domingo, 12 de abril de 2020

Comedia de Equivocaciones

Comedia de Equivocaciones

Por Henrik Sienkiewicz


Un día se descubrieron en Mariposa unos yacimientos de petróleo. Las enormes ganancias que habían producido empresas similares en Nevada y en otros Estados de la Unión, impulsaron a algunos capitalistas a fundar una Sociedad para la explotación de los pozos recién descubiertos.

Se trajeron máquinas, bombas, escaleras, barricas y toneles, se construyeron casas para los trabajadores, el lugar fue llamado Struck Oil (1) y a poco en aquel distrito desierto se instalaba una colonia de unas cuantas casas, habitadas por algunos centenares de trabajadores.

Dos años después, Struck Oil  se llamaba ya Struck Oil City, y en verdad que merecía tal nombre. Allí vivían: un zapatero, un sastre, un carpintero, un cerrajero y un doctor, un francés que en sus buenos tiempos en su patria rapaba y afeitaba, pero, que, por otra parte, era culto e inofensivo, lo cual no es poco decir, tratándose de un médico americano.

Como suele acontecer en las pequeñas ciudades, el médico regentaba al propio tiempo la farmacia y el correo: triple parroquia. Como boticario era igualmente inofensivo que como médico: toda vez que en su farmacia no se encontraban más que dos productos: jarabe de azúcar y Leroá. El pacífico y amable viejecito no se olvidaba nunca de repetir a los pacientes:

-No tengáis aprensión alguna por el medicamento. Cuando receto algo a un enfermo, tengo la costumbre de tomar una dosis igual y razono que si no me hace daño alguno a mí, que me encuentro bien, tampoco se lo puede hacer al enfermo.
-Tiene razón – respondían los ciudadanos, tranquilizados ya, aunque es evidente que no se les ocurría la idea de que un médico no solamente no debe hacer ningún daño a los enfermos, sino que ha de proporcionarles alguna mejoría.

El señor Dasouville, así se llamaba el médico, tenía fe especial en el maravilloso poder curativo del Leroá.  En los «meetings» (1)  se quitaba el sombrero y decía, volviéndose hacia el público:
-¡Damas y caballeros! Sed vosotros testigos de la eficacia del Leroá: tengo setenta años y, ya lo veis, sin una cana en la cabeza.

(1) Meeting: Reunión en inglés.



Las damas y caballeros podían atestiguar tanto más fácilmente que el doctor no tenía ni un solo cabello en toda la cabeza, porque era más pelado que un claro de luna. Pero todos omitían observaciones de esta índole sobre el ciudadano más viejo de Struck Oil City, porque no podía contribuir a aumentar el crédito de la ciudad.

(1) En inglés, literalmente: «petróleo descubierto».

Entretanto, Struck Oil City crecía de manera inaudita. Al cabo de otros dos años, se hizo pasar por allí un ferrocarril secundario. La ciudad obtuvo el privilegio de elegir a sus funcionarios. El médico, a quien todos apreciaban, fue elevado a la dignidad de juez, como representante de la inteligencia; el zapatero, un judío polaco que se llamaba míster Davis, fue nombrado sheriff que quiere decir Jefe Superior de Policía – policía que se concretaba al sheriff única y exclusivamente. Se construyó una escuela para cuya dirección fue nombrada una School Ma’am, una vetusta señora que siempre padecía de flujos. Finalmente, se inauguró el primer hotel con el título United States Hotel.
El business (1) crecía también a simple vista. La exportación de petróleo producía ganancias considerables. Míster Davis hizo colocar en la parte delantera de su tienda un escaparate con cristales relucientes que tenían alguna semejanza con los que adornan las zapaterías de San Francisco. En el «meeting» siguiente, los ciudadanos le dieron un voto de gracias por aquel ornamento de la ciudad. Míster Davis contestó con discreción de gran ciudadano:
 - ¡Thanks You! ¡Thanks you!

(1) Negocio
(2) ¡Gracias! ¡Gracias!

En donde hay un sheriff y un juez tienen que surgir desavenencias. Estos requieren naturalmente objetos de escritorio y papel; pronto se estableció en la esquina de Lujones Street una Stationery, esto es, una papelería, en donde también podían adquirirse diarios y caricaturas políticas. Estos representaban al presidente Grant bajo el aspecto de un mozo que ordeña una vaca: la vaca era el símbolo de los Estado Unidos. El sheriff no se creía obligado a prohibir la circulación de aquellos pinchazos satíricos porque no era de la incumbencia de la policía.

