lunes, 30 de mayo de 2016
Así Nació el Conde de Montecristo
Después de más de un siglo se conoce el documento en que Alejandro Dumas dice cómo hizo el “Conde de Montecristo.
Por Alejandro Dumas
De Revue de la Pensse Francaise
Advertencia de B.A.: Si no has leído la novela de Dumas no leas este artículo que da algunos detalles importantes de ella, pero si no te importa eso entonces,adelante, vas por tu cuenta y riesgo.
Ya que charlamos, queridos lectores, bien puedo decirles aquí algunas palabras pro domo mea.
Se trata de bien poca cosa, de una simple calumnia que se me achaca aún después de veinticinco años. Como ven ustedes ya era tiempo que hubiera prescrito.
¡Pero cómo iba yo a tener tiempo de responder a mis detractores cuando apenas contaba con el necesario para contestar a mis amigos!.
Siempre se ha sabido que existe cierta inquietud por saber cómo han sido escritos mis libros y sobre todo quién los ha escrito.
Es tan simple de creer que a mí nunca se me ha ocurrido otra cosa.
Y, naturalmente, en aquellas obras en que he obtenido mayores éxitos es donde se me disputa con mayor obstinación la paternidad.
Y así, para no hablar más de una sola, en Italia se cree generalmente que fue Fiorentino quien hizo el Conde de Montecristo.
¿Por qué no creerán que he sido yo quien escribió la Divina Comedia?. Tenemos exactamente los mismos derechos.
Fiorentino ha leído el Conde de Montecristo como todo el mundo, pero no lo ha hecho delante de todo el mundo, dado el caso de que lo hubiera hecho.
Los italianos harán bien en no reclamar a Montecristo y será necesario que se contenten con el Assedio di Firenza, de Azeglio, y Dei Promessi Sposi, de Manzoni.
Digamos la razón por la cual escribí el Conde de Montecristo que justamente a esta hora se reimprime.
En 1841 vivía yo en Florencia.
El espíritu de los otros pueblos está tan poco en armonía con el espíritu francés, que cuando los franceses se encuentran en el extranjero se reúnen y forman una colonia.
Ahora bien, en 1841 la colonia francesa en Florencia tenía por centro la encantadora villa de Quarto, habitada por el príncipe Jerónimo Bonaparte y por la princesa Matilde, su hija.
Todos los compatriotas que llegaban a la ciudad de los Médicis pedían ser presentados a los príncipes.
Esta formalidad era llenada por mí desde 1834, de modo que en mi segundo viaje a Florencia en 1840, encontré que todavía era, para la familia en el exilio un viejo conocido.
El rey Jerónimo me bridaba su amistad, que desde aquella época, todavía me conserva –al menos, así lo espero- y de la cual no puedo decir que nadie jamás haya abusado.
Todos los días iba a su residencia en Quarto. Y no creo haberlo visitado más de dos veces desde que se encuentra en el Palacio Real.
Un día, al principio de 1842, en un momento en que, a propósito de los asuntos de Egipto, amenazaba a Francia una coalición, me dijo:
-Napoleón abandona el servicio de Wurtemberg y viene a Florencia. No quiere, como tú comprenderás, exponerse a servir contra la Francia. Una vez que esté aquí te lo recomiendo.
-¡Me lo recomiendas a mí, sire! ¿Y en qué puedo ser bueno?
-Para enseñarle la parte de Francia que no conoce aún, y para hacer con él algunas excursiones por Italia, si tienes tiempo.
-¿Conoce ya la isla de Elba?
-No.
-Pues bien, le conduciré a la isla de Elba si tal cosa puede agradaros. Está bien que el sobrino del emperador termine su educación con esa peregrinación histórica.
-En efecto me agrada, y retengo tu palabra.
-Perdón, sire, ¿pero cómo hemos de viajar?
-No te comprendo.
-No soy tan rico como para permitirme viajar principescamente, ni para para viajar al lado del príncipe.
-¡Oh! En cuanto a eso, que tu susceptibilidad no se resienta. Napoleón pondrá mil francos de su bolsa, tú otros mil de la tuya; yo te daré un ayuda de cámara con quinientos francos para los gastos de posta y de pasaje.
-Vaya, así todo está bien.
Cuando el príncipe Napoleón arribó estaba todo arreglado entre su padre y yo, y como lo previsto no cambiaba en nada sus planes habiendo pasado algunos momentos al lado de su familia y de sus amigos, se decidió poner en ejecución nuestro proyecto de viaje.
En aquel tiempo contaba yo treinta y nueve años y mi ilustre compañero apenas diez y nueve.
No diré aquí la buena opinión que formé de él ; como lo he dicho , no he de loar sino a los muerto o a los exiliados.
