog

Estoy revisando lo que puedo cuando es posible. No voy a perder el tiempo con datos inútiles.

Hablaron por ahí de otras colecciones pero francamente varias de ellas tienen  demasiados libros de lo más olvidables -ni una hojeada se merecen- por lo que no pienso ocuparme de ellas ni por curiosidad.

Horacio: Dilo de una vez.

Hamlet: Qué pesado eres. Bien, lo suelto: Pensé que podía seguir investigando pero se me han venido o vienen encima continuamente las secuelas del odioso covid que me dificultan demasiado el trabajar, estudiar, entrenar u ocuparme del blog. Es un fastidio frecuente hasta el hartazgo, por lo que sólo revisaré más adelante una que otra colección que esté algo incompleta en el blog y añadiré otra más pendiente que tengo disponible y luego dejaré de hacerlo. Por el malestar no puedo decir en qué momento estarán los datos en el blog.

Pondré más seguido algunos artículos en el blog, y si alguien está interesado en dónde ubicar tal libro le diría en donde puede hacerlo.

Y nada más. 

La suerte está echada.

 

 

lunes, 2 de octubre de 2023

Groucho, un chiflado inmortal

Fue un Voltaire del teatro de variedades y un mago de la locura de la lógica. Sus arranques de calculada demencia expresaban lo que el resto de nosotros no tenemos el talento, y mucho menos la audacia, de decir.

Por Leo Rosten

 

MI TELÉFONO sonó en Beverly Hills, California, hace muchos años.
‒Hola ‒contesté.
‒¿Tengo el honor de dirigirme a Marmaduke Montague, proctólogo mundialmente famoso?
‒No, señor; marcó un número equivocado.
‒Entonces, ¿por qué contestó usted? Durante años he estado marcando este número y hablando con el profesor Marmaduke Montague. ¿Qué ha hecho usted con su cadáver? Voy a llamar a la policía. Lo que voy a contarles no es asunto suyo. ¿Qué número marqué?
‒Crestview 8-29.
‒¡Ajá! ¡Así que lo admite! Si fuera usted hombre, vendría y me tumbaría los dientes.
‒Pero…
‒Si fuera la mitad de un hombre, me tumbaría la mitad de los dientes.
‒¿Quién…? ‒intenté preguntar.
‒Y si fuera mujer podríamos bailar la noche entera.

Transcurrieron muchos minutos antes de que pudiera bajar a Groucho Marx de las elevadas y delirantes alturas en que adoraba habitar. Después declaró el motivo de su llamada: “¿No tienes hoy compromiso para almorzar? ¡Bien! En el Restaurante Derby, a las 12:30. Llevaré una rosa aprisionada entre los dientes”.
En los diez años que estuve “perpetrando” películas en Hollywood, fui el blanco de muchos de estos desvariados telefonemas. No era fácil reconocerlos, pues los hacía a todas horas, con una artificiosa diversidad de voces ‒desde joviales falsetes hasta siniestros tonos de barítono‒ y acentos extranjeros excelentemente imitados.

Ante todo, las llamadas empezaban con un saludo muy convincente:
“Hola. Me llamo Iphigene Wimbledon. ¿Es usted Leo Rosten?”
O bien: “Aló. Aquí el señog Pierre du Jovert, directeur extraordinaire de la agencia de viajes Tours Eiffel…”
O: “Soy Floyd Hollister, de Sloat, Bankhead y Dooley, nombrado por el tribunal de testamentarías del distrito sur de California, albacea de los bienes de Elmo Rosten, el magnate petrolero de Waco, Texas”.
Tan pronto como caía yo en la trampa, el Maestro redoblaba el ataque. Iphigene Wimbledon me propuso poner en venta a mi hijo: “Un chico así así le produciría entre diez y doce mil dólares, según el mercado actual”. Pierre Jouvert me leyó una oda pornográfica a las catacumbas: “Puede usted adquirir la serie completa, encuadernada en piel de oruga, por sólo…” Y el tal Floyd Hollister trataba de localizar a parientes de Elmo Rosten, en especial a sor Teresa Ginsberg, porque en su testamento “legaba su colección de rollos de pergaminos jordanos con inscripciones a la Orden de los Caballeros de Malta Cervecera”.

Cierta vez se me acusó de albergar al cabecilla de una banda de tratantes de blancas; fui engatusado por la Liga para la Erradicación de la Supuración Axilar, y conminado a pavimentar mi jardín por sólo un dólar el metro cuadrado: “Esta oferta expira a medianoche; después costará un dólar el centímetro cuadrado”. Un dentista de Pomona me rogó que le permitiera ponerle a mi madre premolares de acero inoxidable totalmente gratis: “Es la única manera que tengo de darme a conocer en este asilo para enfermos dentales”.