Las cosas no quedaron ahí. Una ciudad americana no puede vivir sin periódico: un año después fue fundado un semanario con el título: Saturday Weekly Review (1). La revista tenía tantos subscriptores como la ciudad habitantes. El redactor era, al mismo tiempo, editor, impresor, administrador y repartidor, reunido todo en una sola persona. El ejercicio de la función últimamente nombrada le era fácil, porque independiente de todo esto, poseía una vaca y todas las mañanas se ocupaba de repartir la leche. Sin embargo, esto no era obstáculo para que la editorial de cada semana comenzara con  la frase: « Si el desacreditado Presidente de los Estados Unidos hubiera seguido el consejo que le dábamos en el último número de fondo…»

(1) Revista  Semanal del Sábado.

Ya no faltaba nada a la venturosa Struck Oil City. Además, como los mineros que trabajaban en los pozos no eran violentos ni toscos, como sus colegas de las minas de oro, reinaba una paz general en la diminuta ciudad. Los habitantes no se pegaban nunca y de Lynch no se conocía más que el nombre. La vida se deslizaba sosegadamente, un día igual a otro, como dos gotas de agua. Por la mañana, muy temprano, los vecinos iban a su business; por la noche, siguiendo la costumbre americana, quemaban la basura en la calle; si no había ninguna reunión, se iban a dormir con la seguridad tranquilizadora de que al día siguiente volverían a quemar la basura en la calle.

Lo único que le robaba el sueño al sheriff era que sus conciudadanos no querían perder la mala costumbre de disparar las escopetas sobre las enormes bandadas de patos silvestres que volaban sobre Struck Oil City. Las ordenanzas de la ciudad prohibían disparar en las calles.
-Si esto ocurriese en una ciudad pequeña, podría tolerarse –decía el sheriff-, pero en una ciudad como Struck Oil City, no se puede consentir este continuo tiroteo en las calles.
Los vecinos  escuchaban, movían la cabeza y contestaban:
-¡Oh, yes!

Pero, en cuanto en el cielo enrojecido aparecían las largas bandadas blancas y grises, cada uno cogía la escopeta y comenzaba el consabido tiroteo con mayor intensidad.

Míster Davis podía perfectamente conducir a los culpables ante el juez y el juez podía imponerles una multa, pero conviene recordar que los presuntos infractores de la ley, en caso de enfermedad, habían de ser pacientes del juez y que, cuando les faltaban zapatos, habían de ser parroquianos del sheriff. Así, pues, si es verdad que una mano lava a la otra, también es cierto que una mano no debe hacer daño a la otra.

La paz reinaba en Struck Oil City como en el cielo. Pronto, sin embargo habían de pasar aquellos días inefables.

El único grocero ardió en odio mortal contra la única grocera y la única grocera contra el único grocero.
Aquí hablemos de explicar ahora lo que en América representa una grocery (1). Es un comercio en el que se encuentra de todo. Se encuentran harina y sombreros, cigarros y escobas, y además botones, arroz, sardinas, camisas, tocino, semillas, blusas, pantalones, tubos para quinqué, hachas, galletas, platos, cuellos de papel, pescado seco, en una palabra, todo cuanto el hombre necesita. Al principio, no había en Struck Oil City más que la grocery de un alemán que se llamaba Hans Kasche. Era un prusiano flemático, de unos treinta y cinco años de edad, robusto pero no gordo, que iba siempre en mangas de camisa y que nunca se quitaba la pipa de la boca. Entendía sólo el inglés estrictamente necesario para el negocio; ni una palabra más; pero el negocio se desenvolvía admirablemente y en la ciudad se afirmaba que el grocero «valía» sus dos mil dólares.

