miércoles, 25 de septiembre de 2024

Mi Personaje Inolvidable - I

Por Kavanaugh MacDonald

El autor que es un periodista de Canadá firma con seudónimo.

 

SI YO hubiese llevado a Inés al despacho de un consejero de asuntos matrimoniales la primera vez que a ella se le metió en su linda cabecita la idea de que yo era el hombre que el Cielo le tenía reservado, estoy seguro de que me habría indicado que ella no estaba hecha para una cosa tan seria como el matrimonio.

Pero nuestro noviazgo fue un vértigo tan ajeno a todo sentido de la realidad que jamás pensamos en pedir consejo, lo cual fue para mí una gran suerte.

No se trata de que Inés haya cambiado. A la fecha aún no sabe cocinar. O no puede o no quiere ser ama de casa. No sabe hacer una suma… y nadie le sacará de la cabeza que con pagar el primer plazo de una compra ya están resueltos todos los problemas de economía doméstica.

Sin embargo, hace ya cerca de diez años que nos casamos Inés y yo, y no creo que pueda conocerse un matrimonio más feliz. Tenemos una casa que, aunque modesta, es la más alegre del vecindario. Tenemos tres hijos encantadores y sin complicaciones. Y nuestras aventuras son tan extraordinarias que cuando me siento a pensar en ellas se me humedecen los ojos.

Entonces ¿es ella un encanto? Claro que sí. Pero se necesitaría algo más que su cabellera de oro oscuro, su lindo cuerpo y su fresca belleza campesina para que yo le perdonara el crónico desorden de la casa y de su manera de llevar la vida. Al regresar del trabajo puedo estar seguro de que encontraré un montón de polvo al pie de la escalera donde ella no ha terminado la limpieza. Habrá loza en el fregadero, un pan que se ha quedado sin guardar desde la mañana, y todo por el estilo.

Infructuosamente he discutido sobre todas estas cosas muchas veces, y sobre el desarreglo que hay siempre en el salón. Inés colecciona casi todas las cosas que no cuestan nada. Piedras, mariposas, flores disecadas, huevos de pájaros y Dios sabe qué más. Estas colecciones adornan los estantes de libros, el piano, las consolas. Jamás he dado con otro ser humano para quien los souvenirs tengan semejante importancia. De cada salida que hacemos, de cada año en la vida de nuestros hijos, de cada acontecimiento señalado en nuestra vida, ella quiere tener un recuerdo en la sala.

Alguna vez le propuse que hiciésemos una recogida de cosas y las llevásemos al desván. «¿Pero para qué tener recuerdos ꟷme respondióꟷ si uno no los tiene donde le hagan recordar?» No tuve qué contestarle, y ella continuó coleccionando.

En nuestros primeros años de casados, yo estallaba de indignación cuando llegaba a casa y la encontraba como Tokio después de un terremoto. Inés me escuchaba con tan aparente contrición que casi me convencía. Luego insinuaba su excusa: había salido con los niños a nadar o a recoger fresas, o al monte por helechos. Jamás sus excusas tenían nada que se pareciese a una discusión: Inés nunca discute. En estas primeras experiencias la cosa terminaba invariablemente sintiéndome yo tan perplejo como se sentiría un cazador ante un conejo que no corriese.

En realidad, no me he dado por vencido en mis conferencias sobre el arreglo de la casa, pero ya lo hago más por hábito que porque abrigue ninguna esperanza. «Piensa ꟷle digoꟷ que viniese ahora a visitarnos mi jefe, o el director de la escuela, o el cura: ¿no te avergonzarías de recibirlos así».

Mi pregunta no tiene sentido. Estas tres personas, e innumerables más, llegan de continuo a nuestra casa, porque les gusta. Entran sin que nadie les llame, apenas tocan débilmente a la puerta por pura fórmula, echan a un lado las pilas de juguetes o los abrigos o las revistas que están en las sillas, y se sientan estirando las piernas como si estuviesen en un banco del parque.

Una de ellas es un solterón que vive a dos calles de nuestra casa y que de continuo nos trae pescado e insiste en que el mejor ha de ser para Inés.

Otra es la señora Mercer, una viejecita que tuvo que mudarse a un departamento pequeño en donde no tiene sitio ni para su gato de Angora ni para su perro Springer. Inés la encontró llorando porque tendría que dejarlos. Desde entonces los animales están en nuestra casa… y con ellos la señora Mercer una buena parte del tiempo.

Lo mismo el señor Powley, que los domingos se viene con las historietas en colores de los diarios para leérselas a nuestros hijos. Cae precisamente cuando estamos a toda prisa lavándolos para que lleguen con la cara limpia al catecismo.  El humo de su cigarro basta para inmunizar la sala contra la polilla; pero Inés le recibe encantada y me explica: «Le gustan los niños: tenía dos hijos y los perdió en la guerra».

Y así otros muchos. El panadero que nos cae de vez en cuando con toda la familia; la señora nerviosa, que cuantas veces riñe con su marido busca nuestro refugio. Podría hacer una lista interminable.

