domingo, 10 de octubre de 2021

Ernest Hemingway. El Merlín que nunca “Picó”

Por Manuel Jesús Orbegozo

Ese día Hemingway no “picó”.
Sé positivamente que el viejo Ernest fue tras mi anzuelo, pero no “picó” porque la “carnada” no estuvo bien preparada  y porque él es un “sota” de merlín. Hemingway que vive por la boca, no podía morir como un pez.
La “carnada” decía lo siguiente:


                                                                                                                            

                                                                                                 

                                 Talara, 14 de abril de 1956


Sr. Ernest Hemingway

Presente.

De mi admiración:

He venido expresamente a esta ciudad para presentarle el saludo de mi país, agrupado en el “Círculo de Escritores del Perú”, y a la vez, invitarle a visitar la Capital de la República y el Cuzco, Capital Arqueológica de América.
El “Círculo de Escritores del Perú” aprovechará de esta oportunidad para inaugurar en Lima, un homenaje público de admiración a su talento merecedor, últimamente, del Premio Nobel de Literatura, un busto suyo, del escultor Ccosi Salas.
Los detalles de su viaje a Lima y del homenaje lo ultimaremos personalmente.

         
                                           De usted, atto y S. S.
                                                                          Manuel Jesús Orbegozo



Hemingway me miró de pies a cabeza en un dos por tres y sonrió. Infló sus carrillos de conejo y volvió a sonreír. Todo fue sonrisas. Me extendió la mano luego de pasarse la caña de pescar a la izquierda. Eran las cinco de la tarde y acababa de desembarcar en su segundo da de pesca en Cabo Blanco.
Hemingway se devoraba la “carnada” con los ojos, pero no se animaba a   “picar”. Le brincaba el corazón ante la carta. Gozaba con la invitación. Pero dudaba. A lo mejor se acordaría de Juan José de Soiza que hizo lo mismo para entrevistar a Clemenceau y no “picó.”
Se me escabulló de las manos como un pez. Mary Hemingway me decía al siguiente día:  “Hemingway iría al Cuzco  y a Lima, pero le tiene más miedo a los homenajes que a los tigres”.
En el fondo, yo lo había arruinado todo.



El Viejo Santiago Traicionado

“Al calamar hay que comerlo en su tinta” dijo en su diario el periodista Jorge Donayre. Y así fue. A Hemingway “nos lo comimos en su tinta”
Yo fui  con Hemingway a alta mar. Me embarqué sin que se diera cuenta, en la lancha “Pescadores Dos” a la que subí de “pavo”.  A la que subí con un portaviandas, y donde tuve que esconderme en un W.C. pero de lujo.
Hemingway iba de pie en la cubierta de la “Miss Texas” del Club Cabo Blanco. Iba mirando el horizonte.  Con su “jockey” metido hasta las orejas y su “short” que permitía verle las largas y poderosas piernas de andarín. Llevaba los brazos al aire como unas banderas, mostrando una musculatura de leñador. Bajó después de una hora y se puso a jugar con su caña de pescar.
—Total, esa es la vida, Ernest Hemingway: Juegos, jugar…

Jugar a atrapar un pez después de una hora de espera o de lucha.O al  revés. Porque esa es su vida.
Juego de azar. Tirar el anzuelo y ponerse a esperar como un chino. La lancha cabriolea con un interminable “pega cortada” con el mar. Detrás viene un pez de mentira y otro de verdad. Un pez grande y un pequeño. Cumpliendo cada cual con esa ley casi bíblica de que el pez grande se comerá al chico.
Allí iba Hemingway jugándole sucio al merlín que quería pescar para su película. Porque la carnada era un pez de metal.  Yo lo vi. Era un pez brillante, nuevecito. Hemingway quedaba mal. No les jugaba limpio a los peces.
Hemingway se movía lentamente. Cuando llegó al aeropuerto, un compañero dijo que parecía un oso polar.  No se  equivocó. Así se movía en la lancha.  Y no por no poderlo hacer a la velocidad de un balazo o de un “upper-cut” sino porque él es así. Recordé la opinión de un escritor y le dije a propósito, con el pensamiento:
―Usted es frívolo, Mr. Hemingway.
―No ―protestó el — recuerde la obviedad de los movimientos de los animales. Los animales pueden ser obvios pero no ridículos ni frívolos.

Eran las tres. Ocho horas estábamos ya en el ejercicio. Hemingway se escurrió dentro de la lancha, aburrido o arrepentido de estar traicionando al personaje de su “Viejo y el Mar”. Porque el viejo Santiago estaba solo con su pez y su inmensidad. Y Hemingway no. Hemingway estaba acompañado, en una lancha de lujo y con amigos. Con su whiskey, sus sandwiches de jamón y huevo duro. Él no estaba solo. Pensaría en el viejo Santiago y su mar y debió sentir remordimiento. Debió aburrirse con la compañía de los demás.
Por eso se metió de cabeza en la lanchita feroz.



¿Hemingway es Esnobista?

