martes, 16 de marzo de 2021

Serás un Hombre, Hijo Mío

 “Serás un Hombre, Hijo Mío”


Detrás del bello poema “Si…” se encuentra la historia de amor de un padre y del sacrificio de su  hijo.


Por Suzanne Chazin


El ajado paquete de papel de estraza iba dirigido a “Monsieur Kipling”. Rudyard Kipling, el célebre escritor británico, ganador del premio Nobel, lo abrió, acentuada su curiosidad por los laboriosos garabatos. Dentro había una caja roja que contenía un ejemplar de su novela Kim, con un hoyo de bala que había respetado sólo las últimas 20 páginas. De la perforación, sujeta con un hilo, pendía la Cruz de Malta de la Cruz de Guerra, la medalla que Francia otorga en reconocimiento al valor en guerra.


Le enviaba aquello un joven francés llamado Maurice Hamonneau. En la carta anexa explicaba que, de no haber llevado ese libro en el bolsillo durante cierta batalla, habría muerto. Y pedía Kipling que aceptara el libro y la medalla en prenda de gratitud.


Nunca un honor había conmovido tanto a Kipling como este. Dios se había valido de éste para salvar la vida del soldado. Ojalá hubiera salvado la de otra persona; la de alguien que significaba para él mucho más que todos los homenajes del mundo.

Veintiún años antes, en el verano de 1897, la esposa de Kipling, Carrie, le dio su tercer hijo. La pareja ya tenía dos hijas, Josephine y Elsie, a quienes Rudyard adoraba; pero él deseaba un varón. Siempre recordaría el momento en que llegó a sus oídos aquel chillido.


–Señor Kipling –anunció el médico–, tiene usted un hijo.


Poco después, el escritor contemplaba un pequeño envoltorio de cuatro kilos de peso. Tomó en sus brazos a aquella criaturita que no cesaba de bostezar, y sintió la ternura más profunda.
John Kipling, como llamaron al pequeño, resultó ser un niño inteligente, alegre y dócil. Su padre se sentía feliz. Sin embargo, en el invierno de 1899 la tragedia tocó a su puerta.


Durante un viaje a Estados Unidos, Kipling y su hija mayor, Josephine, contrajeron neumonía. En aquel tiempo, cuando todavía no existían los antibióticos, era poco lo que los médicos podían hacer. El 4 de marzo, Kipling consiguió salir del delirio, terriblemente débil. Josephine murió dos días después.


A partir de entonces, Kipling no soportaba ver los retratos de Josephine u oír mencionar su nombre. Sin  embargo, debía sobreponerse a su dolor por el bien de Elsie y de John quienes tenían tres y diecinueve meses, respectivamente.


De manera que adoptó la costumbre de llevar a pasear a sus hijos a la montuosa región de Sussex Downs. Les construyó una caja de arena y, cuando se trataba de jugar con ellos, ningún juego resultaba demasiado extravagante.


Los más entrañables recuerdos que de aquella época conservó el escritor correspondieron a los inviernos de 1900 a 1907, que la familia pasó cerca de Ciudad del Cabo, Sudáfrica. En las tardes calurosas, Kipling se recostaba en una hamaca, a la sombra de un recio roble, mientras los niños jugaban a su alrededor. Una vez John le preguntó:


–Papá, ¿por qué tienen manchas los leopardos?


En los ojos de Kiplin gdebe de haber resplandecido una chispa.Imitando la voz de un anciano sabio, empezó a explicar que el leopardo había tenido mucho tiempo el color de la arena oscura, al igual que las jirafas y las cebras que cazaba en la sabana. Pero, entonces la cebra y la jirafa resolvieron ocultarse en la selva para frustrar los propósitos del leopardo.


“Después de haber permanecido un largo período la mitad del tiempo a la sombra y la otra mitad fuera”, continuó, “a la jirafa le salieron manchas, y a la cebra, rayas”. Para poder cazarlas en la espesura, el leopardo también debía cambiar, y por eso decidió cubrirse de manchas. “De vez en cuando escucharán a los adultos preguntar: ‘¿No podía el leopardo cambiar sus manchas?’” Kipling les guiñó el ojo a sus hijos y concluyó, negando con la cabeza: “Pues no. Así está muy contento”.
Kipling reunió sus historias fantásticas de la vida salvaje en un libro llamado Just So Stories For Little Children (“Cuentos al Gusto de los Niños”). La obra se publicó en 1902, y fue aclamada por los críticos. El escritor se estaba convirtiendo en uno de los favoritos de los niños de todo el mundo. Pocos sospechaban que aquel hombre, amante de la magia y el misterio de la infancia, había sido tan desdichado en la suya.