 (1)Grocery: Tienda de comestibles

Entre tanto, se abrió otra grocery. Entre los dos rivales se declaró la guerra, que tuvo principio en el «lunch» inaugural, en el que la dueña de la grocery nueva, una señorita alemana, Laura Neumann, que deseaba pasar por inglesa y que se hacía llamar Niumen, sirvió unas pastas que  a los convidados les pareció que sabían a sosa y a alumbre. La señorita Neumann se hubiera desacreditado si no hubiese podido demostrar que, a la hora de confeccionar las pastas, su harina aún no había sido desembalada y que, por lo tanto, tuvo que comprar la harina al señor Kasche. Todos convinieron en que el señor Kasche, por un sentimiento ruin de envidia había querido arruinar desde un principio a su rival. Por otra parte, era fácil prever que ambas tiendas se harían la competencia, pero nadie podía imaginarse que ésta se convirtiese en odio mortal. El odio adquirió tales caracteres que Hans no quemaba la basura más que cuando el viento impelía hacia la tienda de su rival, y ésta no designaba a Hans con otra palabra que Dutchman (1), vocablo que en los labios de su anglicanizante compatriota le sonaba despectivamente. Al principio los vecinos se reían de ambos. Sobre todo porque ninguno de ellos conocía el inglés. Pero, con el tiempo, a consecuencia de las relaciones de los habitantes de la ciudad con los establecimientos, se fueron formando dos partidos, el de los Hansistas y el de los Neumannistas, que comenzaron a mirarse de reojo. Así quedaron amenazados la paz y el sosiego de Struck Oil City y podían surgir complicaciones desagradables. Míster Davis, que era un político de visión lejana, quiso ahogar el mal en su origen y decidió reconciliar a los adversarios. De cuando en cuando les decía en su propio idioma:

-¿A qué vienen estas reyertas, amigos míos? ¿Acaso no compráis los zapatos al mismo zapatero? Tengo unos zapatos que no los hay mejores en San Francisco.
-Es inútil que haga usted el artículo de los zapatos a quien pronto irá descalzo – interrumpía venenosamente la señorita Neumann.
-No consigo mi crédito con los pies -replicaba Herr Hans, flemáticamente.

(1) Dutchman significa, en inglés, holandés. En los Estados Unidos se designaba familiar y despectivamente, con esta palabra a los alemanes.

Hay que hacer constar que la «Fräulein» (2) Neumann tenía unos piececitos muy monos: observaciones tan malévolas habían de llenar de odio mortal su corazón.

 (2) Fräulein: Señorita en alemán

 Los dos partidos comenzaron ya a tocar en las reuniones el asunto de Hans Kasche con la señorita Neumann; pero como en América nadie puede esperar justicia contra una mujer, la mayoría se declaraba a favor de la señorita Neumann.

Pronto observó Hans que el negocio no le producía ningún beneficio. Pero tampoco la señorita Neumann hacía ningún negocio brillante, porque todas las mujeres estaban de parte de Kasche: habían observado que los maridos hacían compras con demasiada frecuencia en la tienda de la señorita Neumann y cada vez pasaban más tiempo en ella.

(1) Dutchman significa, en inglés, holandés. En los Estados Unidos se designaba familiar y despectivamente, con esta palabra a los alemanes.


Cuando los adversarios no tenían parroquianos, se plantaban en la puerta, uno frente a otro, y se lanzaban miradas llenas de odio. La señorita Neumann tarareaba, con la música de Mi Hermano Agustín:
« ¡Dutchman, Dutchman, Dutch…
     Dutchman, Dutchman… man! »

Hans la miraba a los pies, después a la cara, le hacía una mueca como si viera una bestia que hubiese muerto un mes antes, y estallando en una carcajada infernal, exclamaba:
By God! (1)

(1) ¡Por Dios!

En aquel hombre flemático, el odio había alcanzado un punto tal que, cuando por la mañana temprano salía a la puerta y no encontraba enfrente a la odiada adversaria, volvía a entrar nervioso, como si le faltase algo.

Hace tiempo que hubieran pasado a mayores, si Hans no hubiese estado seguro que ante el tribunal llevaba él todas las de perder, tanto más cuanto que la «Fräulein» Neumann tenía de su parte al redactor de la Saturday Weekly Review. Pudo comprobarlo Hans un día que se atrevió a lanzar la especie de que las formas de su adversaria no eran naturales. Esto era verosímilmente creíble, porque en América es costumbre generalizada. En el número siguiente de la Saturday Weekly Review apareció un artículo furioso contra los Dutchman en general y, asegurando la autenticidad de la información, afirmaba que las formas de cierta lady calumniada eran auténticas.