Desde la “Pescadores Dos” se veía el rostro del viejo Ernest. El sol era un herrero que atizaba sobre la tez del escritor. De repente se alegró a fondo. Cada metro de cordel  que halaba hacía cambiar en gesto a la tripulación. Todo se apagó como un volcán, cuando RufinoTumee,Capitán, gritó: “No es merlín, sino jibia“
Mary Hemingway, obscureció, también su  alegría  gigante. Hace diez años que es su mujer. Contó: “Nos conocimos en Londres, cuando él y yo éramos corresponsales de guerra. Solíamos conversar mucho de la vida, metidos en unos pesadísimos capotes militares, mientras la neblina se empecinaba en tumbar el  ‘Big Ben’.  Nos  enamoramos a primera vista. En 1945 nos separamos para reunirnos en Cuba“. ”Es la cuarta y última mujer” dijo por su parte el novelista.
―¿Hemingway es humano por naturaleza o por snob?
―La mujer de “Papá” como le llaman al viejo Ernest, cariñosamente, no se molestó por la pregunta. Cuando recibió el Premio Nobel, dicen que dijo que Sandburg era más llamado a recibirlo. Hemingway entregó al chofer y a todos sus servidores diez sueldos de gratificación.
―¿Y a usted, señora?
―Me ofreció una escopeta que esperamos comprarla en París, y un cheque de dos mil dólares.
—¿Y todavía tienen dinero?
La pregunta estuvo de más. Mary Hemingway repitió las palabras que su marido dijo dos días antes:  ”Ya no nos queda nada“.



La Mujer de Hemingway 

Hubo un momento en que Mary Hemingway volvió rapidísimamente la cabeza y me sorprendió contemplándola. Yo me escondí detrás del humo de su cigarrillo para no caer in fraganti.
Estaba desde mucho rato atrás  con una sonrisa de cuarto creciente, mientras en la otra lancha, su marido tiraba del cordel y estaba feliz. Cuando Hemingway no sacó nada, su sonrisa en creciente se convirtió en menguante. Su alegría, en efecto, estaba en función de la de él. Era una confirmación de lo que dos días atrás me dijo en el campo de aviación. Cuando le pregunté si se casó con el novelista o con el hombre. “Me casé con el hombre al que amo y no con el novelista al que admiro“.
Eran las tres y ya me moría de hambre. Mi hambre reclamaba desde el desayuno. Cuando ella me invitó a almorzar, yo volé. Comí sándwiches de jamón con queso.  Una pasta amarilla que no me gustó. Y cerveza. Para finalizar me dio una servilletita de papel que yo agradecí con risa a media agua.
Después, Mary Hemingway con su pantalón pescador y sus piernas nadando en aceite de almendras, con su blusa marinera y su sombrero de Catacaos, volvió a hablar del novelista. Relató sus aventuras en el África con accidentes  y todo, en los que casi pierden la vida. Habló de su afición a las corridas de toros y a la amistad con Dominguín.
Allí supe de Hemingway, desde la hora en que se levanta hasta las películas que ve, de su gusto por el “chifa” hasta su desinterés por saber de Faulkner, etc. Allí supe de su odio a la guerra y de cuantos whiskeys por día sabe beber. Allí supe mucho. 

 

Cómo Escribir Una Novela

A Hemingway, el día que llegó a Talara, se le pregunto:
―¿Es usted capaz de dar una receta para escribir una novela?
Él contestó:
—Hay que vivir y hay que inventar.
—¿Cómo inventar?
—Inventar sobre lo que se ha vivido. Hay que escribir las propias experiencias  y agregarles un poco de fantasía.
—De acuerdo a este concepto, ¿cuánto hay de realidad y cuánto de fantasía en sus obras; por ejemplo, en “Por Quién Doblan las Campanas”?
—Estuve en la Guerra Civil Española como Corresponsal, desde que comenzó hasta que terminó. La conclusión puede sacarla usted mismo.
Hubo oportunidad para que el viejo novelista se pusiera pensativo y triste. Para que pensara  en el Gary Cooper izquierdista y repitiera aquello de “La muerte de todo ser me disminuye, porque soy una parte de la humanidad.  Por eso no me gusta preguntar Por quién Doblan las Campanas”.
Y en seguida se sintió como que exclamaba:
―¡Están doblando por ti!



La Muerte es una Ramera

Después le pregunté por “El Viejo y el Mar”. Él respondió:
―Lo escribí en 80 días. Lo pensé 13 años ¿Está conforme?
―Lo que quiere decir que…
—Primero hay que vivir y luego escribir sobre una verdad profunda, que eso tiene más valor que la literatura misma.
—¿Cuál será su próxima aventura?
—No sé, las aventuras vienen a buscarme.
—¿Usted es republicano o demócrata?
―Ni lo uno ni lo otro. Mis antepasados fueron políticos, yo no. Mi abuelo era un “fregado”. Fue un republicano que nunca se sentó a la mesa con un demócrata.”
Esa mañana el cielo de Talara estaba ligeramente nublado. Por algo en un rincón del cielo aparecía un pedazo de arco iris. Había frío. Alguien relacionó la hora con “cortar la mañana”. Entonces a sabiendas, se le preguntó si le gustaba el trago. Claro que dijo que sí.
―¿Y no le hace daño?
—Nunca me ha hecho daño. Además, los periodistas aguantamos cosas peores.
A propósito:
―Como periodista ¿cuál ha sido su mejor noticia?
―La Liberación de París. Yo iba en el ejército de Patton.
Hemingway no escamoteaba ninguna pregunta. Al conminársele a que haga la descripción de Hemingway, contestó:
—Hace muchos años que no me miro al espejo.
Y de sopetón:
―¿Y la muerte?
—Es una prostituta más ―dijo con arte el viejo novelista.
En el minuto fatal, en el último minuto que estaba con nosotros, Hemingway fue genial. Al preguntarle por cuál era el mayor éxito de su vida, expresó rotundamente y filosóficamente:
Durar
Luego se fue. 

