sábado, 2 de agosto de 2025

Mi Personaje Inolvidable II

Por Jorge Obligado
 
JUGABA yo a la pelota contra la pared del granero cuando oí el ruido de un motor. Los automóviles no eran comunes hace medio siglo en la zona de la Argentina donde estaba nuestra estancia, situada a 160 kilómetros al norte de Buenos Aires, de modo que corrí hacia el camino, a tiempo que un extraño vehículo cruzaba el portón. Era un Ford modelo T, pero no tenía carrocería ni asientos. El gaucho que lo conducía iba cómodamente sentado en su silla de montar, o recado, sujeta al depósito de la gasolina.

De su muñeca derecha pendía el corto y pesado rebenque, como si acostumbrara a usarlo para azuzar al Ford. Detrás de él se veía un fardo con sus efectos personales, amarrado con cuerdas a una tabla atornillada al chasis, y coronado por su guitarra. 
Al verme se detuvo, y me preguntó:
―¿Está su padre en casa?
―En el jardín probablemente.
―Haga el favor de llevarme hasta él.

Yo tenía entonces diez años, y me jactaba de no obedecer jamás una orden sin discutirla antes, pero de aquel hombre emanaba una serena autoridad que me impresionó. Lo conduje al jardín, donde mi padre enseñaba a un peón cómo armar una tubería de agua. El recién llegado se quitó el sombrero y dijo:
—Buenos días, señor. Me llamo Patricio O'Connell; nací en la estancia de al lado donde mi padre era mayordomo. Ahora vengo de la región andina y busco trabajo. ¿Tendría usted algo para mí? Sé hacer muchas cosas bien.
El apellido extranjero no sorprendió a mi padre, pues había varias familias irlandesas en la zona. Consideró un momento la faz aguileña, cuyas varoniles facciones estaban suavizadas por un cutis sonrosado que el sol, la lluvia y el viento no habían conseguido oscurecer, y por unos ojos verdes y soñadores.  Tendría ese hombre unos cincuenta años, y vestía la indumentaria típica de los gauchos contemporáneos: blusa negra y corta, amplias bombachas que desaparecían en unas botas de media caña, y ancho cinturón de cuero ornado con monedas de plata.
―No, Patricio ―repuso―. No puedo ofrecerle nada por el momento.
El forastero no se inmutó. Se puso el sombrero de fieltro y lo echó desdeñosamente sobre la nuca; luego miró en torno y dijo:
―¿Me permite que le pregunte para qué instala esa cañería?
―Pienso construir una pequeña fuente ―explicó mi padre―. La tubería no se verá y el agua, al surgir de entre unas piedras, parecerá provenir de un manantial.
―No me gustan las cosas artificiales afirmó Patricio.
—¡Pero, hombre, estamos en la pampa! No encontrará usted una fuente natural en cien kilómetros a la redonda —repuso mi padre.
—Pues yo creo que hallaré una —dijo Patricio. Y tomando la pala de manos del asombrado peón, agregó:
—Venga conmigo señor, si no le es molesto.
Seguimos a Patricio hasta el fin del jardín, y descendimos tras él por la barranca boscosa hasta que llegamos a un claro sombreado por un gran ceibo. El gaucho inspeccionó cuidadosamente el talud de tosca detrás del árbol, luego cavó en cierto lugar con la pala, y al punto surgió un hilo de agua que serpenteó a nuestros pies.
―Descubrí este manantial cuando jugaba aquí de muchacho ―explicó―. En unos pocos días yo podría construir una linda fuente… y sería natural.
―No tengo alojamiento para usted ―protestó mi padre, vacilando.
―Eso no importa; me haré un rancho, y un cobertizo para el automóvil.
―Pero yo creía que usted había venido a caballo ―observó mi padre, indicando el rebenque.
―¿Lo dice por el talero? Ah, no viene mal cuando hay una pelea. No me gustan los cuchillos.
―Muy bien, puede usted quedarse, pero sólo hasta que termine la fuente.
―Pierda cuidado, no me quedaré ni un día más ―contestó el gaucho orgullosamente―. Me gusta cambiar de querencia.
Y volviéndose a mí, agregó:
—Voy a necesitar un rollo de alambre para mi casa. ¿Quiere usted venir conmigo al almacén?
Cuando volvimos al lugar donde esperaba el Ford, me tomó en brazos y me puso sobre el depósito de gasolina, y partimos en lo que a mí me pareció el más apasionante de los automóviles.
—¿Qué le ocurrió a la carrocería? ¿Tuvo usted un accidente?
—Yo no, pero un amigo volcó su coche en una cuneta, y la carrocería quedó inservible. Entonces le ofrecí la mía, porque él tiene familia.


