Por Robert O’Brien
Parecía como si todos los males se hubieran dado cita para llegar al
mismo tiempo. Una reducción de gastos en el diario en que trabajaba me dejó
cesante en momentos en que mi familia necesitaba más de mi ayuda. Andaba yo
buscando empleo inútilmente cuando el padre de Mary cayó enfermo de gravedad.
Tendría ella que permanecer a su lado por tiempo indefinido, consagrada a
cuidarlo. Semanas antes nos sonreía la vida; habíamos estado haciendo planes
para nuestra boda. ¿Ahora? Ahora nos hallábamos frente al desastre.
Invierno en la tierra… y también en nuestros corazones.
Multitud de veces me había tocado enterarme de los infortunios ajenos.
En mi calidad de reportero debía tomar nota de casos como la pérdida del
empleo, la enfermedad repentina, el accidente grave, que dejaban atribulada a
una familia hasta entonces dichosa. Mi oficio era escribir acerca de esos
casos… impersonalmente. Pero este caso me hería en lo más vivo:el atribulado
era yo mismo.
Al final de una tarde plomiza y desapacible, bien abrigado con un
grueso jersey, salí de casa y llamé a Mary por teléfono desde la botica de la
esquina.
-Salgamos a dar una vuelta y a respirar al aire libre-le dije.
-Vayamos a la playa-propuso Mary-. No sé por qué siento deseos de ver
el mar.
Al poco rato se hundían nuestras pisadas en la arena de la playa
envuelta en las últimas claridades del atardecer. Las olas claras y frías se
estrellaban en la orilla con tumultuoso hervor. Detrás de ellas iba
extendiéndose la bruma.
Sentados en un madero que el oleaje había dejado en seco, empezamos a
hablar. A nuestra espalda, más allá del alto malecón, se veía el paseo por el
que no transitaba un alma. Estábamos solos en el mundo… solos con nuestras
penas.
-Todo tiene arreglo en esta vida -me dijo Mary tomando mi mano entre
las suyas-. Podemos trabajar y esperar hasta que cambie la suerte.
Trataba de mostrarse valerosa y confiada. Sacudí tristemente la
cabeza, consciente de que debíamos arrostrar la realidad, y le dije:
-Las cosas no siempre se resuelven a la medida de nuestros deseos.
Cuando la vida se revuelve contra uno, no hay modo de cambiar su curso. He
visto fracasar a muchos. Nosotros no somos distintos. La vida no hace
excepciones con nadie.
Me quedé mirándola. Tenía la vista perdida en la arena y el semblante
velado de tristeza.
-Mary –seguí diciéndole- estamos en un callejón sin salida. Empeñarnos
en seguir como vamos será hundirnos juntos. Tu padre no puede valerse sin ti.
Yo no tengo con qué mantenerte. Tú tienes que quedarte y yo debo irme. Sí, debo
marcharme a buscar trabajo donde lo haya. Tal vez será mejor que trates de
olvidarme.
Ella calló. En realidad, nada había que decir.
En la helada brisa nocturna flotó la voz lamentosa de una sirena de
nieblas. El frío era cada vez más intenso. Mary empezó a tiritar. Nos levantamos
y echamos a andar por la playa desierta, oprimidos de silencio y pesadumbre los
corazones.
-¡Mira!
Miré hacia donde señalaba Mary. Al principio vi solamente la perezosa
sucesión de las olas. Luego distinguí algo. Parecía un madero, juguete del mar.
Sin embargo, Mary y yo sentimos que no era eso. Echamos a correr. El agua nos
penetraba de su frialdad al arremolinársenos en las rodillas, en la cintura. Al
fin llegamos. Era una mujer. Estaba completamente vestida. La agarramos cada
uno por un brazo.
-¡Déjenme!-dijo tratando de soltarse- ¿Déjenme!
Forcejeamos con ella en medio
de la oscuridad y la niebla, entorpecidos nuestros movimientos por el oleaje y
lo empapada que teníamos la ropa. Logramos al cabo ganar un sitio donde el agua
era poco profunda. Entonces se desmadejó la mujer y quedó hincada de rodillas.
Era bien parecida y no representaba arriba de 25 años. El bolso de
mano flotaba cerca de ella, sujeto al brazo por la larga correa del asa.
La mujer levantó la cabeza y nos miró. Tenía hundidos y apagados los
ojos, sin color las mejillas. Un temblor le agitaba los hombros endebles. Las
olas rompían en torno nuestro y trataban de arrastrarnos; la arena nos
restregaba los tobillos.
Medio en vilo, medio arrastrándonos, sacamos a la mujer a la playa. A pocos
metros de la orilla se nos escurrió de entre las manos. Arrodillándonos de
espaldas al viento, le frotamos enérgicamente las piernas y los brazos. Empezó
a respirar lenta y entrecortadamente.
-Voy a pedir auxilio-dije.
-Corre-contestó Mary.
A un kilómetro del malecón había un merendero. El viejo de blanco
delantal que estaba ocupado en hacer café me miró de hito en hito. Debía de ser
curiosa mi facha con la ropa chorreando agua. Fui al teléfono y llamé a la
policía. Cuando iba marcharme se me acercó el viejo.
-Aquí tiene-dijo entregándome una jarra de humeante café y unos vasos
de papel. Rehusó con un ademán el pago.
Tropezando aquí y allá en la arenosa playa envuelta en la oscuridad
corrí hacia Mary. Quería hallarme a su lado cuanto antes, en el caso que la
mujer falleciese.
-Aún tiene pulso-dijo Mary.
-Ya viene la policía.
