jueves, 1 de mayo de 2025

Justicia del Desierto

Por James L. Barton
Doctor en Teología, autor de «Daybreak in Turkey», «The Story of Near East Relief», etc.

En este cuento policíaco del desierto, que publicó por vez primera la revista The Youth's Companion, el doctor Barton revela su conocimiento del mundo árabe, y pone de manifiesto, con pintoresca gracia, la sutileza de ingenio de los musulmanes.



FORMANDO parte de la expedición del jeque árabe Mahmoud Ibn Moosa, dueño de una caravana de noventa camellos, dejé muy de mañana la ciudad de Aintab, en Siria, para dirigirme a Bagdad por la llanura de Mesopotamia. El barbudo jeque montaba un asno blanco de gran tamaño al que trataba con ostensibles muestras de consideración y respeto. Jeque y asno descansaban por la noche en la misma tienda y raramente se les veía separados durante el día. Los diecinueve hombres de la caravana eran ignorantes hijos del desierto. Su única ley eran las órdenes del jefe, de cuyas manos recibían premios y castigos con estólida impasibilidad.


Tenía yo ochenta monedas de oro en una maleta de cuero que guardaba por la noche en mi tienda. El primer cuidado mío al levantarme era meterla mano en la maleta para saber si el saquito del dinero continuaba allí. La mañana del noveno día me quedé de una pieza al ver que el saquito había desaparecido.
Inmediatamente acudí a Ibn Moosa

—Mahmoud Ibn Moosa—le dije—hace ocho días que soy invitado tuyo y quiero darte las más sinceras gracias por tu espléndida hospitalidad.
Ibn Moosa se golpeó el pecho con la palama de las manos y repuso:
—Dar hospitalidad es el mayor deleite de un árabe.
—Con gran dolor —continué— me veo obligado a decirte que una sombra ha nublado el sol de mi gozo. Me ha ocurrido algo que, en mi calidad de invitado, juzgo deber mío revelar a mi huésped.
Lo puse al tanto de la desaparición del dinero. Tras de hacerme algunas preguntas, se sentó y estuvo silencioso un buen rato, mientras se acariciaba pausadamente las fluviales barbas. Luego me dijo:
—Estaremos acampados todo el día de hoy. Hay que reparar alagunas enjalmas y herrar tres o cuatro borricos. Antes de la puesta del sol recobrarás tus monedas de oro. ¡Inshalla! Vete en paz.

Como una hora después lo vi alejarse del campamento.  Iba solo. Ya era pasado mediodía cuando volvió y, dando orden de que nadie lo molestara, entró en la tienda  y corrió la cortina. He de confesar que empecé a sentir inquietud por mi dinero. El único que podía recobrarlo y devolvérmelo dormía a pierna suelta. Tres horas después salió para pedir la comida. Mi desconfianza había y no excluía ya al mismo jefe.
Pero cuando terminamos de comer, el viejo jeque surgió de la tienda, vestido con sus prendas más lujosas, y se encaminó con ceremoniosa lentitud al montón de las mercaderías  que se levantaba en medio del campamento. Encaramose ágilmente, sentose en lo más alto, hizo señas para que me pusiese a su lado y ordenó con voz severa:
—¡Aquí todos los hombres!

Cuando estuvieron reunidos ante esa especie de trono, el jeque miró con estudiada insistencia todos aquellos rostros inexpresivos que tenían fijos en él los ojos. El mudo escrutinio se prolongó, cuando menos, por cinco minutos. El silencio era tan penoso que yo sentía la tentación de romperlo. Saltaba a la vista que los hombres estaban conturbados; no movían músculo ni cambiaban la dirección de sus miradas. Por fin el jeque empezó a hablar con tono mesurado.
—Hoy —dijo— mi nombre ha sido deshonrado ante este howadji (viajero) y ante Alá. El robo es siempre un crimen espantoso que Dios y los hombres execran; pero aquel que roba a sus invitados es siete veces maldito. Este howadji puso en mí su confianza. Ha sido, no obstante, robado en mi propia casa. Como no ha venido al campamento ningún extraño, es claro que el ladrón se encuentra entre vosotros. Con la desvergüenza del mismo Satán, se sienta ante a mí y trata de ocultar su crimen.

