sábado, 20 de abril de 2019

Viaje sin Retorno

Por Farley Mowat

La ignorada aldea de Taransay se extiende en la áspera y desolada ribera de las Hébridas Exteriores. Los escasos forasteros que la visitan recuerdan el acre olor a humo de turba en las colinas barridas por el viento; el gusto de su cerveza oscura y el parloteo sibilante de la lengua gaélica de los pastores y pescadores en los largos atardeceres, bajo los techos humosos de la taberna “La Copita de Crofter”.

Objetos extraños, tallados delicadamente en hueso blanco, cuelgan de las vigas del techo o llenan los estantes: narvales, morsas, osos polares que desafían a hombres, y una manada de lobos árticos suspendidos en terrorífica inmovilidad sobre un caribú masacrado. Existe en esas tallas una extraña habilidad que jamás ha surgido de la imaginación de un pastor isleño, no obstante haber sido talladas en Taransay. Son obra de Malcolm Nakusiak, un viajero fuera de época.

La Odisea de este hombre comenzó en la costa oriental de la isla de Baffin, cierta mañana de julio de mediados del siglo pasado, cuando las aguas del estrecho de Davis estaban fatalmente cubiertas de nieve blanquecina. Los cazadores se habían reunido en la playa y escuchaban en algún lugar cercano el ridículo parloteo de las primeras morsas de la estación. La tentación de ir tras ella era grande, pero el riesgo de una tempestad era mayor.

Pasando por alto la precaución de sus compañeros, Nakusiak decidió enfrentar su fuerza y su suerte a los azares de las misteriosas aguas. Desde la playa, sus amigos vieron desvanecerse su kayak (canoa que usan los esquimales) en la oscuridad, entre los rugientes témpanos. Nakusiak tuvo gran dificultad para encontrar las morsas pero se negó a regresar. Estaba tan absorto en la cacería que apenas advirtió la fuerza del viento oeste.

Algunos días más tarde, y casi 300 kilómetros al sudeste, el vigía de un ballenero noruego vislumbró algo en un témpano distante a babor. Tomándolo por un oso polar, gritó que se cambiara el curso. El barco viró entre el hielo hacia lo que resultó ser un hombre desplomado en la cresta de un arrecife.

El inerte cuerpo de Nakusiak y los restos de su destrozado kayak fueron trasladados al barco; después de una comida caliente, el  esquimal comenzó a reponerse. Nakusiak, que nunca antes había visto hombres blancos se sintió intranquilo desde el principio; y se perturbó todavía más cuando notó que el ballenero avanzaba resueltamente hacia el sudeste, lejos de su hogar. Cuando el buque entró en mar abierto, se desesperó y se puso a reparar su canoa, pero con tal vehemencia, que se la quitaron y amarraron a la escotilla superior. Los balleneros actuaron así por evitar que pereciera al embarcarse en la anchura del océano en un navío tan diminuto.

El buque se encontraba al sudeste de las islas Feroe cuando lo golpeó un ventarrón del oeste. Era un barco sólido y hubiera resistido la tormenta de no haberse soltado los obenques del palo mayor. Se partieron con un gruñido y, al instante, el mástil chasqueó como un hueso y se desplomó por sotavento. Trabado por un laberinto de cuerdas, el mástil destrozado hizo las veces de ancla, y la embarcación giró sobre sí misma, guiñó y, después dio medio tumbo.

No hubo tiempo de botar las lanchas. Apenas alcanzó Nakusiak a soltar su kayak y a colarse en la parte baja de popa antes de que una ola gigantesca reventara sobre cubierta y desapareciera todo bajo el agua.

Empapados, Nakusiak y su canoa quedaron un momento sobre el lomo de una montaña de agua. El esquimal contuvo la respiración mientras se resbalaba por una pendiente tan empinada que le pareció lo llevaría a las entrañas mismas del océano. Había amarrado con tal firmeza sus ropajes, hechos de piel de foca, a la brazola del kayak y alrededor de su  cintura, que hacía imposible  la entrada del agua. Hombre y kayak eran un todo indivisible.

El pecio ártico, con su corazón humano, fue llevado tanto tiempo por el viento del sudeste, que los ojos de Nakusiak se empañaron hasta la ceguera. Sus músculos crujieron y se enroscaron en agonía y, después, tan brutalmente como había comenzado el trance llegó a su fin. Una poderosa cresta levantó la canoa en sus dedos y la arrojó contra la playa. Medio aturdido, el esquimal se arrastró trabajosamente hasta la playa.