Viendo que la mujer era incapaz de tomar ni un sorbo de café, seguimos
friccionándole piernas y brazos. Nos pareció que era lo único que podíamos
hacer por ella. En la sombra nocturna resonaba distante, lento y avasallador el
ritmo del mar.
A poco rasgó la niebla el haz de un reflector que desde el malecón
recorría la playa. Apenas nos enfocó permaneció fijo en nosotros. Llegaron
corriendo dos policías.
Uno de ellos examinó el contenido del bolso de mano. Un billete de 20
dólares. Un pase de automovilista. A la luz de la linterna leyó: «Judith Snow, edad
28 años».
La mujer estaba ahora completamente inmóvil. Era imposible notar si
respiraba o no.
-Creo que ha muerto-me dijo uno de los policías.
-No. Todavía se le siente el pulso-dijo Mary.
Rasgó el aire la sirena de una ambulancia. Surgieron de la niebla dos
camilleros que corrían hacia nosotros. Rápida y suavemente colocaron a la mujer
en la camilla. Vimos dibujarse sobre nuestras cabezas varios rostros a los que
servía de fondo el telón de la niebla. Allá arriba, en el borde del malecón, un
grupo de gente miraba hacia la playa como miran al redondel los espectadores de
un circo.
Triste era la procesión que formábamos al subir por la rampa del
malecón los camilleros, los policías, Mary y yo. Al salir de la rampa nos
envolvió en fugaz y cegadora claridad el fogonazo de la bombilla de un
fotógrafo de periódico que estaba acechando nuestra llegada. Los camilleros
deslizaron cuidadosamente a la mujer en el interior de la ambulancia, que acto
seguido se alejó a toda velocidad.
Mary y yo tomamos asiento en el auto patrullero de la policía. Uno de
los agente apuntó nuestros nombres y direcciones. Le contamos lo que había
dicho Judith Snow y cómo habíamos tratado de salvarla. El agente se nos quedó
mirando desde la penumbra del fondo del coche. Era joven, y su rostro cobró una
expresión preocupada cuando nos dijo:
-Si tardan ustedes unos minutos más, habría muerto sin remedio. ¿Qué
tal se siente uno al saber que ha salvado una vida?
Mary me estrechó la mano y no dijo nada. Yo tampoco hallé nada que
decir.
Esa misma noche, a hora bastante avanzada telefoneamos al hospital. En
mis andanzas nocturnas de reportero había hecho muchas llamadas parecidas; pero
esta vez no se trataba de una llamada de rutina.
-¿Quién habla?-preguntó con sequedad la enfermera.
Le di nuestros nombres y agregué:
-Somos los que salvamos a la señorita Snow en la playa del malecón.
El tono de la enfermera se hizo cordial al decirme:
-La señorita Snow no se ha repuesto aún de su estado de postración
nerviosa, pero hay en ella voluntad de vivir… y vivirá.
Al otro día por la tarde recibimos una carta por correo expreso. Venía
dirigida a Mary y a mí.La letra era clara y firme.
«Me sentía completamente sola en el mundo, y lo veía todo negro, y me
dio miedo -decía la carta-. Ignoro por qué Dios se apiadó de mí. Él me hizo ver
anoche que no estaba tan sola ni tan abandonada. Para mí será siempre un
milagro de Dios que ustedes acertaran a estar por esos lados… dos personas
extrañas, y sin embargo, dos amigos.
«Nunca volveré a sentirme sola en el mundo. Ahora sé que Dios ilumina
con su presencia el lugar más oscuro y más solitario de la Tierra. Les estoy
muy agradecida a ustedes y doy gracias a Dios, que por mediación de ustedes me
ha dado una nueva vida y un mundo nuevo. Judith Snow».
Mientras Mary y yo leíamos la carta cruzaban por mi imaginación el
viejo del merendero con su espontánea caridad; el joven policía con su cariñosa
preocupación; los camilleros con su diligente solicitud; la enfermera con su
voz afectuosa… y Judith Snow. Todos, personas extrañas; pero todos seres
humanos; todos prójimos nuestros.
Ante un mundo que súbitamente aparecía a nuestros ojos acogedor y
cordial, Mary y yo hallamos respuesta a la pregunta: ¿Qué tal se siente uno al
saber que ha salvado una vida? Porque si a Judith Snow se le había deparado en
la hora más negra de su existencia una nueva vida y un mundo nuevo, a nosotros
se nos deparó también igual beneficio.
Nunca más volvimos ni volveremos a sentirnos abandonados y solos en el
mundo. Una fe renovadas nos ha dado la fuerza necesaria para transformar las
dificultades en fuente de estímulos vitales. Gracias a los solícitos cuidados
de su hija, el padre de Mary mejoró en forma tal que dejó pasmados a los
médicos. Para la primavera estaba en franca convalecencia. En cuanto a mí, la
pérdida del empleo fue en realidad una fortuna: me libró de haberme pasado la
vida vegetando. Al enfrentarme a la necesidad de abrirme paso en un nuevo
campo, empecé a ganar en breve lo suficiente para sostener un hogar.
Una tarde de junio, al retirarnos Mary y yo del altar después de haber
recibido la bendición nupcial, nuestros corazones rebosaban de gratitud.
-Gracias -murmuré al oído de Mary.
-Gracias -murmuró ella sonriendo.
Alimentamos la esperanza de que Judith Snow haya podido oírnos, sea
cual sea el lugar donde se encuentre.
Fuente:
Revista Selecciones del Reader’s Digest, Enero de 1954, tomo XXVII, N°
158, págs. 44-48, Selecciones del Reader’s Digest, S.A., La Habana, Cuba