Al llegar a este punto, el jeque prorrumpió en imprecaciones, clamando que ningún castigo era bastante severo para el criminal y que el mismo Dios se cubría el rostro cuando miraba a aquellos hombres entre los cuales tenía sitio tan empedernido pecador. Describió la indignación de Alá que le pedía destruir al culpable y devolver el oro. Su voz se había ido elevando a medida que avanzaba en su peroración; pero, repentinamente, hizo una pausa y, recobrando el tono reposado, continuó:
—El asno blanco que está en mi tienda es descendiente directo de Alborak, el fabuloso animal blanco que montó Mahoma para ir de La Meca a Jerusalén y de Jerusalén a La Meca, pasando por los siete cielos. Está dotado de fino sentido profético y nunca deja de  revelar la verdad divina. El espíritu de Mahoma el Grande está con mi asno y lo utiliza para dar a conocer el pensamiento de Alá. Ahora va a decirme quién es el que ha cometido este horrendo crimen. El asno no habla nuestra lengua porque tiene garganta de asno, pero su espíritu es el espíritu de Dios. Hará uso de su propia lengua para denunciar al culpable. Os mando que entréis en la tienda uno por uno. Corred la cortina para que nadie más que el asno y Alá pueda veros. Luego tirad la cola del asno. Cuando toquen la cola manos inocentes, el asno permanecerá en silencio; pero tan pronto como la mano del ladrón se pose allí, empezará a rebuznar. El rebuzno será su mensaje para nosotros, que nos apoderaremos del ladrón y lo mataremos sin piedad.

El hombre que estaba de último en la fila recibió orden de ir el primero; se levantó solemnemente, entró en la tienda, corrió la cortina, permaneció dentro algunos segundos y volvió a su sitio. El jeque hizo seña al segundo hombre, luego al tercero. Era difícil distinguir si los hombres estaban más emocionados que yo, o si lo estaba yo más que ellos. Doce hombres entraron y salieron sin que se oyera el rebuzno. Trece, catorce, quince, dieciséis; ya sólo faltaban tres. Mi ansiedad iba en aumento. Diecisiete, dieciocho; ya entraba en la tienda el último.

Iba a tener lugar el desenlace si el arbitrio no fracasaba. El último hombre entró y volvió a salir sin que se oyese nada. Habíamos confiado el problema a un borrico y nos había defraudado.

Pero Mahmoud Ibn Moosa me dijo por lo bajo:
—No diga nada, todo va bien.
Los hombres habían vuelto a sentarse en el mismo orden de antes.
—Poneos en pie —ordenó el jeque.
Cuando todos le obedecieron, añadió:
—¡Extended las manos las manos con las palmas hacia arriba!

Todos los hombres extendieron las manos. Ibn Moosa descendió del pedestal y, dirigiéndose hacia el primer hombre que había entrado en la tienda, se detuvo ante él y hundió la faz en sus palmas extendidas. Permaneció así así cinco segundos, y repitió la operación con el siguiente hombre. Yo me devanaba los sesos tratando de adivinar el sentido de todo aquello. Llegó al duodécimo hombre, hundió la cara en sus palmas, se enderezó súbitamente, dio un salto atrás, tiró de la espada y rugió con voz de trueno:
—¡Tú, perro ladrón, saca ese oro al instante o te destripo aquí mismo!

El hombre hundió la cara en el suelo pidiendo gracia, se  paró de un salto, salió fuera del círculo que formaban los camellos, levantó un pedrusco plano y volvió con mi saquito de lona.
—¡Dáselo al howadji!

Puso el hombre la bolsa en mis manos y vi que el oro estaba intacto. Dos hombres recibieron orden de azotar al ladrón. Tras de algunos azotes no demasiado fuertes, pedí gracia para él, y fue perdonado. El jeque entró en su tienda y la reunión se disolvió.

Estaba muy satisfecho por haber recobrado mi dinero, pero me perseguía aguijoneándome la curiosidad de saber cómo había sido descubierto el ladrón. No acertaba a dar con explicación alguna que me satisficiera.

Cuando emprendimos camino la siguiente mañana, pedí al jeque que me descubriese francamente el misterio. Me miró con cómica expresión y dijo:
—No se lo digas a mis hombres, pero la cola del asno estaba impregnada de una solución de menta que dejé secar. Todos tiraron de la cola menos el ladrón. Sus manos eran las únicas que no olían a menta.
—¡Mashallah! —repliqué—. ¡Dios es grande!



Condensado de un cuento original de James L. Barton

Revista Selecciones del Reader’s Digest, Marzo de 1947, Tomo XIII, N° 76, págs. 58-60, Selecciones del Reader’s Digest, S.A., La Habana, Cuba


James Levi Barton (1855-1936): Misionero y educador protestante estadounidense que dedicó su vida a establecer y administrar escuelas y universidades en Oriente Próximo, y a supervisar las labores de socorro en esa región antes y después de la Primera Guerra Mundial. Wikipedia

Inshallah (إن شاء الله): Expresión árabe, que significa "si Dios quiere" o "si es la voluntad de Dios". Se utiliza para expresar la esperanza en la realización de algo futuro, reconociendo que todo depende de la voluntad divina. Wikipedia y otros.

Enjalma: Especie de aparejo de bestia de carga, como una albardilla ligera.  DLE RAE
Conturbado. adj. Revuelto, intranquilo. inquieto, intranquilo, confuso, perturbado. DLE RAE

Mashallah. El significado literal de mashallah en español es ‘lo que Dios ha querido‘. eiarabe.com


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