Partimos para Liorna en la calesa del príncipe y nuestro ayuda de cámara a la zaga en el postillón.
Seis u ocho horas después llegamos a Liorna.
Como ésta es una las ciudades que hay en el mundo apenas hubimos llegado cuando ya nos preparábamos para abandonarla. En consecuencia corrimos al muelle para dirigirnos cuanto antes a Porto Ferraio.
Pero para nuestra desgracia no pudimos encontrar ninguna embarcación, ni fue posible que nos dijeran cuándo podría haber alguna.
Nos paseamos pues por el puerto de Liorna, pasando revista a las barquitas de dos remos que buscan pasajeros que vayan a los paquebotes, y de pronto el príncipe me dirigió la palabra:
-¿Véis aquella barca, Dumas?
-¿Qué tiene de particular?
-Su nombre.
-¿Cómo se llama?
-Le Duc -de-Reichstadt.
-¡Ah! No deja de ser curioso.
-En efecto, ¿No es así?
-Vaya pues, monsieur (*), que si el rey no me hubiera constituido en vuestro mentor, yo os propondría una locura.
-¿Cuál?
-De ir a Porto Ferraio en esa barca.
-¿Habláis seriamente?
-No podría hacerlo más seriamente, tengo confianza en la fortuna del César.
El príncipe estaba junto a la barca de marras.
-Os dejo la responsabilidad de la proposición y yo me atengo a las consecuencias, díjome.
-Sin embargo, le dije con alguna vacilación.
-¿Retrocedéis?
-¡Sesenta millas en una barquita de fondo plano!
-¿Retrocedéis?
-¡Y el canal del Piombino por atravesar!
-¿Retrocedéis?
-¡Por Dios, que no! puesto que arriesgo mi vida con la vuestra , estoy tranquilo. Si vos no perecéis nadie me reprochará cosa alguna. ¡Vayamos por Le Duc -de-Reichstadt!
Y salté a mi vez en la barca.
Mientras discutíamos el precio con uno de los remeros, el otro iba al hotel a buscar las maletas y al ayuda de cámara.
Me parece que el precio fue de ocho paoli por día, más o menos nueve francos.
No le pediría al diablo que acometiera cosa igual.
Por lo demás, los marineros no dudaron un momento; cuando les preguntamos si podían conducirnos a la isla de Elba en su barquichuelo, respondieron:
-Hasta el África, si place a Vuestras Excelencias.
No fue lo mismo con el ayuda de cámara, un honesto alemán. Mientras nos dirigíamos al puerto no puso ninguna objeción: creyó que nos propondríamos abordar algún navío.
Pero una vez que salimos del puerto, que no vio otra cosa que el horizonte, que observó alos marineros abatir su tienda de vela para poner una pequeña vela sobre el improvisado mástil, el bravo teutón empezó a inquietarse.
Mientras tanto como no podía creer nuestra temeridad, vaciló algunos instantes: pero al cabo de un cuarto de hora, cuando ya no le cupo la menor duda, cuando reconoció que nuestra embarcación se dirigía al cabo sur de la isla de Elba, comenzó, en lengua germánica, un diálogo con el príncipe, que aunque no entendí una palabra, gracias a la pantomima, pude traducir palabra por palabra.
Era evidente que hacía a su amo algunos respetuosos reproches sobre su imprudencia, ya que el príncipe trataba de calmarlo.
Durante ese tiempo yo me dedicaba a tirarles a las aves de mar.
El príncipe Napoleón, que encontraba esto más divertido que tratar de calmar a su ayuda de cámara pronto se reunió conmigo.
Nuestra embarcación tenía de cómodo que cuando matábamos una gaviota o un goelandio, no teníamos que hacer más que dirigir la barca hacia el ave muerta, extender la mano y cogerla.
Encontramos tanto placer en esa caza que no pusimos la menor atención a una nube que se acercaba de Córcega, la cual, furiosa sin duda de nuestra distracción, señaló sin tardanza su presencia con una serie de relámpagos magníficos y una cadena ininterrumpida de majestuosos truenos.
-Mi querido Dumas, dijo el príncipe, no creo que pase nada a la barca del César, pese a la tempestad.
-Y nosotros llevamos sobre él una ventaja, ya que estamos en el mar y no sobre un río.
Diez minutos después, habían abatido la vela, el equipaje estaba en el fondo de la barca, y danzábamos como un tapón de corcho sobre las olas de quince pies de alto.
El príncipe tenía una gran ventaja sobre mí: fumaba y se había mareado; las preocupaciones secundarias le distraían de la principal.
Yo, que no me puedo marear ni fumo, me da absoluta cuenta de la situación.
Estuvimos en peligro durante casi tres horas.
