Por Luis Felipe Angell (Sofocleto)
La primera industria peruana es la producción de analfabetos.
Cada año se reciben nuevas promociones de paisanos que cuando miran una jota creen que están viendo un anzuelo y piensan que cuando miran una “A” es una escalerita de tijera por donde suben las hormigas para cortar camino. La vida -para ellos- termina donde comienza el abecedario y permanecen al margen de toda posibilidad social y de todo progreso, desconcertados ante el misterio de una cartilla rarísima cuyas intimidades nadie les explicó a tiempo. Ajenos a sus propias limitaciones, los iletrados nacionales suponen que un periódico se ha hecho para envolver paquetes y un libro para equilibrar las patas de una mesa.
-¡Usted es analfabeto?
-No, doctor. Yo soy Belisario.
Llaman doctor a todo el que usa anteojos, como si las diatrías fueran una patente de cultura o una prueba de ser “leído y escribido”, hundiéndose poco a poco en esa invalidez mental que se adquiere cuando el cerebro se herrumbra por falta de uso y hace que –al pensar su propietario- le crujan las meninges pidiendo aceite a gritos implorando un lavado y engrase que le ponga la tutuma como sobre ruedas. Hay quienes suponen que el cráneo desarrolla por su cuenta y termina, al cabo de los años, convertido en una hermosura pensante, capaz de resolver en dos patadas cualquiera de las ecuaciones que nos presenta la vida. Pero esto es más falso que dentadura de viejo, porque la materia gris necesita afinarse permanentemente como instrumento delicado que es y requiere del ejercicio, el entrenamiento y la práctica indispensable para que su dueño se llene de prestigio y evite una fama de burro que no se la quita ni su abuela.
-Don Alfredo, ¿qué es un subsidio?
-Es cuando alguien se mata porque está cansado de la vida.
Pero si el analfabeto no lee porque está en ayunas gramaticales y un esfuerzo en tal sentido puede conducirlo al manicomio, más grave es el caso de quien rompió la barrera del parvuliche y limita su cultura al estudio semanal de los programas hípicos o cinematográficos viviendo en una permanente anemia cerebral que le impedirá más tarde ser campeón en el “chanchito de la inteligencia”, aprender inglés por disco o inventar el lápiz con dos borradores. El problema fundamental de nuestro país está en su falta de cultura, que no consiste en saber de paporreta las actividades de Colón en su tercer viaje sino en tener conciencia y consciencia de lo que es un ser humano y del papel que desarrolla en la vida social. Pensar y saber qué piensan otros hombres, buscar en sus ideas una luz que nos guíe y mejore, cultiva el espíritu a través de la lectura, son posibilidades mágicas que nos dan el alfabetismo y la escuela. Todo esto, naturalmente, condicionado a ciertas normas de higiene mental que eliminen algunos tipos de literatura más propios de la Baja Policía que de un cerebro con venitas y todo:
-Tú siempre tan culta, monona. ¿Qué lees?
-“Amor de Secretaria”, de Delly. Existencialista. Al final le suben el sueldo.
No interesa que prolifere el lector “sobaco ilustrado”, más exhibicionista que sincero, pero sí resulta indispensable allanar el camino de quienes tienen la necesidad de leer o viven dentro de un impulso permanente de mejora espiritual. Por eso, cuando el movimiento de las Bibliotecas Municipales comenzó a tomar fuerza y volumen, saludamos la idea como un paso firme dado hacia el real beneficio de la colectividad. Cuando abrieron la de San Isidro estuve de oletón en la ceremonia inaugural. Me pareció una obra estupenda y dije en un artículo que sería recogida con entusiasmo por los habitantes del bosque, que no leen bajo los olivos porque entre mosquitos y hormigas se los llevan en peso al Callao. En lo que va del año se ha computado 30,000 lectores, sin contar al loco Toribio quien, al presentarse vestido con un zapato izquierdo, una gorrita y medio metro de cuchillo amarrado con una pita en el pescuezo, produjo una estampida que no dejó un solo literato en el salón.
-¿El Loco? De Andreviev. Sí lo tenemos, señor.
-¡No, digo que el loco está acogotando al otro bibliotecario.
Son gajes del oficio, pero de todas maneras es digno de encomio el trabajo que desarrollan en la biblioteca de San Isidro, como lo es sin duda en el resto de las bibliotecas municipales, escolares y públicas del país.
Necesitamos urgentemente, desesperadamente, que los peruanos lean, para que no sigan al margen de la vida y les hagan perro muerto en la primera de espadas. Ojalá que la razzia económica con que se busca reducir el déficit no pase su guadaña por estos centros de cultura, bajo las artes de un criterio que considera al lector un reverendo ocioso que no tiene nada mejor que hacer. No cambiemos los libros por las libras.
-Señorita, ¿tiene “Un Amor Secreto”?
-¿Y a usted qué le importa, insolente?
Fuente:
Luis Felipe Angell, Sofocleto en Dos Columnas, Primera Edición, Ediciones Myself, Lima, Perú, 1960, pp. 90-93
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