Desde entonces Hans no tomó más que café puro porque no quiso comprar leche al redactor. Fräulein Neumann, por el contrario, le encargó doble ración. Además el sastre le hizo un traje, cuyo corpiño persuadió plenamente a todos que el señor Hans era un miserable calumniador.

Hans estaba absolutamente perplejo ante estas maquinaciones femeninas. Su adversaria, entre tanto se plantaba todas las mañanas ante la puerta y le hacía burla.

« ¿Qué podría hacer – pensaba Hans -. Tengo trigo envenenado para las ratas, podría envenenarle las gallinas, pero esto no debe ser: le causaría un daño real y no sería honorable. ¡Ah! ¡Ya lo tengo!»
Al atardecer, la señorita Neumann vio asombrada que Hans transportaba un gran manojo de girasoles y los disponía en dos hileras ante la reja de la ventana del granero.

«Siento curiosidad por saber qué saldrá de esto – pensó ella -. Seguramente todo va dirigido contra mí.»

Entretanto, iba obscureciendo. Hans dispuso los girasoles de modo que entre las dos hileras quedase un pasillo estrecho que conducía a la ventana del granero. Entonces trajo un objeto grande, envuelto en tela y, volviéndose de espaldas a la señorita Neumann, colocó debajo de los girasoles el objeto que había traído envuelto. Finalmente, se acercó a la pared y se puso a escribir algo.

La señorita Neumann se moría de curiosidad.

«Seguramente escribe algo contra mí – pensaba -, pero cuando todos duerman, he de ir a verlo, aunque me cueste la vida.»

Acabado el trabajo, Hans desapareció en el primer piso y a poco apagó la luz.

La señorita Neumann no esperó más. Se echó encima apresuradamente la bata, y, metiendo los pies desnudos en las zapatillas, cruzó la calle.

Al llegar a los girasoles siguió hacia la reja para leer lo escrito. De repente, los ojos se le desorbitaron, echó convulsivamente hacia atrás la parte superior del cuerpo y surgieron de su boca unos dolorosos: « ¡Ay! ¡Ay! », y después: « ¡Socorro! ¡Socorro! »

La ventana del piso superior se abrió.
-¿Qué pasa? -preguntó la voz flemática de Kasche-. ¿Qué pasa?
-¡Maldito Dutchman! – exclamó la doncella -. ¡Me has asesinado! ¡Me has exterminado! ¡Mañana bailarás  en la horca! ¡Socorro! ¡Socorro!
-Ya bajo – añadió Hans, pacíficamente.

A poco apareció con una vela encendida en la mano. Miró a la señorita Neumann que estaba como clavada en el suelo, se apretó las costillas con las manos y estalló en una maligna carcajada.

-¿Qué veo? ¡La señorita Neumann!  ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Buenas noches, señorita. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Pongo un cepo para las alimañas y atrapó a una señorita. ¿Qué necesidad tenía de venir a espiar el granero? Precisamente había puesto un aviso en la pared para que nadie se acercase demasiado. Ahora grite cuanto le plazca ¡Ojalá se enteren todos de que viene por las noches a husmear en mi granero! ¡Oh, Dios mío! Grite, pero estése aquí hasta mañana por la mañana. Buenas noches, señorita, que usted descanse.

La situación de la prisionera era desesperada. ¿Gritar? Acudiría la gente y el ridículo sería enorme. ¿Pasar la noche allí y a la mañana siguiente convertirse en el espectáculo de todos? Entretanto, el pie comienza a hacerle daño, la cabeza le da vueltas como un molino, confunde las estrellas unas con otras, la luna la contempla con aquella cara maligna de Hans: la señorita Neumann se desmaya.

« ¡Dios mío! –razona Hans en su fuero interno -. Si se muriera, me lincharían, sin que me valiese excusa alguna.»

Y el miedo le hizo erizar los cabellos.

No había remedio: lo más apresuradamente que le fue posible, encontró la llave y quiso abrir los hierros de la trampa. La cosa no era fácil porque estorbaba, y no poco, la bata de la señorita Neumann. Hubo que levantarla un poco y a pesar del odio mortal que se pudría en el alma de Hans, sintió la tentación de echar una rápida ojeada a los piececitos de su enemiga, maravillosos como si estuvieran cincelados en mármol, que en aquel momento bañaba la luna con su claridad sonrosada.