Rudyard Kipling, nacido en 1865 en Bombay, India, vislumbró el mundo por primera vez a través de la bulliciosa vida callejera de esa ciudad. Antes de que cumpliera seis años, él y su hermana menor, Trix, fueron enviados a Inglaterra para que asistieran a la escuela. Ahí, la mujer contratada para cuidarlos golpeaba y se burlaba del pequeño y frágil Rudyard, y censuraba las cartas que los niños enviaban a sus padres. Además, con frecuencia encerraba al niño durante horas enteras en un sótano frío y húmedo.
A pesar de ese maltrato, Rudyard se esforzó por ser alegre. Años más tarde escribiría que esa experiencia lo había “despojado para el resto de sus días de toda capacidad de sentir un verdadero odio personal”. Y también le imbuyó la determinación de darles a sus hijos la felicidad, el amor y la seguridad que le habían faltado a él.


A su regreso a la India, Kipling comenzó a trabajar como reportero, y dedicaba su tiempo libre a escribir relatos de ficción. Sus tramas versaban sobre el valor, el sacrificio y la disciplina que había observado en los militares británicos destacados en el país, y sobre el misterio y  el peligro reinantes en la India. Reunió esos relatos en pequeños volúmenes, con la esperanza de que fueran bien acogidos en Londres.


Pero los editores londinenses los ridiculizaron. Uno de ellos escribió: “Me atrevería a conjeturar que se trata  de un escritor muy joven, y que morirá loco antes de llegar a los 30 años”. Kipling cerró los oídos a esas críticas y siguió escribiendo. Al cabo de un tiempo, cuando sus libros cobraron fama y empezaron a buscarlo algunos literatos, académicos y políticos de renombre, mostró ante los elogios la misma indiferencia que antes había manifestado ante el rechazo.


En los primeros años del siglo XX, Kipling hizo muchas advertencias del peligro de una guerra con Alemania, e insistió en que debía instituirse el servicio militar obligatorio. La gente lo tachó de “imperialista” y “patriotero”. Y, a pesar de las crecientes burlas de los pensadores dela época, se mantuvo firme en sus opiniones sacando fuerza de su hogar y su familia.

Para ese entonces, John ya era un muchacho alto y bien parecido. Aunque no era un atleta consumado, le encantaba participar en las competencias deportivas que se organizaban en el internado. ¡Cómo disfrutaba Kipling viéndole correr por el campo de rugby, radiante de entusiasmo! ¡Cómo se enorgullecía!, pero no porque fuera un gran atleta, sino porque manifestaba ese tranquilo arrojo y ese buen humor que él admiraba. John felicitaba por igual a sus compañeros y a sus contrincantes por el esfuerzo que realizaban. Nunca alardeaba de una victoria ni gimoteaba ante una derrota. Si transgredía alguna norma escolar, aceptaba sin chistar el castigo correspondiente. Asumía la responsabilidad de sus actos. en otras palabras, se estaba convirtiendo en un hombre.


Para Kipling, la hombría implicaba afrontar la adversidad con entereza. Deseaba fomentar esa actitud en su hijo. ¡Si John fuera capaz de seguir los pasos de los grandes hombres que él había conocido!; ¡si pudiera regirse por esos valores! ¡si…!


Un día de invierno de 1910, Kipling empezó escribir esos pensamientos para su hijo, que entonces tenía 12 años. Tituló el poema “Si…”, y lo incluyó en un libro de cuentos para niños que se publicó ese mismo año.


Aunque los críticos no consideraron que era de lo mejor que había producido, a la vuelta de unos años el poema de cuatro estrofas, traducido en 27 idiomas, era ya un clásico en todo el mundo. Los escolares lo memorizaban Los jóvenes lo recitaban camino a la batalla. Millones de personas adoptaron sus sencillas normas de conducta para guiar su vida.

En 1915, la guerra que Kipling había predicho asolaba Europa. John ya era un joven de 17 años, alto, delgado y despierto. Tenía el pelo castaño, los ojos de color avellana y un bigote incipiente. Como era corto de vista, igual que su padre, no lo admitieron en el ejército ni en la armada. Kipling consiguió que entrara en la Guardia Irlandesa, cargo que su hijo aceptó con entusiasmo.


John viajó en barco a Irlanda, y en ese país demostró ser un oficial capaz. Mientras tanto, Kipling hizo campaña en su país para conseguir voluntarios, y también visitó Francia con el propósito de escribir sobre la guerra.