En cuanto a nuestro almuerzo, que trascurrió en el Derby, casualmente no se registró en él arranque alguno de desvarío galopante. Marx habló en forma inteligente y con elocuencia del presidente Truman, del escritor Ernest Hemingway y del beisbolista Joe DiMaggio, a quienes admiraba mucho.

Fue el Voltaire del teatro de variedades, y el creador de la comedia del agravio esquizofrénico. Sus afrentas siguen siendo únicas, por desconcertantes. Un turista ebrio pasó el brazo sobre los hombros de Groucho y cacareó:
‒Groucho, grandísimo bribón, apuesto a que no te acuerdas de mí.
Marx clavó en el infeliz una mirada llena de odio, mientras le decía:
‒Caballero, nunca olvido un rostro, pero en su caso haré una excepción.

El desinhibido delirio de Groucho ‒ exacerbado por esa voz áspera, esa mancha negra que tenía por bigote, ese lascivo modo de andar a grandes zancadas, ese incesante menear de cejas, ese ojo estrábico, esa mirada de agrio desprecio‒ se conjugaba con un desplante matizado de amargura. Sus arranques de calculada demencia expresaban lo que el resto de nosotros no tenemos el talento, y mucho menos la audacia, de decir. Al salir de la proyección preliminar de una película estelarizada por Doris Day, en la que esa inocente y sana doncella típicamente norteamericana pasa hora y media resistiéndose a los requiebros de Cary Grant, alguien preguntó a Groucho:
‒¿Conoce usted a Doris Day?
A lo que Groucho contestó con mordacidad:
‒¡Diablos! La conocí antes de que fuera virgen.
Admirábamos su pasmoso cinismo, sino también su jocosa crítica de los trillados convencionalismos de la conversación o de la etiqueta. En cierta ocasión, cuando estaba por salir después de una cena en su casa, le dije:
‒Me gustaría despedirme de tu esposa.
Me miró fijamente y me espetó:
‒¿Y a quién no?

Groucho perfeccionó la lógica de la locura y se mofó de la locura de la lógica. Considérese la manera en que renunció a seguir formando parte de cierto club: “No deseo pertenecer a un club que acepta a miembros como yo”.
Una magnífica variante de la paralógica de Groucho ocurrió un día que paseaba en coche cerca del mar con un amigo. Avistó un club de playa con una hilera de hermosas cabañas.
‒Ese sería un buen club para mí y mi familia.
‒Mmm… olvídalo, Groucho. No admiten judíos.
A esto, Groucho, cuya esposa no era judía, respondió:
‒¿Crees que permitan a mi hijo meterse en el agua hasta las rodillas?

Groucho era delgado, apacible y más pequeño  de lo que parecía en la pantalla de cine o de televisión. Hablaba con voz suave y sonreía nostálgicamente. Nunca lo oí reírse a carcajadas, ni siquiera de los chistes o de comediantes que le gustaban. Su expresión natural tenía ribetes de tristeza, pero en público se ponía una máscara de búho sardónico. Ocultaba sus emociones y no hizo confidencias ni a sus esposas ni a sus hijos. En realidad, era melancólico y solía deprimirse, como les ocurre a muchos cómicos.

Era lector voraz y se sentía orgulloso de que el escritor James Joyce hubiese empeado la palabra groucho en la novela Finnegan’s Wake (La Velada de Finnegan). En lo más íntimo de su ser deseaba haber sido escritor. Adoraba las canciones de los británicos Gilbert y Sullivan, y durante horas solía cantarlas ‒acompañándose con la guitarra‒ con esa voz estridente y nasal que era en sí una parodia.

Le interesaban profundamente los temas políticos, y se sintió halagado cuando supo que una noche, durante la Segunda Guerra Mundial, el primer ministro inglés Winston Churchill recibió una llamada telefónica en su residencia oficial en la que se le iba a informar de un boletín del Ministerio de Guerra. Pero el gran estadista estalló: “¡No me interrumpan! ¡Estamos viendo una película de los Hermanos Marx!”