Para Inés todos son buenos. Hasta ahora parece que no ha encontrado quién no lo sea. En el invierno último compró unos platos de plástico a un parlanchín vendedor ambulante que se los vendió a un peso cada uno.
A la semana siguiente vi los mismos platos en una tienda a 65 centavos.
Inés comentó: «¡Tienen que ser o inferiores o más delgados o quién sabe qué; el hombre que me los vendió jamás me habría cobrado más por la misma cosa!».

Si yo le hubiera demostrado que los dos platos eran idénticos, estoy seguro de que ella todavía habría defendido al vendedor suponiéndolo víctima de alguna confusión; porque no le cabe en la cabeza que nadie pueda aprovecharse de ella.

Y esto incluye hasta el ejército.
Los militares fueron quienes dieron motivo a nuestra única pelea en serio, que para mí se resolvió en provechosa enseñanza.

Vivimos en el límite del pueblo, y el terreno de maniobras del ejército está a un paso del patio de atrás de nuestra casa. Hace años que esto es así, pero nunca habíamos reparado en tal vecindad. Por eso fue grande mi sorpresa en una cálida tarde de agosto cuando al volver a casa di de manos a boca con una ametralladora antiaérea y un jeep. El capitán que manejaba el jeep me dijo al pasar: «Hace calor ¿verdad?»
Asentí, él se despidió y se marchó.
Le pregunté a Inés qué significaba aquello y me dijo:
ꟷEstaban en maniobras, y como hacía tanto calor pensé que les caería bien tomar kéfir helado. Entre los ochos se tomaron seis botellas ꟷagregó riéndose.
ꟷ¡Seis botellas! ꟷexclamé.
ꟷPero querido ꟷme explicó muy contritaꟷ no saqué un centavo de la plata del diario: la saqué de mi alcancía…
En esa alcancía Inés había venido ahorrando centavos durante dos años para hacernos una sala de juego con que de tiempo atrás soñábamos.
ꟷMira, querida ꟷle dijeꟷ piensa en tu reputación. Si alguna de estas viejas que tenemos de vecinas ven que tú estás recibiendo acá a los oficiales ¿qué van a decir?
Me aseguró que ella jamás les inventaba cuentos a las vecinas ¿por qué se los habían de inventar ellas a ella? Y agregóꟷ: Aquí te dejé tu vaso de kéfir; pruébalo que está deliciosoꟷ. Y así dio fin a mi sermón.

A la tarde siguiente no encontré a la entrada ni ametralladoras ni soldados; pero sí vi cuatro botellas vacías de kéfir en el fregadero.
Inés dijo con mucha gracia:
ꟷEsta vez lo compraron ellos. Son unos muchachos encantadores.
ꟷY sobre todo el capitán ꟷle dije.
ꟷ¡Claro! ꟷme respondióꟷ ¿Sabes que ha estado en la guerra?

La tercera noche encontré ocho botellas y ya me preparaba a dar la ley, cuando llegó el capitán. Venía a proponernos que fuésemos al cine al cuartel. «Véngase con toda la familia», agregó.
No se puede mandar a paseo a un hombre tan amable. Además, ya Inés estaba limpiándoles la cara a los niños para ir al cine.
Debo confesar que esa noche no la pasé mal.

A las dos noches, el capitán y dos de sus muchachos trajeron el cine y lo montaron en el prado de nuestra casa para que lo vieran todos los vecinos. Pocas noches después el capitán trajo al gaitero del regimiento y lo hizo marchar de arriba abajo en nuestro patio para delicia de la señora Mercer, del señor Powley y de una docena más. Para abreviar: el capitán ya era casi de la familia.

Aunque nunca pude encontrar palabras para decirlo con claridad, la verdad es que no me gustaba aquello. Con el más leve pretexto nos caían el capitán y sus muchachos: a pedirnos prestado un disco o una pluma, o a que mi mujer les prestase un hilo o una aguja. Se encargaron de cortar el césped, de sacar a paseo al perro de la señora Mercer, de cuidar de los niños si salíamos, de podar las lilas.

Una noche le dije a Inés:
ꟷ¿Te das cuenta de que hemos perdido nuestra independencia? Todo ha sido por tu cupa: ¡Maldito el recibimiento tan cordial que les hiciste!

Al mes de esto llegamos a una franca ruptura. Por razones de mi oficio tuve que ausentarme por un par de días, y cuando regresé a mi casa apenas pude reconocerla. Toda la galería de atrás había sido tumbada y ampliada y cubierta para formar una sala de juego.

Inés me echó los brazos al cuello y me dijo:
ꟷ¡Los muchachos de la tropa me han hecho todo el trabajo! El capitán consiguió que un contratista le cediera unas tablas sobrantes que tenía. Todo lo que tuve que comprar fueron los listones y los encerados para el techo.
La escena que siguió es algo que no quisiera recordar:
 ꟷVamos a ver ¿de quién es esta casa ꟷpreguntéꟷ ¿Por qué no me consultaron? Supongamos que yo no hubiera tenido con qué hacer la obra: ¿para qué publicar a los cuatro vientos mi pobreza? Y además ¿a quién se le ocurre un techo de encerado. Yo quería el tejado de madera.