Horas después lo despertaron los chillidos de las gaviotas. Su vista había mejorado, pero en ninguna parte de la espesa superficie marina se veía la familiar reverberación del hielo. Bandadas de pájaros marinos volaban, amenazadores sobre él. Allá arriba, en la costa, su mirada descansó en algo conocido. Seguramente, pensó, esas manchas blancas en las verdes llanuras son montones aislados de nieve. Se quedó observándolas hasta que el miedo destrozó la ilusión. ¡Las cosas blancas se movían!, ¡vivían! Nakusiak huyó playa arriba y se refugió en una cueva. El corazón le latía con fuerza. Sólo conocía una bestia de aquel tamaño –el lobo ártico– y se negaba a creer que existieran lobos en esas cantidades.

Durante dos días apenas si se atrevió a dejar la cueva. Para el tercero tenía dos necesidades urgentes: un arma y comida. Encontró un pedazo de madera de un metro de largo y en cuestión de minutos ató a la punta su cuchillo. Aquella lanza rústica le infundió valor.

En la mañana del cuarto día, después de un largo y arduo ascenso, alcanzó el borde de un acantilado de roca rojiza, y allí, en el mullido césped, se dejó rodar, jadeante. Pero su fatiga desapareció cuando vio a unos cien pasos un grupo enorme de las misteriosas criaturas blancas. Nakusiak apretó su lanza.

El rebaño se acercó calmosamente; lo encabezaba un gran carnero de cuernos negros y en espiral. En algún momento balaron las ovejas, y Nakusiak, que había llegado a su límite, las acometió con ímpetu y gritería. Sorprendida la manada se desperdigó y el esquimal quedó solo, tembloroso y estupefacto, mirando un par de animales muertos. Que eran seres mortales y no espíritus, ya no podía dudarlo. Loco de alivio, echó a reír y pronto llenaba ya su hambriento estómago con carne roja.

En lo alto de un cañón, 500 metros tierra adentro, la experimentada mirada pastoril de Angus Macrimmon captó un desacostumbrado movimiento de la manada. Las ovejas, observó, convergían en una informe figura situada al borde de un peñasco. Antes de que pudiera ponerse en pie, la rechoncha figura aquella se lanzó gritando sobre la nada. El pastor vio el blanco vellón pintarse de rojo, y al asesino abrir una de las ovejas muertas y alimentarse con la carne cruda. Maldiciéndose por haber dejado su perro en casa, corrió por ayuda. Una docena de aldeanos pronto estuvieron reunidos, dos de ellos llevando escopetas de carga silenciosa, y otro más armado con un mosquete de cañón largo.

Estaba el día por morir cuando se pusieron en marcha a través de las praderas. Desde lejos vieron las manchas blancas de las ovejas muertas. Avanzaron cautelosamente hasta que uno señaló con el brazo la cosa velluda que se inclinaba sobre una de las ovejas. Entonces azuzaron a los perros.

Nakusiak había estado tan ocupado rebanando carne que no advirtió a los pastores hasta que el frenético aullido de los perros lo hizo levantar la mirada. Ya estaban sobre él. El cabecilla, un espigado collie café con negro, dio una vuelta alrededor de esta figura de rara vestimenta y olor desconocido que estaba allí, con las manos teñidas en sangre. Nakusiak reaccionó con un balanceo a dos manos de la empuñadura de la lanza, golpeando a la bestia tan fuertemente al lado de la cabeza, que le rompió el cuello. Los perros restantes se aproximaron de nuevo y Nakusiak retrocedió hasta el borde del farallón. Alzando el rostro hacia los pastores, gritó en su idioma: “¡No soy peligroso!”

Como respuesta recibió el disparo de un mosquete. La bala lo hirió en el hombro izquierdo y la fuerza del impacto lo hizo girar en redondo. Hubo un grito de los pastores y todos se adelantaron mientras Nakusiak tropezaba sobre el borde del escarpado. Arañando frenéticamente con la mano derecha, se las arregló para adherirse a la empinada cuesta y resbalar un par de metros, pasada una pequeña saliente, hasta tenderse, tembloroso y extenuado, en una pequeña fisura socavada en la pared de la roca.

Incapaces de ver algo que no fuera el resplandor de las olas en la angosta playa y el aleteo de las gaviotas espantadas de sus nidos, los pastores llamaron a sus perros e iniciaron el regreso a casa a través de las praderas oscurecidas. Cualquiera que fuese la identidad del asesino de ovejas, sabían en su interior que era un ser humano y esta certidumbre no les resultaba fácil de sobrellevar. Macrimmon expresó lo que todos sentían cuando fue interrogado sobre el suceso por su esposa y sus hijas: “Lo hecho, hecho está. No tiene caso decir al mundo todo lo que puede encontrarse en estas praderas, pues no lo creería. Mejor es dejar que se olvide”.