Por cierto, los Hermanos Marx fueron hermanos de verdad ‒al principio cinco‒, que escalaron rápidamente la cumbre de la fama en los espectáculos de variedades y en Broadway, durante la década de los años 20, con un estilo de comedia original, bullicioso y desenfadado.
En escena, los cuatro Hermanos Marx (Groucho, Chico, Harpo y Zeppo) hacían estragos en los guiones y les fascinaba interpolar de improviso frases desconcertantes. En una ocasión, Groucho se hallaba a la mitad de una escena amorosa chusca con una dama de aire arrogante y pecho formidable; tras bambalinas, Zeppo gritó de improviso:
‒¡Está aquí el hombre de la basura!
Aún de rodillas, Groucho respondió:
‒Dile que no queremos.

En otra parodia en la que Groucho representaba a Napoleón, los hermanos que estaban fuera del escenario interrumpieron la pieza haciendo que una trompeta tocara los primeros acordes de La Marsellesa, el himno de Francia. Zeppo gritó:
‒¡Majestad, nuestro himno nacional: La Mayonesa!
Groucho se dirigió al público: “El ejército debe de estar aderezándose”.

Tenía un popular programa de radio y televisión, en el que creó una especie de maestro de ceremonias nunca antes  (ni después) vista. Me hallaba detrás del escenario una noche en que uno de los concursantes resultó ser de una región rural. Llamémoslo Floyd.
‒¿Cómo conoció usted a su esposa?
‒Bueno, yo conduzco un camión…‒respondió Floyd.
‒¿La atropelló usted?
‒No. Ella estaba en el granero.
‒¿Chocó usted contra el granero?
‒¡No, no! Su familia había echado de menos algunos pollos.
‒¿Sentían nostalgia por los pollos?
‒No; habían advertido su ausencia, así que encendieron una luz en el patio del granero. Yo iba a recoger unos pavos y su padre gritó: “¡Los pavos están en el granero…!”
‒¿Se casó usted con un pavo?
‒¡No! Al acercarme al granero, un enorme zorrillo salió corriendo hacia el gallinero y una chica gritó: “¡Atrapen a ese zorrillo!” Así que salté sobre el animal y ella también cayó sobre él, y ambos olíamos tan mal que…
‒Es la historia más romántica que he escuchado.

Una vez ofreció escribir la solapa de uno de mis libros: “Desde el momento en que tomé el libro hasta que lo guardé, no pude dejar de reír. Espero leerlo algún día”.
Sin embargo, de todos sus juegos de palabras, el que más admiro es el siguiente: 

Querido Junior:
Discúlpame por no haberte contestado antes. He dejado de escribir tantas cartas últimamente, que me las vi negras para no contestar la tuya
.

El hombre sentía la necesidad de desinflar el decoro con la sátira. Durante la Segunda Guerra Mundial estuvo en un campo de adiestramiento del Ejército para divertir a los soldados. En el cuartel del general en jefe, el teléfono sonó y Groucho levantó el auricular.  Como jamás iba a decir “Hola”, “Cuartel General” o siquiera “Despacho del general H…”, mi héroe canturreó: “Segunda Guerra Mundiaaal”.

Ante todo, detestaba la simulación. No toleraba el ocultismo, pero se le engatusó una vez para que asistiera a una sesión espiritista. Estuvo sentado, en silencio y con actitud respetuosa, mientras el “operador” miraba la bola de cristal, invocaba a las almas del más allá y respondía las preguntas de sus invitados con voz misteriosa y monótona. Tras un prolongado rato de omnisciencia, el hechicero recitó:
‒Mi médium… se está cansando. Sólo hay tiempo para una pregunta más.
Groucho la hizo:
‒¿Cuál es la capital de Dakota del Norte?

En sus últimos años se vio coronado por una renovada popularidad, sólo oscurecida por las muertes de sus hermanos y amigos. Además, Groucho fue víctima de una serie de padecimientos que le afectaron tanto el habla como la memoria. Creo que su muerte, en 1977, a los 86 años, lo liberó de la angustia de la incapacidad.

Y siento ahora una infinita tristeza al comprender que mis oídos no sufrirán con esa voz estridente y nasal, cuando peroraba: “Soy Hiram Trotter, de las encuestas de opinión Gallup. ¿Está usted en favor de que la CIA envíe ilegalmente rompecabezas armados a Fidel Castro”.



Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo LXXXV, Número 507, Año 43, Febrero de 1983, págs. 11-15, Reader’s Digest Latinoamérica, S.A., Coral Gables, Florida, Estados Unidos

 

Nota: Como el 2 de octubre se recuerda otro año más del nacimiento de Groucho Marx (en 1890) quise compartir este artículo con los visitantes-lectores del blog.