Sherlock Holmes de Carne y Hueso
El hombre que inspiró a Conan Doyle el famoso personaje de sus novelas policíacas
Por Irving Wallace
Cierta noche de las postrimerías del siglo pasado, 12 amigos a quienes una partida de caza congregó en Escocia durante un fin de semana entretenían la cena con animada conversación acerca de los crímenes célebres que nunca logró esclarecer la policía. Uno de los comensales, el doctor Joseph Bell, tenía pasmados a los demás con la sutileza de sus deducciones.
Fue el doctor Bell un cirujano eminente y distinguido catedrático de la Universidad de Edimburgo, en la cual, por su asombrosa técnica de maestro, ejerció manifiesta en los alumnos que en el transcurso de cinco décadas pasaron por su aula. A este número pertenecieron Arthur Conan Doyle, Robert Louis Stevenson y James M. Barrie.
‒La mayoría de las personas–decía esa noche el doctor Bell‒miran, pero no observan. Con darle un vistazo a un hombre, nos bastará para leer su nacionalidad, que lleva escrita en la cara; sus medios de vida, en las manos; y el resto de su historia, en el porte, los modales, los dijes del reloj, y las motas que se le pegaron a la ropa.
‒Una vez‒continúa el doctor‒entró un paciente en la sala donde me hallaba con algunos de mis discípulos.
«Señores–les dije– este hombre ha servido en un regimiento de escoceses; probablemente, en la banda de música.» Acto seguido les invité a reparar en el contoneo del paciente, que recordaba el de los gaiteros de esos regimientos. Por lo demás, su poca estatura me indicaba que, de haber servido en el ejército, debió ser en una banda de música. El hombre aseguraba, sin embargo, que era zapatero y nunca había estado en filas. Le mandé que se quitara la camisa. Reparé entonces en la marca que tenía en la piel: una diminuta D azul. Era así como acostumbraban señalar a los desertores durante la Guerra de Crimea. El hombre acabó por confesar que, en efecto, había pertenecido a la banda de un regimiento de escoceses de los que combatieron allí. Deducirlo de su apariencia no había sido difícil. Era realmente elemental, señores.
–El doctor Bell es casi un Sherlock Holmes –reparó en esto uno de los comensales.
–Señor mío –repuso vivamente el aludido– yo soy Sherlock Holmes.
Efectivamente –y así lo declara el propio Conan Doyle en su autobiografía– fue el doctor Bell quien le inspiró la creación de ese popularísimo personaje.
Las reglas que da Sherlock Holmes para la deducción y el análisis son mero trasunto de las que el doctor Bell aplicaba en la realidad de la vida. «Trato siempre de grabar en el ánimo de mis discípulos la gran importancia de las diferencias menudas; la significación inagotable de las pequeñeces–manifestaba el doctor en cierta ocasión a un reportero–Por ejemplo, casi todo oficio mecánico va escrito en las manos de quien lo ejerce. Las cicatrices del minero no son las del picapedrero. Las callosidades del carpintero difieren de las del albañil. No es uno mismo el modo de andar del marinero y el del soldado. Por lo que hace a las mujeres, un médico que sea buen observador podrá frecuentemente decir de antemano con toda exactitud la región del cuerpo de que van a quejarse.»
Según el doctor Bell, adquirir y desarrollar el hábito de la observación es indispensable al médico y al detective. En cuanto a los demás hombres, cultivar ese hábito les serviría para que su mundo, antes monótono, les ofreciese a cada paso la emoción de la sorpresa y la aventura.
«Cuando nuestra familia viajaba en tren–cuenta la señora de Cecil Stisted, hermana del doctor– Joseph nos indicaba de dónde venían los viajeros que ocupaban los otros asientos, adónde se dirigían, y agregaba a esto algunos pormenores relativos a la profesión y antecedentes de cada cual. Todo ello sin haber cruzado palabra con ninguno. Después, al ver que acertó en cuanto nos dijo, nos parecía cosa de magia.»
Estaba el doctor Bell una tarde sentado ante el escritorio en su despacho de la Enfermería Real cuando llamaron a la puerta.
–¡Adelante!–dice el doctor; y luego mirando fijamente al hombre que acababa de entrar– ¿A qué se debe su preocupación?
–¿Quién le dijo que estoy preocupado?
–Esos cuatro golpecitos. Un hombre libre de preocupaciones al llamar a la puerta se habría contentado con dar dos golpecitos; tres, a lo sumo.
En efecto el visitante estaba preocupado.
«Solía el doctor Bell –refiere Conan Doyle en una entrevista– permanecer sentado en su sala de consulta y diagnosticar la dolencia del enfermo que acababa de entrar allí antes de que éste despegase los labios. No solamente le decía cuáles eran los síntomas: llegaba hasta darle algunos pormenores de su vida pasada. Y muy rara vez dejaba de acertar.»
Esforzábase el doctor Bell día tras día en demostrarles a sus alumnos que la observación no es magia, sino ciencia. En la Enfermería Real, tras de examinar con una rápida ojeada al paciente recién llegado, decía, pongamos por caso:
–Zapatero remendón.
Luego a solas con sus alumnos les explicaba:
–Tenía raído el pantalón por el lado de adentro, cerca de las rodillas. Es una particularidad característica de los remendones, que apoyan ahí la piedra de batir el cuero.