Al fin de las tres horas el cielo se aclaró, el viento se calmó y el mar estuvo en reposo otra vez.
Estábamos empapados enteramente: de los pies a las rodillas por el agua del mar que habíamos embarcado; de la punta de los cabellos a las rodillas por el agua del cielo que el huracán había vertido sobre nosotros, con una prodigalidad que prueba que lo que el cielo da, lo da de todo corazón.
La tempestad nos había acercado a tierra; sólo que no era fácil abordarla, pues esa tierra era de las Maremmes.
No hubiera tenido gracia que después de habernos salvado de morir como Leandro, muriéramos como Pia de Tolomei.
Los marineros pidiéronnos órdenes.
-Lo que diga su Alteza, respondíles.
-A Porto Ferraio, dijo el príncipe, como habría dicho a su cochero: ”De paseo”.
Al día siguiente, a las cinco horas, llegamos a Porto Ferraio.
Pero, me diréis lectores, hasta ahora el Conde de Montecristo nada ha tenido que ver con esto que yo refiero.
Paciencia y llegaremos.
Después de haber recorrido la isla de Elba en todos sentidos, nos resolvimos hacer una partida de caza a La Pianosa.
La Pianosa es una isla llana, que se eleva apenas unos diez pies sobre el nivel del mar. En ella abundan los conejos y las perdices rojas.
Desgraciadamente nos habíamos olvidado de traer un perro.
Es verdad que cualquier perro, exceptuando un perro de aguas se hubiera rehusado a seguirnos en una barca.
Un buen hombre, feliz poseedor de un gozquecillo blanco y negro, se ofreció a llevarnos la impedimenta, mediante el pago de dos paoli, y nos prestó su perro para la expedición.
El perro nos ayudó a matar una docena de perdices que el amo cargó concienzudamente.
A cada perdiz que el buen hombre metía en su morral, decía, dando un suspiro y echando el ojo a una magnífica roca pan de azúcar que se elevaba dos ó tres metros sobre el nivel del mar.
-¡Oh! Excelencias, si vosotros fuérais allá abajo, qué bella caza haríais.
-¿Qué hay, pues allá? le pregunté por fin.
-Cabras salvajes por centenares; la isla está llena.
-¿Y cómo se llama la dichosa isla?
-Se llama la ISLA DE MONTECRISTO.
Fue la primera vez y en esa circunstancia que el nombre de Montecristo resonó en mi oído.
-Y bien, dije al príncipe, ¿si fuéramos a la isla de Montecristo, monsieur?
-Vaya por la isla de Montecristo, respondió.
Al día siguiente partimos a la isla de Montecristo.
El tiempo estaba magnífico esa vez; el viento soplaba sólo lo necesario para hinchar la vela, secundada por los remos de los dos marineros, nos hacía navegar tres nudos por hora.
A medida que avanzábamos, Montecristo parecía salir del seno de la mar y crecía como el gigante Adamastor.
Jamás he vuelto a ver manto azul más bello que el que parecía venir sobre nuestras espaldas.
A las once de la mañana nos hallábamos a tres o cuatro golpes de remo del centro del pequeño puerto.
Teníamos ya los fusiles en la mano, listos para saltar a tierra, cuando uno de los remeros dijo:
-¿Vuestras excelencias saben que la isla de Montecristo está en cuarentena?
-¿En cuarentena?, pregunté; ¿y qué quiere decir con eso?
-Eso quiere decir que, como la isla está desierta, si acaso desembarcáramos, cuando entremos a cualquier otro puerto después de haber visitado Montecristo seremos forzados a guardar cinco o seis días de cuarentena.
-Y bien, monsieur, ¿Qué decís a todos esto?
-Digo que este muchacho ha hecho bien en prevenirnos antes de desembarcar, pero que mejor hubiera hecho de advertirnos antes de partir.
-Monsieur, seguramente piensa que cinco o seis cabras que acaso matáramos aquí no valdrán otros tantos días de cuarentena.
-¿Y vos?
-Yo, no creo que merezcan tanto unas cabras y pienso que la cuarentena es un horror; de suerte que si monsieur lo desea lo desea…
-¿Qué?
-Daremos simplemente la vuelta a la isla.
-¿Con qué objeto?
-Para fijar su posición geográfica: después de lo cual regresaremos a La Pianosa.
-Fijemos la posición geográfica de la Isla de Montecristo, sea; ¿pero de qué nos servirá?
-Para dar, en memoria de este viaje que he tenido el honor de hacer con vos, el título de la Isla de Montecristo a algún cuento que escribiré más tarde.
-Rodeemos la isla, dijo el príncipe, y enviadme el primer ejemplar de vuestro cuento.
Al día siguiente volvimos a La Pianosa; ocho días después, a Florencia.
