En la universidad de Columbia recordaban el día en que el difunto profesor Raymond Weaver dio su primera clase de literatura inglesa. Un murmullo de gozo surgió de entre los alumnos, que habían estado tratando de fastidiar al nuevo catedrático, cuando éste escribió en la pizarra la primera pregunta que ellos debían contestar: «¿Cuál de los libros leídos hasta ahora le ha interesado menos?»
Pero las cosas cambiaron cuando Weaver escribió luego la segunda y última pregunta: «¿A qué defecto atribuye usted esa falta de interés?»
Una conocida artimaña de actores y actrices es la de «aumentar sus papeles» añadiendo palabras y hasta frases enteras de su cosecha. Si se les deja por su cuenta llegan a apartarse por completo del argumento original. El finado actor y dramaturgo norteamericano George M. Cohan puso una vez el siguiente aviso tras bastidores: «Habrá ensayo mañana a las 2 p.m. para suprimir las mejoras».
Para No Fallar
Un productor cinematográfico de Hollywood que había hablado a todo el mundo de la rigurosa dieta a que estaba sometido, fue descubierto en un restaurante comiéndose un tremendo bistec.
—¿Qué pasa? —le preguntó un amigo— Yo entendía que tú estabas a dieta.
—Lo estoy —contestó el productor—. Esto es sólo con el fin de tener fuerzas para continuar.
Dos judíos parisienses, François y Louis, discutieron por una dama. Los ánimos fueron agriándose y agriándose hasta que finalmente los dos decidieron arreglar el asunto con un duelo a pistola en uno de los parques de las afueras.
A las siete de la mañana fijada para el desafío, François estaba allí listo con su pistola, sus padrinos y su médico. Unos pocos momentos después llegó un mensajero con una nota de Louis:
«Mi querido François —decía—si me retraso un poco, no me espere. Vaya disparando».
Cuentos de Invierno
Al ver que había nevado mucho, cierto señor que vive en una zona suburbana dijo a su esposa, que, dado el mal tiempo, no iría a su oficina en la ciudad. Los siete hijos de la pareja se habían levantado y se estaban preparando para ir al colegio, cuando anunciaron por la radio que por ese día se suspendían las clases.
De repente el señor decidió arriesgarse a hacer el viaje a la ciudad.
Cierta mañana en que caía una nevada, una amiga mía pensó en poner cadenas a las ruedas traseras de su automóvil y para ello pidió ayuda al club automovilístico. Le contestaron: “¿Es un caso de urgencia? Sólo estamos poniendo cadenas a los coches que se hayan quedado atascados”. Mi amiga se dirigió a su auto. Con calma y premeditación lo puso en marcha atrás y, resueltamente, lo metió en un banco de nieve. Hecho esto volvió al teléfono.
El consultorio del veterinario estaba lleno cierto sábado en que le llevé al perro de casa. Los animales temblaban nerviosamente en espera de su encuentro con el médico. De pronto, los perros que estaban junto a la ventana se animaron y se soltaron a gruñir, a ladrar y a saltar. Todas las miradas se volvieron a la puerta a ver qué habría podido causar tal conmoción.
Entró el cartero, quien dijo sonriente: “Esta es la que yo llamo mi ruta suicida”.
Una señora colocó un anuncio en un diario local diciendo: “¡Perdí veinte kilos! Vendo toda mi ropa seminueva. Tallas 38 y 40”.
La señora se vio abrumada de llamadas telefónicas, pero ninguna de las personas que llamaban pensaba comprar la ropa. Todas deseaban saber cómo había bajado aquellos 20 kilos.
Lección de Inglés
Al llegar a Miami de vacaciones, y resuelta a practicar el inglés aprendido en el colegio, me puse a regatear con el taxista para que me llevara a conocer la ciudad. Tras escucharme pacientemente, el conductor me dijo en español: “Si insiste usted en hablar inglés, señora, le cobraré cinco dólares más”.
Cuando era estudiante de la Universidad de Mississippi me tocó ser anfitriona en una presentación informal que hacía William Faulkner, escritor que ganó un premio Nobel. El día en que se llevaría a cabo el acto, mi gran entusiasmo se convirtió en nerviosismo. ¿Cómo podría este hombre genial tener algo en común con un grupo de estudiantes universitarios? Según resultó, mis temores eran infundados. Aunque había un inconfundible efluvio de grandeza en torno a Faulkner, también le caracterizaba una sencillez hogareña y terrenal.
Faulkner nos había concedido ya más de dos horas de su tiempo cuando observé que miraba su reloj en repetidas ocasiones. Me apresuré a llegar a su lado para informarle que gustosamente lo excusaríamos si le era preciso marcharse.
“Bueno”, respondió, “prometí a Jill, mi hija, que iría ayudarle a descascarar maíz para las gallinas y no quiero quedarle mal”.
—¿Cómo le va a tu hija en la clase de contabilidad en el colegio? —preguntaba una vecina a otra.
—Muy bien. Ahora, en lugar de pedirnos dinero para sus gastos, nos manda una factura.
Pude haber sido...
...músico, pero fui hombre de una sola pieza.
...futbolista, pero lo único que tuve de atleta fue el pie.
...animador de televisión, pero me faltó ánimo.
El periodista Heywood Broun tenía pocos amigos íntimos. Ni siquiera sus compañeros de póquer, con quienes se reunía a menudo, lo conocían bien. En cierta ocasión, durante una partida, uno de ellos le espetó:
—Desde hace mucho tiempo te he tratado, pero tengo la impresión de que si yo cayera muerto sobre esta misma mesa, mi defunción no te arrancaría una sola palabra.
—Te equivocas —disintió Broun—. De hecho diría dos cosas. La primera sería: “Saquen de aquí este cadáver”.
—¿Y la otra?
—“Repartan las cartas”.
Nota: En próximos artículos pondré la bibliografía básica porque en los primeros con anécdotas olvidé colocar ese detalle.
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