Un cuento aleccionador para niños de todas las edades
Por Isaac Bashevis Singer
En cierto lugar vivía en un tiempo un hombre rico llamado Kadish. Tenía un único hijo de nombre Atzel. En la casa de Kadish vivía una niña huérfana, Aksah, parienta lejana. Atzel era un muchacho alto, de cabellos y ojos negros. Aksah tenía ojos azules y su cabellera era del color del oro. Eran casi de la misma edad. De niños habían comido, estudiado y jugado juntos. Nadie dudaba de que algún día se casarían.
Pero cuando crecieron Atzel contrajo repentinamente una enfermedad. Se trataba de una dolencia hasta entonces desconocida: Atzel imaginaba que estaba muerto.
Se preguntarán ustedes de dónde pudo haber sacado semejante idea. Pues parece que había tenido una anciana nodriza que constantemente le contaba cuentos acerca del paraíso. La mujer le había dicho que allí no era necesario trabajar o estudiar. En el paraíso se comía la mejor carne de buey y de ballena; se bebía el vino que el Señor reservaba para el justo; se dormía hasta bien entrado el día y no existían obligaciones.
Atzel era holgazán por naturaleza. Odiaba madrugar y estudiar. Sabía que algún día tendría que hacerse cargo de los negocios de su padre, cosa que no deseaba.
Puesto que para ir al paraíso había que morir, decidió hacer precisamente eso lo antes posible. Tanto pensó en ello que pronto empezó a imaginar que estaba realmente muerto.
Por supuesto, los padres del muchacho se sintieron terriblemente preocupados. Aksah se encerraba a llorar. La familia hizo todo lo que pudo para intentar convencer a Atzel de que estaba vivo, pero él se negaba a creerles y rogaba: “¿Por qué no me entierran, no ven acaso que estoy muerto? Por culpa de ustedes no puedo ir al paraíso”.
Muchos médicos fueron llamados para examinar a Atzel y todos trataron de convencer al muchacho de que estaba vivo. Le hicieron notar que hablaba y comía. Pronto Atzel comenzó a comer menos y rara vez hablaba. Su familia pensó que iba a morir.
Presa de la desesperación Kadish fue a consultar con un gran especialista, famoso por sus conocimientos y su sabiduría. Era el Doctor Yoetz. Después de escuchar una descripción de la enfermedad de Atzel, el médico dijo al acongojado padre: “Les prometo curar a su hijo en ocho días, con una condición. Deben ustedes hacer cuanto yo les diga, no importa lo extraño que pudiera parecer”.
Kadish aceptó, y el Dr. Yoetz informó que visitaría a Atzel ese mismo día. Kadish fue a su casa y pidió a su esposa, a Aksah y a los sirvientes que siguieran las órdenes del médico sin discutir.
Cuando llegó el Dr. Yoetz lo llevaron al cuarto de Atzel. El muchacho yacía en cama, pálido y delgado por el ayuno.
El médico echó una mirada al joven y exclamó: “¿Por qué mantienen un cadáver en la casa? ¿Por qué no preparan el funeral?”
Los padres se llevaron un susto mayúsculo al escuchar esas palabras, pero el rostro de Atzel se iluminó con una sonrisa y dijo: “¿Ven ustedes? ¡Yo tenía razón!”
Aunque Kadish y su esposa quedaron perplejos por las palabras del médico, recordaron la promesa y fueron inmediatamente a hacer los arreglos del funeral.
El médico pidió que prepararan una habitación para que tuviera el aspecto del paraíso. Las paredes fueron cubiertas de satén blanco. Las persianas de las ventanas fueron cerradas y las cortinas firmemente unidas. Velas y lámparas de aceite ardían día y noche. Los sirvientes se vistieron de blanco con alas en sus espaldas para jugar el papel de ángeles.
Atzel fue acostado en un ataúd abierto y se efectuó una ceremonia fúnebre. Atzel quedó tan fatigado de felicidad que durmió durante todo aquello. Cuando despertó se encontró en una habitación que no pudo reconocer.
–¿Dónde estoy? –preguntó.
–En el paraíso, mi señor –le respondió un sirviente alado.
–Tengo un hambre terrible –dijo Atzel–. Quiero que me traigan una buena porción de carne de ballena y vino sagrado.
–En un santiamén, mi señor.
El mayordomo dio unas palmadas y en seguida aparecieron sirvientes y criadas, todos con alas en la espalda, con bandejas de oro cargadas con carne, pescado y frutas. Un sirviente de gran estatura y larga barba blanca trajo un vaso de oro lleno de vino.
Atzel comió con apetito voraz. Cuando terminó dijo que deseaba descansar. Dos ángeles lo desnudaron y bañaron y lo acostaron en una cama con sábanas de seda y un dosel de terciopelo rojo. Atzel cayó inmediatamente en un sueño profundo y feliz.