 

La Botella de Pisco

Se fue en la camioneta manejada por Plater. Se perdió en la perspectiva de un caminito rural. Iba ansioso. Quería estar pronto con el merlín de su célebre obra.
Esa misma mañana, mientras los dados saltaban  sobre una mesita única del único Hotel de Talara donde hay que hacer grandes esfuerzos para creer que se está en un retazo de la patria, acordamos los periodistas que viajamos desde Lima a entrevistar al famoso escritor norteamericano regalarle una botella de pisco. “Venga la botella” dijimos y nos encaminamos a dársela. Sobre la etiqueta escribí: “Mientras lloren las uvas, yo beberé sus lágrimas”. Y más al pie al lado de un enorme merlín que dibujó Donayre, escribí a 18 puntos: “A Ernest Hemingway, de sus admiradores y noveles colegas peruanos”. Y firmamos.

A las dos de la tarde llegamos al local del Club de Pesca de Cabo Blanco. Lujoso local hecho sólo para ricos. Llegamos  guiados  por una fila de colas de merlín, puestas en unas picotas. Cuando alcanzamos la explanada del Club, la alegría con que Plater festejaba a Hemingway, se fue de narices. Diría: “Me arruinaron”. Hemingway al contrario nos recibió muy feliz.
Cuando tuvo la botella en sus manos, leyó la inscripción y dijo: “Yo beberé estás lágrimas y después guardaré la botella”. Posó para unas fotos y luego bajó al mar. Se perdió en el océano. Iba feliz.

La mujer del campeón de pesca Kid Farrington, que días después en el Hotel Crillón me dijo que a Hemingway le habían dado una fama exagerada de borracho, iba con él. A la Farrington  le contesté que la historia se encargará de juzgarlo y por último, que Hemingway puede darse los lujos que quiere.



Un Criollo “Viejo Santiago”

Mientras tanto los periodistas nos acercamos a Cabo Blanco. Cabo Blanco es una caleta que está entre la amenaza del mar y al amparo de un cerro terroso. Cabo Blanco es un símbolo de un puertito mísero. Corchos redondos flotando en un mar de atarrayas al pie de casas de horcones y totora. Unos, dos, cien pescadores bronceados de un sol cincuenta de estatura. Dueños del mar más que de la tierra conversando en grupos de a ocho. Tumes y Querebalus  zurciendo sus redes. Y un pescador con cinco cervezas en la cabeza preguntando por quién irá a ser el nuevo Presidente, mientras un chancho hociqueaba la calle real y un gallinazo miraba cincuenta metros a la redonda.

Allí, en la caleta de Cabo Blanco, había un “viejo Santiago”. Un setentón y un muchacho de quince años que jalaban a esa hora crepuscular una red interminable.
Nada pescó esa  vez  aquel viejo. Iban también para 84  los días que el mar le jugaba una mala pasada. Pero es una historia muy común, peruana, demasiado vulgar para inmortalizarla en una obra.



Había Una Vez 

Esa segunda tarde Hemingway desembarcó sin cobrar su codiciado merlín. Él no había pescado nada. Yo tampoco. Mi “carnada” y la suya, no habían surtido efecto.  Ambos  parecíamos derrotados, pero no. La esperanza quedaba pendiente.

Hemingway atravesó el muelle. Dos pescadores levantaron la cabeza y lo miraron como a un gringo más, como a un turista más de los que llegan a Cabo Blanco a llevarse mil kilos de un solo anzuelazo.

Casi al final del muelle dos perros se estaban sacando el alma. Peleaban por sus cosas. Fue allí donde Hemingway se paró. Impasible. Abstraído. ÉL, que había visto pelear a los hombres, se detuvo para ver pelear a los perros. Estuvo, como en la Guerra Civil Española, desde el principio hasta el fin.
―¿Cuál es la receta para escribir una novela?
—Hay que vivir y hay que inventar.
―¿Cómo inventar?
―Inventar sobre lo que se ha vivido. Hay que escribir sobre las propias experiencias  y agregarles un poco de fantasía.
Entonces, pareció como que Hemingway comenzó una nueva obra: “Había una vez, dos perros… etc.”



Manuel Jesús Orbegozo, Reportajes, Editorial Ausonia, Lima, Perú, 1958, págs. 87-99


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