Esa noche no dormí en casa. Me fui a un restaurante para desahogarme.

Cuando volví tres horas más tarde la casa estaba vacía. Ahí encontraba toda la independencia a que una persona puede aspirar, y la casa más desolada que jamás vieron mis ojos.
Encontré un papelito diciéndome que los niños estaban en casa de la señora Mercer. Ni una palabra respecto a Inés.

Me puse a dar vueltas por los cuartos como para consolarme viendo que las cosas estaban fuera de su lugar o empolvadas. De poco me sirvió.  Pensé: «Ella estará en el cuartel: hoy es sábado y hay baile».  Y me fui a la sala de baile del cuartel.

Allá estaba, y bailando. Me senté a una de las mesitas, en un rincón, a esperar.

El capitán debía estar en observación, porque en seguida se acercó.
ꟷLo estaba esperando ꟷme dijo.
Encendió un cigarrillo y me miró un buen rato.
ꟷAsí que la he fastidiado… ꟷme dijoꟷ. Me apena no haber caído en la cuenta de que le estábamos poniendo los pelos de punta.
Estallando, le dije:
ꟷHe venido para llevarme a casa a mi mujer.
ꟷVea ꟷme dijo el capitánꟷ usted es uno de los tontos más absurdos que yo he conocido. Siento que no le gustara la sala de juego. Mis muchachos contribuyeron con tres dólares cada uno para la madera y cuatro de ellos sacrificaron su día de salida por ayudarnos. Inés quería sorprenderlo a usted, y nosotros sólo queríamos complacerla en lo que pudiera hacerla más feliz. ¿Se le puede ocurrir a usted que cupiera ningún otro pensamiento en nuestras pobres entendederas?
No le respondí nada. Él siguió:
ꟷVea usted aquí a los muchachos. Han rodado por todo el mundo y han visto las cosas feas y mezquinas que encierra. No pocos de ellos han gastado la mitad de su vida tratando de enderezar las diabluras que un egoísta despreciable ha causado. De pronto se han encontrado a una persona que no tiene en su alma ni una gota de egoísmo, y unos niños que valen un tesoro. ¿Y se admira usted de que invadieran su casa?
«Denos usted un mundo lleno de gente como esta mujer, y al instante se podrán echar por tierra todos los cuarteles y sembrar patatas. Usted es el hombre que dio con ella ¡y ahora se queja! Me doy cuenta de que es duro tener que compartir con otros el gusto de estar con ella, pero no se puede aspirar a que sea sólo para uno una mujer semejante, como no se puede patentar un rayo de sol».

Se me fue pasando la ira no sé cómo, miré simplemente a Inés que bailaba y me dirigí a la puerta. El capitán me dijo:
ꟷPor ella no se preocupe. Váyase a su casa y reflexione en lo que le he dicho. Yo se la llevaré. En todo caso, ella no está hoy contenta aquí.

Así me volví a casa para dar un segundo debate a mis propios pensamientos. Estuve otra vez rondando por los cuartos, solo, viendo la alcancía, las piedrecitas, los platos de plástico. Me pregunté qué significaba todo ese desorden.  Quizás sólo era la prueba de que ella era una persona tan totalmente convencida de que la vida es completa, buena e interesante, que simplemente no tuvo tiempo para cansarse recogiendo sus pedacitos para meterlos en casilleros.

Hacia la medianoche el capitán me trajo a Inés. Como me lo había dicho, no estaba muy contenta. Y no lo estuvo hasta que yo tuve el valor para rendirme y pedirle perdón. Luego, de nuevo volvió a ser la mujer que todo el mundo quería.

Al lunes siguiente el capitán vino a ver cómo marchaba todo. A la tarde siguiente volvió con los muchachos del kéfir para terminar la sala de juego, mientras el gaitero desfilaba triunfante por el patio de atrás.

Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo XXVII, N° 163, junio de 1954, pp. 18-23, Selecciones del Reader’Digest S.A, La Habana, Cuba



Notas
He corregido alguna errata del original y me tomé la libertad de añadir un pequeño detalle que se notaba faltante para que se entienda mejor el texto.

Consola: Una consola es un mueble bajo que tiene varios cajones o incluso puertas y sirve principalmente para almacenar objetos. Antaño, por ejemplo, las consolas eran un tipo de mobiliario que servía para guardar todo lo que se necesitaba para poner la mesa a la hora de comer. Se pueden incluir tanto en un dormitorio como un mueble auxiliar, un baño, la entrada o el recibidor de la vivienda, el comedor. Nacher.es

Souvenir: Objeto que sirve como recuerdo de la visita a algún lugar determinado. RAE

Darse de manos a boca: De repente, impensadamente. RAE. Encontrarse inesperadamente. wordreference.com

Alcancía: hucha, cerdito, chanchito, cofre, cepillo, etc.

Kéfir: Bebida de leche fermentada parecida al yogur.

Dar la ley: Obligar a alguien a que haga lo que otra persona quiere, aunque sea contra su gusto.  Servir de modelo en ciertas cosas. RAE

Las notas son mías.

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