Cuando despertó ya era de día, pero daba igual que si hubiese sido noche. Las persianas estaban cerradas y las velas y las lámparas de aceite se hallaban encendidas. Tan pronto lo vieron despierto los sirvientes trajeron exactamente la misma comida del día anterior.
Atzel preguntó:
–¿No hay aquí leche, café, panecillos frescos y mantequilla?
–No, mi señor, en el paraíso se come siempre la misma comida.
–¿Es de día o todavía noche?
–En el paraíso no hay día ni noche –le contestaron.
Atzel comió otra vez pescado, carne y fruta, y bebió el vino, pero su apetito no fue tan bueno como antes. Cuando terminó de comer preguntó qué hora era.
–En el paraíso no existe el tiempo –le dijeron.
–¿Qué hago ahora? –quiso saber.
–En el paraíso, mi señor, no s–e hace nada.
–¿Dónde están los otros santos? –inquirió.
–En el paraíso cada familia tiene su lugar propio –le explicaron.
–¿Se puede ir de visita?
–En el paraíso las moradas están demasiado distantes entre sí para visitarlas. Llevaría millares de años ir de una a otra.
Atzel preguntó entonces:
–¿Cuándo vendrá mi familia?
–Tu padre tiene todavía 20 años de vida y tu madre 30. Y mientras vivan no pueden venir a este lugar.
–¿Y qué me dicen de Aksah?
–Ella todavía tiene más de 50 años de vida.
–¿Tengo que estar solo todo ese tiempo?
–Sí, mi señor.
Atzel caviló un rato y luego preguntó:
–¿Qué hará Aksah?
–En este momento está de luto por ti. Pero tarde o temprano te olvidará, conocerá a otro joven y se casará. Siempre las cosas pasan así entre los vivos.
Atzel se levantó y comenzó a pasear nerviosamente por la habitación. Por primera vez en muchos años tenía ganas de hacer algo, pero no había nada que hacer en su paraíso. Extrañaba a su padre; añoraba a su madre; ansiaba ver a Aksah. Deseaba tener algo para estudiar; soñaba con viajar; quería montar su caballo, también hablar con amigos.
Llegó un momento en que no podía ocultar su tristeza. Comentó a uno de los sirvientes:
–Ahora veo que no es tan malo vivir, como yo había pensado.
–Vivir es difícil, mi señor. Hay que estudiar, trabajar, hacer negocios. Aquí todo es fácil.
–Preferiría cortar leña y cargar piedras que estar sentado aquí. ¿Y cuánto durará esto?
–Por siempre.
–¿Quedarme aquí para siempre? –gimió Atzel mientras comenzaba a arrancarse los cabellos transido de angustia– Me quitaría la vida antes.
–Un hombre muerto no puede suicidarse.
El octavo día, cuando Atzel había llegado a la más profunda desesperación, uno de los sirvientes fue a verlo y de acuerdo con lo planeado le dijo:
–Mi señor, ha habido un error. Tú no estás muerto. Debes abandonar el paraíso.
–¿Quieres decir que estoy vivo?
–Sí, estás vivo, y te llevaré de regreso a la Tierra.
Atzel no cabía en sí de alegría. El sirviente le vendó los ojos y después de pasearlo una y otra vez por los largos corredores de la casa lo trajo a la habitación donde se había congregado la familia, y allí le quitó la venda.
Era un día despejado y el sol brillaba a través de las ventanas abiertas. En el jardín los pájaros cantaban y las abejas zumbaban. Lleno de júbilo abrazó a sus padres y a Aksah.
Preguntó a la muchacha:
–¿Me amas todavía?
–Sí, te amo. No podía olvidarte.
–Pues entonces es hora de que nos casemos.
Poco después tuvo lugar la boda. El Dr. Yoetz fue el invitado de honor. Los músicos tocaron; los invitados llegaron de ciudades lejanas. Todos trajeron finos regalos para los desposados. La fiesta duró siete días y siete noches.
Atzel y Aksah fueron muy felices y vivieron hasta una edad avanzada. Atzel dejó de ser un holgazán y llegó a ser el mercader más diligente de toda la comarca.
No fue hasta después de la boda que Atzel supo cómo lo había curado el Dr. Yoetz, y que había vivido en un paraíso de tontos. Muchos años más tarde Atzel y Aksah contaban a menudo a sus hijos y nietos el cuento de la maravillosa cura del Dr. Yoetz y siempre terminaban con estas palabras: “Pero por supuesto nadie puede decir cómo es verdaderamente el paraíso”.
Condensado de “Zlateh the Goat and Other Stories”. © 1966 por Isaac Bashevis Singer.
Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo LXXVIII, Número 467, Año 39, Octubre de 1979, págs. 41-45, Reader’s Digest México, S.A. de C.V., México, D.F., México
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