En los días en que el joven Conan Doyle era alumno practicante del doctor Bell, le oyó preguntarle a un paciente que acababa de llegar al consultorio:
‒¿Le gustó el paseo que dio por el campo de golf cuando venía para acá?
‒Sí, doctor ‒repuso el otro‒ pero… ¿andaba usted también por allí?
El doctor Bell, que no había salido del consultorio, le explicó:
‒En días lluviosos como el de hoy la arcilla rojiza se le pega a uno a los zapatos; y cómo sólo por los lados del campo de golf hay arcilla de ésa…
Conan Doyle menciona en su autobiografía el siguiente caso en que brillan las dotes de observador del doctor Bell. Después de mirar en silencio por unos minutos a un nuevo paciente, le dice:
‒Veo que sirvió usted en un regimiento de escoceses y que lo licenciaron hace poco.
‒Así es, doctor.
‒Fue suboficial y estuvo de guarnición en la Barbuda.
‒Sí, doctor.
Dirigiose entonces el doctor Bell a sus alumnos:
‒Observen ustedes, señores: El paciente, no obstante ser hombre respetuoso, entra aquí con el sombrero puesto. Señal de que no ha perdido la costumbre militar de no descubrirse. Si lo hubiesen licenciado antes ya habría aprendido lo que se estila entre paisanos. Por su aire, se nota en seguida al hombre acostumbrado a mandar, y también al natural de Escocia. La enfermedad que lo aqueja es la elefantiasis, lo cual nos indica que sirvió en las Antillas.
Tanto impresionó el episodio a Conan Doyle que años después lo reprodujo con muy ligeras variantes en su novela de Sherlock Holmes, El Intérprete Griego.
Arthur Conan Doyle se graduó en 1881 en la Universidad de Edimburgo. Puso su placa de oculista en la puerta y se sentó a esperar pacientes. Al cabo de seis años seguía esperándolos. La urgencia de procurarse alguna entrada lo empujó a escribir para el público. Tras un poco afortunado comienzo, ínfluido por la lectura de Poe y Gaboriau, quiso probar sus fuerzas en el cuento policíaco. Para ello se propuso crear un detective que se apartase de lo corriente.
«Recordé a mi antiguo maestro el doctor Bell‒cuenta en su autobiografía‒De ser detective, con seguridad él hubiera convertido la interesantísima pero desordenada materia de esa profesión en algo semejante a una ciencia exacta. Está muy bien eso de decir que un hombre es muy listo‒pensaba yo‒pero el lector querrá pruebas que así lo demuestren; pruebas como las que el doctor Bell nos daba diariamente. La idea me pareció divertida.»
Sherlock Holmes entró al mundo de la novela en 1887, en las páginas de Beeton’s Christmas Annual. Fue un comienzo poco prometedor. Sin embargo, dio motivo, pasados dos años a que el director de un periódico estadounidense pidiera a Conan Doyle nuevas aventuras de Sherlock Holmes. Esto puso al hoy famoso detective en camino de la inmortalidad literaria.
A lado y lado del Atlántico, cada nueva hazaña de la perspicacia de Sherlock Holmes‒a la cual sabía comunicar tanta verosimilitud como interés la diestra pluma de Conan Doyle‒suscitaba apasionados comentarios entre los muchos admiradores del sagaz detective. En la Aventura del Maestro de Obras de Norwood (*), cuando irrumpe en el piso de la calle Baker un joven poseído de la más viva agitación, quien se presenta a sí mismo diciendo que es el desventurado John McFarlane, Sherlock Holmes responde perezosamente:
‒Menciona usted su nombre como si por eso hubiera de saber yo de quien se trata; pero le aseguro que, fuera delo que salta a la vista, o sea, que es usted soltero, abogado, masón y asmático, no sé absolutamente nada acerca de su persona.
(*) En español, La Aventura del Constructor de Norwood o El Constructor de Norwood.
Con todo y su perspicacia el doctor Bell no era infalible. Sabía, eso sí, ver el lado cómico de las cosas. Cuando sus visitantes le instaban a que refiriese alguno de los casos en que brilló su gran talento deductivo, se complacía en relatarles lo que ocurrió en una visita de hospital.
‒¿Es usted músico?‒pregunta al enfermo ante cuya cama acaba de detenerse.
‒Sí, señor.
A tal respuesta, el doctor Bell se dirige a sus alumnos en tono magistral:
–¿Lo están viendo ustedes? El caso es muy sencillo: parálisis de los músculos faciales ocasionada por el repetido esfuerzo al tocar instrumentos de viento. Una pregunta básica bastará para confirmar el diagnóstico.
–¿Qué tocaba usted, buen hombre?–dice dirigiéndose al músico.
Clava éste ambos hombros en la almohada, se incorpora a medias y responde:
–¡El bombo, doctor!
Condensado de «The Saturday Review of Literature»
Fuente:
Revista Selecciones del Reader’s Digest, Agosto de 1948, tomo XVI, N° 93, págs. 39-42, Selecciones del Reader’s Digest, S.A., La Habana, Cuba
La nota añadida sobre el Constructor de Norwood es mía. B.A.
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