Un espectador hubiera podido creer que en aquel odio se mezclaba algo de compasión. Hans abrió rápidamente los hierros y, como la señorita Neumann no se moría aún, la cogió en brazos y la condujo sin vacilar a la casa de ella. Por el camino volvió a experimentar un sentimiento parecido a la compasión y se fue inmediatamente a su casa. Por la noche no pudo pegar un ojo.

A la mañana del día siguiente, la señorita Neumann no apareció a la puerta de la tienda para canturrear el: « ¡Dutchman! ¡Dutchman! » Acaso sentía vergüenza, acaso meditaba alguna venganza.

Pronto pudo verse que efectivamente forjaba planes de venganza. Al atardecer del mismo día, el redactor de la Saturday Weeekly Review desafió al señor Hans a un combate de boxeo y para empezar le puso un ojo a la vinagreta, pero en seguida el alemán comenzó a descargar golpes con tal furia que el redactor después de breve e inútil resistencia, cayó al suelo, exclamando:
-« ¡Enough, enough! » (1)

(1) ¡Basta! ¡Basta!

De manera incomprensible, la aventura de la señorita Neumann se esparció por toda la ciudad. Pero no fue Hans el traidor. Después de la pelea con el redactor, desapareció de su espíritu la compasión, no quedando más que el odio.

Suponía Hans que el bando enemigo preparaba un golpe, y no tuvo que esperar mucho tiempo. Los propietarios de las grocery suelen colgar a la puerta de la tienda, carteles que con el título de Notice anuncian géneros y precios. Además, conviene advertir que en los tales establecimientos se vende hielo para los bares, sin el cual ningún americano bebería el whisky o la cerveza. Un día observó Hans que habían dejado de comprarle hielo. Las barras grandes, traídas por el tren, permanecían en el granero y se iban fundiendo, poco a poco. El perjuicio representaba muchos dólares. ¿Qué era aquello? Hans veía que incluso sus partidarios compraban el hielo en casa de la señorita Neumann.

No comprendiendo lo que pudiera pasar se decidió a tener la explicación.
-¿Por qué no compra usted el hielo en mi casa? - preguntó, en un inglés de pacotilla al fondista Peters que pasaba de largo por delante de la grocery.
-Porque usted  no lo vende.
-¿Cómo, que no lo vendo?
-¿Qué sé yo?
-Pues le aseguro que vendo hielo.
-Entonces, ¿qué quiere decir esto? -exclamó el fondista, señalando el cartel con el dedo.

Miró Hans y la ira le puso negro. En el cartel alguien había raspado la « t » de Notice, y Notice se había convertido en No ice, que en inglés significa: «No hay hielo.»
Donner wetter! (1)- vociferó, lanzándose ciego de ira en dirección a la tienda de la señorita Neumann.

(1)  ¡Rayos y Truenos!

-¡Esto es una infamia!-gritó como loco -. ¿Por qué ha raspado la letra de en medio?
-¿Qué dice que le he raspado del medio? - preguntó la señorita Neumann, ingenuamente sorprendida.
-¡Una letra! ¡Le digo que una letra! ¡Una « t »! ¡Le digo que una « t »! Una  « t » que me ha raspado de en medio. Pero ¡Goddam! (2). Esta no se la perdono. Me  pagará  el  hielo. ¡Goddam! ¡Goddam!

(2) Imprecación alemana: ¡Maldita sea!

Había perdido la sangre fría habitual y resoplaba como un poseso. La señorita Neumann comenzó, por su parte, a gritar y la gente, a acudir.

-¡Socorro! -gritaba la señorita Neumann-. El Dutchman se ha vuelto loco. Dice que le he raspado no sé qué de en medio y yo no le he raspado nada. ¿Qué había de rasparle? Le rasparía los ojos de la cabeza. Pero nada más. ¡Ah! Soy una pobre joven soltera, sola y abandonada, y este hombre me matará, me asesinará.

Gritando así, se deshacía en lágrimas. Los americanos no comprendían de lo que se trataba, pero los americanos no se resisten a las lágrimas de una mujer, así que lo cogieron por el cuello y lo lanzaron por la puerta. Quiso oponer resistencia, pero inútilmente. Voló como una flecha desde la puerta hasta la acera de enfrente y cayó cuán largo era dentro de su propia tienda.