Varios caballos esperaban entre el polvo frente a un almacén campestre, una tienda donde los clientes podían comprar de todo, desde una trilladora hasta un sombrero de señora, y luego emborracharse para olvidar cuánto habían gastado. Mi padre solía hacerme esperar fuera, pero esta vez entre allí orgullosamente con Patricio. Una vez elegido el alambre, me hizo acercar al mostrador de las bebidas y pidió dos naranjadas.
Un peón gordo y pendenciero que ya había tomado unas cuantas copas, se echó a reír con sorna.
—¿Naranjada, un hombre grande?
—No, gracias, amigo. Otro día.
—¡Nadie se ha atrevido nunca a rechazar una invitación mía! —repuso el peón, provocativo.
—Bueno, ahora alguien se atreve… Hace calor aquí, ¿verdad?
Y Patricio se arremangó la manga izquierda de la chaqueta, mostrando el robusto antebrazo surcado de cicatrices, recuerdo de sendas luchas. El gordo profirió un juramento, arrojó una moneda sobre el mostrador y se marchó.
Más tarde supe que Patricio había sido famoso por su carácter belicoso y por la destreza con que manejaba el cuchillo. Pero en una ocasión hirió de gravedad a un hombre, y aunque el juez falló que había obrado en defensa propia, desde aquel día abandonó el alcohol y las pendencias. Si lo provocaban y la situación se ponía peligrosa, tomaba el rebenque por la lonja y con él desarmaba a su adversario.
Cuando regresamos a la estancia, Patricio eligió para levantar su choza un sitio desde el cual se dominaba el río. Cortó seis troncos de álamo y los clavó en el suelo formando un rectángulo; luego los unió con diez filas de alambre e intercaló entre ellos numerosas varas.


A la mañana siguiente tragué mi desayuno casi entero, tan ansioso estaba de reunirme con mi nuevo amigo. Ensillé a Coco, mi petizo, y galopé a su encuentro. Lo hallé cavando el piso de un pequeño corral que había hecho cerca del esqueleto de su choza.
—Vino a caballo; bien, entonces podría traerme agua del pozo.
Uncí a Coco a un barril montado sobre dos ruedas y comencé a hacer viaje tras viaje para llevar agua a Patricio. Éste había echado mientras tanto paja sobre la tierra removida, y después de vaciar allí varios toneles, comenzó a hacerse barro.
Entonces Patricio desensilló a Coco y lo obligó a entrar en el recinto cerrado.
—Al petizo no le gusta el barro ―dije.
―Si usted no tiene inconveniente en ensuciarse las manos, él bien puede ensuciarse los cascos. Hágalo pisar continuamente ―dijo, dándome un látigo―. Yo iré mientras al río a buscar totora para el techo.
Coco ofrecía un aspecto lamentable; fango y sudor chorreaban de sus flancos. Cada vez que alzaba una pata hacía un ruido como si descorchara botellas de vino. Dos horas más tarde regresó Patricio y anunció que la mezcla tenía ya la consistencia debida y que podía comenzar a rellenar las paredes. Tomando manojos de paja impregnada de barro, los retorcía hasta convertirlos en lo que él llamaba chorizos y los colgaba en los hilos de alambre que unían los postes. Pronto la armazón quedó completamente cubierta. A la mañana siguiente comenzamos a revocar las superficies exteriores e interiores con barro fresco, y dos días después la casa estaba lista.


Patricio pronto se hizo indispensable en la estancia. Podía reparar la locomóvil, arreglar la máquina de coser de mi madre, cambiar las válvulas de cuero de la bomba o ayudar a la vaca que tenía una parición difícil. Observando la luna predecía si el mes iba a ser lluvioso o seco, y discutía gravemente con mi padre la elección de las diversas semillas para la siembra. 
Cuando elogiábamos sus muchas habilidades, respondía con genuina modestia:
―No es que me guste trabajar, pero algo crece en mí como el diente en la boca de la rata, y tengo que gastarlo.

El capataz se puso celoso, pero Patricio no aspiraba a ocupar su empleo. La idea de arraigarse en cualquier parte le disgustaba.

A la puesta del sol, una vez terminado su trabajo, se sentaba frente a su rancho a tocar la guitarra y a cantar. Los otros gauchos y peones se reunían en torno para escucharle. Algunas veces otro gaucho lo desafiaba a una payada, especie de certamen en verso en el cual un trovador de la pampa, o payador, hace a otro preguntas rimadas, y su adversario debe darle respuesta cabal en la misma forma. Patricio generalmente salía triunfante de la prueba.