Sin embargo, Macrimmon no podía olvidar. Obsesionado por el recuerdo de esa extraña voz, regresó tres días después al farallón y con cuidado descendió por el borde. Su perro lloriqueó tristemente y no se atrevió a proseguir cuando su amo desapareció de la vista.

La marea estaba bajando y los guijarros húmedos de la playa brillaban muy por debajo. Pasaba cerca del nido tardío de un alcatraz. El enorme pájaro se echó a volar y con un ala golpeó el rostro de Macrimmon, quien por instinto levantó una mano para defenderse. En ese instante, la pizarra sobre la que apoyaba los pies se desmoronó y lo hizo caer.

En la punta del farallón el perro presintió la tragedia y empezó a aullar.

Su aullido despertó a Nakusiak de un sueño de fiebre en la pequeña cueva que había sido su primer refugio, donde descansaba en espera de que su cuerpo sanara. Con la mano sana asió la única arma que le quedaba, un trozo de roca lleno de percebe. La levantó y la tuvo suspendida mientras el traqueteo de las piedras que caían se mezclaba con un lamento humano. Se arrastró al exterior. Sobre un montón de madera un hombre rezumaba sangre por la cabeza. En un instante Nakusiak estuvo de pie sobre el enemigo, con el trozo de roca en alto: la muerte se cernía sobre Angus Macrimmon, y sólo un milagro podría detenerla. Y sucedió un milagro, el milagro de la compasión.

Nakusiak bajó lentamente el brazo. Temblaba. Después, con el brazo sano, sujetó a su enemigo y lo arrastró trabajosamente hacia el amparo de la cueva.

A la mañana siguiente, una partida de rescate encontró al perro al borde del acantilado y adivinó lo sucedido.  Sin embargo, los buscadores sólo habían imaginado una parte. Una delgada espiral de humo los llevó a la cueva. Cuando consiguieron mirar temerosamente hacia el interior de la estrecha hendidura, listos los rifles, sus rostro mostraron tan azorada incredulidad que Macrimmon no pudo menos que sonreír.

“No se asusten, muchachos”, los tranquilizó desde el colchón de algas marinas donde yacía. ”No hay nadie más que nosotros, hombres salvajes, y no nos los vamos a comer”.

En el interior de la cueva ardía una pequeña fogata encendida por Nakusiak con el pedernal y el acero de Macrimmon. La cabeza del pastor estaba vendada con tiras de su propia camisa, pero su espalda, dolorida por las costillas rotas, había sido cubierta con el abrigo de pieles que no hacía mucho cubría la espalda del ladrón de ovejas. Nakusiak, desnudo hasta la cintura, abrazaba su hombro herido con el brazo sano.

Nervioso, el esquimal miraba, ya el rostro sonriente de Macrimmon, ya al grupo de cabezas apretadas a la entrada de la cueva; después él también comenzó a sonreír. Era el inexpresable gesto de alivio de quien, perdido en el terrible vacío, ha regresado a la tierra de los hombres.

El Esquimal y Macrimmon yacieron en camas contiguas en la cabaña del pastor hasta que sanaron las heridas. La  esposa e hijas de éste dieron al forastero cuidado y ternura mientras él las entretenía con canciones en su idioma. Semanas después ya era tratado con afecto por todos y cada uno de los pastores.

Nakusiak pronto se ajustó a la forma de vida de los pastores. Tres años después se casó con la hija mayor de Macrimmon y formó su propia familia con el nombre cristiano de Malcolm. Durante los largos atardeceres del invierno se unía a los otros hombres en la taberna “La Copita de Crofter” y, allí, sentado ante el hogar, tallaba sus pequeñas y maravillosas esculturas como queriendo describir a sus compañeros la vida de la lejana tierra de los inuit. Mucho antes de morir, a fines de siglo, y de ser enterrado en el panteón de la aldea, se había convertido en uno de los habitantes de Taransay y su recuerdo aún vive entre la gente.

Una tarde de verano, en nuestros días, un muchacho, bisnieto de Nakusiak, se arrodilló para leer el pequeño epitafio escrito por un sacerdote amigo del esquimal y esculpido en una de las dos piedras gemelas que sellan las tumbas donde yacen Nakusiak y su esposa. Había orgullo en el rostro del joven cuando leyó en voz alta:

Lejos del mar, de tierras 
ignoradas,
llegó este forastero
e hizo su morada.
Fue en Taransay amado:
entendió con piedad
que hay que responder al
mal con bondad.
 

Condensado de “Stranger in Taransay” en  “The Snow Walker” por Farley Mowat. © 1975 Por McClelland & Stewart Ltd.

Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo LXXVIII, N° 468, Año 39,  Noviembre de 1979, pp. 24-30, Reader’s Digest México, S.A. de C.V., México, D.F., México.