Hacia 1843 regresé a Francia e hice un contrato con los señores Béthune y Plon por hacerles ocho volúmenes intitulados Impresiones de un Viaje en París.
Había creído hasta entonces hacer la cosa empezando en la puerta del Trono y acabando en el Arco de la Estrella, tocando con la mano derecha la puerta Clichy y con la siniestra la del Maine, cuando una mañana Béthune vino a decirme, en su nombre y el de su asociado, que habían entendido otra cosa que un paseo histórico y arqueológico por Lutecia de César y el París de Felipe Augusto; que creían haber entendido que se trataba de una novela cuyo fondo sería el que yo quisiera y en la cual las impresiones de un viaje en París no serían más que los detalles.
Tenían la cabeza exaltada por el éxito de Eugenio Sue.
Como se me hacía igual hacer una novela que las impresiones de un viaje, púseme a la obra de buscar una especie de intriga para el libro de los señores Béthune y Plon.
Después de mucho tiempo había logrado construir una anécdota de una veintena de páginas, intitulada: El Diamante y la Venganza.
Tal como estaba aquello era simplemente idiota; y si hubiera alguna duda no hay más que leerlo.
Pero no es menos cierto que en el fondo de esa ostra se ocultaba una perla; perla informe, perla bruta, perla sin valor alguno y que esperaba su lapidario.
Resolví aplicar a las Impresiones de un Viaje en París la intriga de aquella anécdota.
Me dediqué, en consecuencia, a ese trabajo mental que precede siempre en lo mío al trabajo material y definitivo.
La intriga primera era ésta:
Un señor muy rico, que habitaba en Roma y se nombraba el conde de Montecristo, hacía una gran servicio a cierto joven viajero francés, el cual, a cambio del favor recibido, se prestaba a servirle de guía cuando a su vez visitara París.
Esta visita a París, tenía por objeto aparente, la curiosidad; pero en realidad, la venganza.
Durante sus excursiones a través de París, el conde de Montecristo debía descubrir a sus enemigos escondidos, que le habían condenado durante su juventud, a una cautividad de diez años.
La fortuna le debería proporcionar los medios de venganza.
Comencé la obra sobre esa base e hice de esta manera un volumen y medio, poco después.
En ese volumen y medio estaban comprendidas todas las aventuras en Roma de Albert de Morcef y de Franz d’Epinay, hasta la llegada del conde de Montecristo a París.
Estando mi trabajo en ese estado, hablé con Maquet, con quien ya entonces trabajaba en colaboración.
Le referí lo que ya había hecho y lo que estaba por hacer.
-Creo, me dijo, que has dejado en segundo plano el período más interesante de la vida de nuestro héroe, es decir, sus amores con la catalana, la traición de Danglars y de Fernando y los diez años de prisión con el abate Faria.
-Contaré todo eso, le respondí.
-De allí no saldrán más de cuatro o cinco volúmenes y todavía faltan cuatro o cinco volúmenes más.
-Quizás tengas razón; ven a comer conmigo mañana y discutiremos el resto.
Durante la tarde, la noche y la mañana, medité sobre su observación y me pareció totalmente justa, de tal modo que prevaleció sobre la primera idea.
Y así cuando aquel vino al día siguiente, encontró la obra integrada y dividida en tres partes distintas: Marsella, Roma, París.
La misma tarde hicimos el plan de los cinco primeros volúmenes: uno debía estar consagrado a la exposición, tres a la cautividad y los dos últimos a la evasión y a la recompensa de la familia Morel.
El resto, sin estar terminado completamente, poco a poco fue desarrollándose.
Maquet pensaba haberme rendido simplemente un favor de amigo. Yo aseguro que se trataba de la obra de un colaborador.
He aquí cómo el Conde de Montecristo comenzó por mí en impresiones de viaje, se convirtió poco a poco en novela y terminó en colaboración con Maquet.
Y mientras tanto, dejo libre a cualquiera para buscar otra fuente al Conde de Montecristo además de la que yo indico aquí; pero bien malicioso sería si la encuentra.
Nota
(*) En el texto publicado se usa Monseñor como traducción del francés Monsieur (señor) lo cual es un error ya que ninguno de los personajes nombrados era del clero católico. No me gusta enmendarle la plana a un traductor así que sólo he puesto el Monsieur correspondiente como lo utilizarían dos franceses, en este caso Dumas y Napoleón (III), al conversar.
Fuente:
Alejandro Dumas, Así Nació el Conde de Montecristo, Revista Selecciones Universales,
Editora Zig-Zag, Santiago de Chile, año 1, n° 11, Junio 1951, págs 63-69.
Nota: Si me indican que puedan existir problemas por derechos de autor borraré el artículo.
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