Era excelente jinete, y en una ocasión pidió a mi padre que le reservase el potro más arisco para domarlo. Un domingo los peones enlazaron uno de fiero aspecto y lo amarraron a un poste dentro del corral. Cuando el caballo sintió la silla, se echó para atrás resoplando, y por poco se estrangula. Pero entonces Patricio se acercó a él y, poniéndole la mano en la cabeza, comenzó a palmearle suavemente el cuello, hablándole al mismo tiempo con una voz grave y sedante que pareció atravesar la muralla del miedo y calmar a la bestia.
―Abran la puerta —ordenó entonces Patricio—. El potro está asustado y quiere huir. Lo dejaré, pero tendrá que llevarme consigo.
Desató el cabestro y saltó en la silla. El animal se abalanzó hacia adelante e inició un furioso galope por la llanura. Caballo y hombre se alejaron tanto que se convirtieron en un mero punto próximo a desaparecer en el horizonte, de pronto los vimos describir un amplio semicírculo y volver hacia nosotros. Cuando llegaron al corral el caballo estaba tan exhausto que ni los gritos de bienvenida lograron conmoverlo.
―Patricio, ¡yo quería verlo corcovear pero usted no lo dejó! ―me quejé, indignado.
―Hay dos maneras de domar un potro ―respondió con calma mi amigo―. Una es demostrar que uno es más animal que él, y la otra es convencerlo de que uno es un ser racional y su lógico dueño.
―Usted condujo muy bien a ese caballo ―elogió mi padre.
―La pampa es la verdadera domadora —contestó Patricio—. Es demasiado grande para que alguien pueda rebelarse contra ella.


Llegó el otoño antes de que la fuente estuviese terminada, pero la demora no fue culpa de Patricio. Siempre había alguna cosa que requería sus servicios. La tormenta había destrozado la rueda del molino o hecho volar las tejas del techo del granero; un toro había roto la alambrada; el bote hacía agua o la chimenea de la cocina estaba obstruida, y Patricio era la persona indicada para reparar esos desperfectos. Mas por fin concluyó la fuente.

Un hilo de agua corría a lo largo de un acueducto de cemento y se vertía en un pequeño lago en cuyo centro se alzaba una isla en forma de volcán. De su cráter saltaba otro chorro hasta unos 15 centímetros de altura. Las paredes estaban adornadas con conchas marinas, y los caracoles que allí vivían habían contribuido a la decoración con sus hileras de huevos rojos.

Para celebrar el acontecimiento mi padre invitó a unos 30 vecinos, e hizo colocar mesas y bancos bajo el ceibo. Patricio se hizo cargo del asador donde se cocinaban al aire libre dos corderos. Una vez terminada la comida, y cuando ya el vino tinto de la región había circulado libremente, le pedimos que cantara algo. Sin hacerse rogar afinó su guitarra y entonó algunas estrofas de “Martín Fierro”, el clásico poema argentino que cuenta la triste suerte de los primeros gauchos, enviados a la frontera a luchar contra los indios mientras extranjeros y habitantes de las ciudades prosperaban en sus tierras. Terminó con una endecha que me llenó de tristes presentimientos porque parecía un adiós.

Se puso de pie bruscamente y desapareció. Traté de ir con él, pero dos señoras de edad me detuvieron, esforzándose por descubrir de qué abuelo o abuela había heredado yo mis ojos y mi nariz.

Cuando por fin me desembaracé de ellas y corrí hacia la choza de mi amigo, oí el ruido del motor del Ford. Patricio había amarrado ya el fardo sobre el chasis y puesto la guitarra encima de él. En el momento en que llegué aseguraba la cincha del recado en torno al depósito de gasolina.
—Patricio, no se vaya, ¡por favor! —imploré, aferrándome a su breve chaqueta negra.
—Debo irme —contestó y agregó con voz solemne:
—He oído que a 400 kilómetros de aquí, en un lugar llamado Tandil, hay una gran piedra que pesa muchas toneladas y se mueve continuamente de un lado a otro, pero tan despacio que para notarlo hay que poner una botella junto a ella. 
Uno espera, y al poco tiempo la botella se rompe, lo que prueba que la piedra se mueve de verdad. 
Es difícil creerlo; tengo que verlo con mis propios ojos.
—¡Lléveme con usted!
―Usted sabe que eso es imposible ―respondió él, sonriéndome afectuosamente—. Espere, le dejaré un recuerdo.
Buscó entre sus cosas y me ofreció un cuaderno escrito con su torpe letra.
―Aquí están mis canciones, esas que a usted tanto le gustaban.