Una semana después colgó ante la puerta de su establecimiento un gran rótulo en que se veía pintado un mono que llevaba un traje rayado y un largo delantal blanco sujeto con tirantes, como la señorita Neumann. Debajo, había escrito: «Grocery del Mono».

Todos fueron a curiosear la novedad. Estruendosas carcajadas hicieron que la señorita Neumann saliera a la puerta.

Al verlo palideció; pero, sin perder el aplomo, dijo:
- ¿Grocery del mono? Es claro, del señor Hans.
Pero el golpe le entró muy adentro, en el corazón. A mediodía, comprobó que los niños que salían del colegio, al pasar delante de la tienda, se detenían ante el rótulo y exclamaban:
-¡Or tha’s miss Neumann! ¡Good evening, miss Neumann! (1)

(1) -¡Oh, sí es la señorita Neumann!  ¡Buenas tardes, señorita Neumann!

Aquello era demasiado. Cuando por la noche, el redactor pasó por delante de la tienda, ella le dijo:
-Ese mono me ridiculiza y no se lo perdono. ¡Tendrá que quitar el rótulo y borrarlo con la lengua en mi presencia!
-¿Qué quiere hacer?
-Ir a casa del juez
-¿Cuándo?
-Mañana

Al día siguiente por la mañana, salió a la calle y llegándose a casa del señor Hans, le dijo:
-Oiga, señor Dutchman, el mono me ridiculiza. Venga, pues, conmigo al juzgado y verá cómo se defiende.
-El juez dirá que soy muy dueño de pintar en el rótulo de mi tienda lo que quiera.
-Ya lo veremos.
La señorita Neumann respiraba penosamente.
-¿De dónde saca usted que el mono la ridiculiza?
-El corazón me lo dice. Venga conmigo al juzgado o si no, el sheriff le llevará arrastrándolo con una cadena.

Cerraron las tiendas y se fueron, sin cesar de pelearse por el camino. Ante la puerta del juzgado reflexionaron que no sabían bastante el inglés para poderle explicar al juez lo suedido. ¿Qué hacer? únicamente el sheriff entendía el alemán tan bien como el inglés.

Fueron a casa del sheriff.

Este estaba en un carruaje, a punto de partir.

-¡Id al demonio! Toda la ciudad se revuelve por culpa vuestra. Siempre lleváis el mismo calzado ¡Id al diablo! ¡Good bye! (1)

(1) ¡Adiós!

Hans se apretó las costillas.
-Tendrá que esperar hasta mañana - dijo flemáticamente.
-¿Esperarme? Antes me muero. A no ser quiera usted quitar el mono.
-¿Quitar el mono? - respondió Hans, esponjándose -. ¡No!
-Te fastidiarás. Te fastidiarás, Dutchman. Para nada necesitamos la intervención del sheriff. Sin necesidad de él, el juez sabrá de lo que se trata.
-Pues vamos sin el sheriff.

La señorita Neumann se equivocaba. El juez era el único en la ciudad que no sabía nada de sus peleas. El viejecito hacía sus pociones y no se preocupaba de nada más en el mundo.

Los recibió con su cortesía y bondad acostumbradas.

-Enseñadme la lengua, hijos míos, os recetaré algo.

Ambos comenzaron a agitar los brazos negativamente, indicando que no necesitaban ningún medicamento. La señorita Neumann repetía:
-No venimos a esto. No venimos a esto.
-¿Por qué venís, entonces?

Comenzaron a trabarse de palabras. Por cada una que decía el señor Hans, su adversaria le replicaba con dos. Finalmente, a la señorita se le ocurrió señalarse el corazón, diciéndole que el señor Hans se lo había traspasado con siete espadas.
-¡Ahora lo entiendo! Muy bien – dijo el doctor.
Entonces, abriendo un libro enorme, comenzó a escribir. Preguntó a Hans la edad:
-Treinta años.
Hizo la misma pregunta a la señorita pero ella no se acordaba fijamente:
-Ahora tendré unos veinticinco o veintiséis años.
-¡All right! ¿Cómo os llamáis?
-Hans.
-Laura.
-¡All right! ¿Profesión?
-Groceristas
-¡All right!
Entonces hizo una pregunta que ninguno de los dos entendió, a pesar de lo cual respondieron:
-¡Yes! (1)

(1) Sí

El juez hizo un movimiento de cabeza: había acabado. Cuando hubo escrito se levantó, y con gran asombro de Laura, la abrazó y la besó en la mejilla.
A ella le pareció de buen agüero y llena de esperanzas, regresó a su casa.
-¡Ya  le enseñaré a vivir! -gritó a Hans por el camino.
-Le enseñará usted a otro -replicó Hans sosegadamente.
Al día siguiente, el sheriff se presentó ante las groceries.