No pude agradecerle porque las lágrimas me lo impedían. Me alzó en sus brazos poderosos y me besó en la frente; luego se encaramó al depósito de gasolina y partió. Yo permanecí largo rato viendo cómo la nube de polvo se posaba sobre la pampa.

Hace unos días encontré ese cuaderno medio deshecho, y al volver a leer los versos reconocí en ellos las tentativas ingenuas de un hombre inculto, pero capaz de interesarse por todo. Filósofo nato, maestro inconsciente, poeta, músico, mecánico y domador, Patricio estaba siempre dispuesto a seguir todos los caminos que se abría ante él, y gozaba al participar en la infinita variedad del mundo. Para él la existencia tenía amplitud de pampa, y supo grabar esa lección en el alma de un niño que hoy, ya hombre, lo recuerda con agradecimiento, porque su ejemplo le ayudó a adaptarse a otro género de vida y a otro país.


Revista Selecciones del Reader's Digest, Tomo XLV, N° 271, Junio de 1963, págs. 105- 114, Reader’s Digest  International, Inc., 270 Park Avenue, Nueva York, Nueva York, Estados Unidos
 

Notas

El relato por sus detalles con respecto a la pampa  y a los gauchos, me hizo recordar a la novela Don Segunda Sombra (1926),  del escritor argentino Ricardo Güiraldes (1886-1927).

Los significados son del Diccionario de la RAE o de otras fuentes, según como se usan en Sudamérica.

Estancia.- Hacienda de campo destinada al cultivo, y más especialmente a la ganadería. 

Gasolina: Nafta, gasoleno, bencina, gasolín, ligroína, etc.

Rebenque.- Látigo recio de jinete.

Azuzar.- Irritar, estimular, hostigar, incitar, excitar, espolear, aguijar, aguijonear, instigar, pinchar, irritar, avivar, animar, estimular, enardecer, etc. 

Bombacha.- Calzón o pantalón bombacho.  

Ornar.- Adornar, decorar, aderezar, engalanar, etc.

Barranca.-
1. Quiebra producida en la tierra por las aguas. Barranco, quebrada, rambla, torrentera.
2. Despeñadero, precipicio, barranco, etc.

Ceibo.- Erythrina crista-galli, el seibo o ceibo es un árbol de la familia Fabaceae originario de Sudamérica.
Se distribuye por el noreste y centroeste de Argentina, el este de Bolivia, el sur de Brasil, gran parte de Paraguay y casi todo Uruguay. Wikipedia

Talud.- Inclinación del paramento de un muro o de un terreno. Pendiente, declive, ladera, cuesta, desnivel, etc.

Tosca.- Piedra caliza porosa que se forma de la cal de algunas aguas.

Talero.-  Americanismo.  Látigo corto y grueso con mango de madera. wordreference.com

Cuneta.-  Zanja en cada uno de los lados de un camino o carretera para recibir las aguas llovedizas. Canal, desaguadero, acequia, etc.

Sorna.- Disimulo y bellaquería con que se hace o se dice algo con alguna tardanza voluntaria. Ironía, burla, sarcasmo, cachita, etc.

Chaqueta.- Prenda exterior de vestir, con mangas y abierta por delante, que llega por debajo de la cadera. Americana, chupa, chaquetón, blazer, etc.

Petizo (petiso).- Caballo de poca alzada. Caballo manso y dócil que se utiliza para el trajín doméstico.

Uncir.-  Atar o sujetar al yugo bueyes, mulas u otras bestias.

Totora.- Planta perenne, común en esteros y pantanos, cuyo tallo erguido mide entre uno y tres metros, según las especies, y que tiene uso en la construcción de techos y paredes para cobertizos y ranchos.

Revocar.- Enlucir o pintar de nuevo por la parte que está al exterior las paredes de un edificio, y, por extensión, enlucir cualquier paramento (cada una de las caras de la pared).

Locomóvil .- Dicho especialmente de una máquina de vapor: Que puede llevarse de un sitio a otro por estar montada sobre ruedas.

Cabestro.- Ronzal que se ata a la cabeza o al cuello de la caballería para llevarla o asegurarla. Brida, cuerda, dogal, etc.

Corcovear.- Dar corcovos (Salto que dan algunos animales encorvando el lomo).

Martín Fierro.- Poema narrativo escrito por el poeta y militar argentino José Hernández (1872).

Endecha.-  Canción triste o de lamento. 

Tandil.- Ciudad argentina en el partido (municipio) del mismo nombre,  en la provincia de Buenos Aires.

Piedra Movediza de Tandil.-  Sobre esta piedra movediza consúltese aquí.

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