Los dos enemigos estaban a la puerta. Hans atascaba la pipa y Laura tarareaba:
¡Dutchman, Dutchman, Dutch…
Dutchman, Dutchman… man!

-¿Queréis ir a casa del juez?- preguntó míster Davis.
-Ya estuvimos.
-¿Y qué hizo?
-Señor sheriif, querido señor sheriff – imploró la señorita-. Haga el favor de enterarse y venga a decírmelo. Necesito un par de zapatos. Hable en mi favor. Ya  lo ve… soy una pobre muchacha… sola.

Fue el sheriff y al cabo de un cuarto de hora estaba ya de regreso, seguido por un gentío.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? -se pusieron a preguntar los dos.
-¡Todo va bien! ¡Sí! – dijo el sheriff.
-¿Qué ha hecho el juez?
-¿Qué había de hacer? Nada  malo. Os ha casado.
-¿¿¡¡Casado!!??
-Sí, casado. ¿Es que no se casa la gente en el mundo?

Si hubiera caído un rayo de repente, Hans y Laura no se hubieran asustado más. Hans abrió la boca y los ojos y miraba a la señorita Neumann como si estuviera ausente, y la señorita Neumann abrió la boca y los ojos y contemplaba al señor Hans. En seguida, comenzaron  a vociferar:
-¿Y yo he de ser su mujer?
-¿Y yo he de ser su marido?
-¡Socorro! ¡Socorro! ¡Jamás! ¡El divorcio en el acto! ¡Jamás!
-¡No! ¡No quiero!
-Prefiero la muerte. ¡El divorcio en el acto! ¡Pues no faltaba más!
-Amigos míos -dijo el sheriff tranquilamente-. En esta ocasión, los gritos no sirven para nada. El juez efectúa los casamientos, pero no toma parte en los divorcios. ¿Por qué gritáis? ¿Sois acaso unos millonarios de San Francisco para entablar una demanda de divorcio? ¿No sabéis lo que cuesta? ¿A qué viene tanto alboroto? Tengo unos zapatitos para niño que encantan, muy baratos. ¡Good bye!

Dijo esto y desapareció. La gente se fue, riendo. Los novios quedaron solos.

-¡Este francés -exclamó Laura- nos ha fastidiado porque somos alemanes!
-¡Ya lo creo!
-Pero entablaremos el divorcio.
-Tengo el derecho preferente porque usted me raspó una « t ».
-Yo soy la que tiene el derecho preferente. Usted me cogió en un cepo.
-¡No la puedo ver!
-¡No lo puedo sufrir!

Se separaron cerrando las tiendas. Quedaron sumidos en un mar de pensamientos. Llegó la noche que trae el reposo. Pero ninguno de los dos pensaba en dormir. Se acostaron, pero el sueño huía de sus ojos.
Él pensaba:
«Allí duerme mi mujer.»
Y ella pensaba:
«Allí duerme mi marido.»

Y singulares sensaciones se despertaron en su corazón. Eran de odio y de ira, mezcladas con un sentimiento de soledad. Además el señor Hans pensó en el mono del rótulo: ¿Cómo podía dejarlo ahora, que era la caricatura de su mujer? Se le ocurrió que no estuvo bien hacer pintar aquel mono. Pero ¡aquella señorita Neumann! La odiaba porque le había hecho que se fundiese el  hielo. Es verdad que él la hizo caer una noche en el cepo. Entonces se le presentaron a la imaginación las formas entrevistas en el claro de luna.

« Hay que concederle - pensó – que es una mujer bien formada. Pero hay que confesar que no me puede sufrir ni yo a ella. ¿Qué le hemos de hacer? Pero esta es una situación fatal. ¡Casado! ¿Y con quién? ¡Con la señorita Neumann! ¡Y el divorcio cuesta tanto dinero! La grocery no bastaría.»

«Soy la mujer del Dutchman – se decía la señorita Neumann -. Ya no soy señorita. Esto quiere decir que me he casado. ¿Y con quién? Con este Hans Kasche que me cazó en una trampa. La verdad es que después me cogió en brazos y me trajo a casa. ¡Qué fuerza tiene! Me levantó como si fuese una pluma… ¿Qué es esto? Siento ruido…»

No se oía ruido alguno, pero la señorita Neumann, que  nunca  tuvo miedo, ahora lo sentía.

«Sin embargo, si se atreviera, ahora… Dios mío…- y después añadió con voz en la que se notaba el desaliento -: ¡No se atreverá! Él…»

Su miedo aumentaba.

«Ahora se ve lo malo que es estar sola – continuó pensando-. Si hubiera aquí un hombre, me defendería. He oído hablar de asesinatos cometidos cerca de aquí. (La señorita Neumann no había oído hablar de ningún asesinato.) Estoy segura de que me han de asesinar aquí. ¡Ah! ¡Este Hans! ¡Este Hans! Me ha cerrado el camino. Pero pediré el divorcio».

Pensado así, todo se le convertía en dar vueltas en el amplio lecho americano, y en realidad se daba cuenta de que estaba muy sola. De repente, sintió un sobresalto. Esta vez, el miedo tenía un fundamento real. Rompiendo el silencio nocturno, sintió unos martillazos.

-¡Jesús! – exclamó la doncella -. ¡Un escalo en la tienda!

Saltó de la cama y fue corriendo a la ventana; pero, al mirar, pudo tranquilizarse. A la claridad de la luna vio enfrente una escalera y en lo alto las formas redondas, musculosas, blancas, del señor Hans, que arrancaba de la pared  los clavos que sujetaban el rótulo.

La señorita Neumann abrió la ventana.
«¡Quita el mono!- pensó -. Menos mal que es galante.»
Sintió que el corazón se le ablandaba.

Hans arrancó los clavos, uno a uno. La hoja de lata cayó estrepitosamente al suelo. Entonces, quitando el marco y enrollando la hoja de lata con sus manos nervudas, comenzó a quitar la escalera.

Laura le seguía con la vista. La noche era suave y callada.
-¡Señor Hans! – murmuró ella.
-¿No duerme?- contestó él, también en un murmullo.
-No. Buenas noches.
-Buenas noches, señorita.
-¿Qué hace aquí?
-He quitado el mono.
-Gracias, señor Hans.

Callaron un momento.

-Señor Hans -volvió a murmurar la voz de la señorita.
-¿Qué manda usted, señorita Laura?
-Hemos de hablar del divorcio.
-Sí, tiene razón, señorita Laura.
-¿Así, mañana?
-¡Mañana!
La luna resplandecía suavemente.
-¡Señor Hans!
-¡Señorita Laura!
-Ya lo ve usted; quisiera obtener el divorcio lo más pronto posible.
La voz de la señorita sonaba melancólicamente.
-También yo, señorita Laura.
La voz de Hans sonaba tristemente.
-Procure, señor, no retrasarlo…
-Sí, lo mejor es no retrasarlo.
-Cuanto antes hablemos, mejor.
-Mejor, señorita Laura.
-Así, pues, entre…
-Voy a vestirme.
-No gaste cumplidos.

Al abrirse la puerta, el señor Hans desapareció en la oscuridad y al cabo de un rato se encontró en la habitación de la señorita Laura. Lo envolvió la atmósfera reconfortante de aquella estancia limpia, íntima, virginal. Laura llevaba una bata blanca y estaba singularmente encantadora a la vista.

-Estoy a su disposición, señorita -dijo Hans, con voz débil.
-Vea, señor Hans… quisiera entablar el divorcio, pero… tengo miedo que nos puedan ver desde la calle…
-¡Son tan oscuras las ventanas!
-¡Oh! ¡Sí! – replicó la señorita.
Entonces, comenzó la conversación sobre el proceso de divorcio, que ya no le incumbe a esta narración.

La paz volvió a reinar en Struck Oil City.


Varios autores, Antología Literaria de Premios Nobel, Colección Económica Libros de Bolsillo, Editorial Nacional Edinal S.R.L., México, 1965, págs 205-227

Por el contenido del libro es la misma antología que fue publicada antes en Barcelona, España, por Editorial Apolo en 1953.

La mayoría de notas salvo algunas mías pertenecen a la edición original