En mayo, la noticia de que se habían registrado numerosos bajas sacudió a Gran Bretaña. A medida que los reclutas marchaban en oleadas al extranjero, la partida de John era cada vez más inminente. John sólo tenía 17 años, y requería de la autorización paterna para acudir al frente. Pero, pasara lo que pasara, su padre no podía traicionar los valores que le había inculcado. Así pues, dio su consentimiento.
 

Al mediodía del 15 de agosto, John se despidió de su madre y de su hermana con una inclinación de su gorra de oficial. Carrie Kipling escribió después que se veía muy elegante y gallardo cuando les pidió que le transmitieran su afecto a su padre, quien se encontraba ya en territorio francés.

Apenas seis semanas después, el 2 de octubre, un mensajero se presentó en la residencia de los Kipling para entregar un telegrama del Ministerio de Guerra. John había desaparecido en el frente. Se le había visto por última vez en una batalla que tuvo lugar en Loos, Francia.
 

Kipling hizo hasta lo imposible por averiguar el paradero de John, mas nadie pudo informarle nada. Incapaz de quedarse con los brazos cruzados, recorrió uno tras otro los fangosos hospitales del frente, buscando heridos que pertenecieran al batallón de su hijo. Con la serenidad y la sencillez que lo caracterizaban, de inmediato establecía relación con los soldados a los que trataba. Pero nada podía restañar la profunda herida que crecía en su interior a medida que transcurrían los meses sin recibir noticias del muchacho.
 

A fines de 1917 apareció un soldado que había visto morir a John  dos años atrás, en la batallas de Loos. Sin embargo, esta triste noticia no le dio ningún consuelo a la familia, ya que el cuerpo nunca fue encontrado.
 

Durante el resto de su vida, que fueron 18 años más, Kipling se dedicó al cumplimiento de sus deberes como miembro de la Comisión Imperial de Sepulcros de Guerra: reinhumar y rendir honores a los caídos. Fue él quien propuso la leyenda que se inscribió en la Lápida del Sacrificio de cada cementerio: “Sus nombres vivirán por toda la eternidad”. También la frase: “Conocido sólo por Dios”, que se grabó en las lápidas de los soldados cuyos cuerpos nunca fueron identificados, como el de su hijo. 

Visitó  muchos lugares donde se desarrollaron hechos de guerra y participó en numerosos actos en representación de la comisión. No obstante, todo ese tiempo estuvo abrumado por el desencanto. Había sacrificado el más bello regalo que le había hecho la vida. Y, ¿para qué? En sus noches de insomnio, cuando los techos de madera de su casa de piedra crujían, Kipling pasaba largos ratos en la oscuridad, tratando de dar respuesta a esa pregunta. Por primera vez en su existencia, este hombre que se había ganado la vida por medio de la palabra, no encontraba palabras que aliviaran su pena.
 

En su viaje a Francia visitó a Maurice Hamonneau, el soldado que le envió su Cruz de Guerra al finalizar el conflicto. Se habían carteado durante algunos años, y entre ellos había florecido la amistad. 

Un día de 1929, Hamonneau le comunicaba al escritor que su esposa acababa de dar a luz y le pidió que fuera padrino del niño.
 

Kipling aceptó de buen grado, y agregó que le parecía oportuno darle al pequeño el ejemplar de Kim y la medalla de  Hamonneau
 

El escritor miró por la ventana de su estudio y recordó aquel feliz momento en el que tomó a su hijo en brazos por primera vez. Maurice Hamonneau conocía ya esa mágica sensación. A través de Kipling, Dios había salvado la vida del soldado francés, y de todo aquello había surgido algo milagroso.
Por fin, al cabo de muchos años, Kipling volvió a sentir esperanza. Esa era la razón de que John hubiera sacrificado su vida: los que aún no nacían. Mejor que cualquier monumento que él pudiera construir, aquella criatura tan llena de vida y promesas hacía justicia a la memoria de su valeroso hijo.
 

“Mi hijo se llamaba John. Por lo tanto, el tuyo debe llamarse Jean”, le escribió a Hamonneau. Así, el ahijado de Kipling fue bautizado con el nombre de su propio hijo en francés…, y otro padre conoció la esperanza y el gozo que Kipling había experimentado al ver a su hijo convertirse en hombre.

Si…

Si puedes llevar la cabeza sobre los hombros bien puesta
Cuando otros la pierden y de ello te culpan;
Si puedes confiar en ti cuando todos de ti dudan,
Pero tomas en cuenta sus dudas;
Si puedes esperar sin que te canse la espera,
O soportar calumnias sin pagar con la misma moneda,
O ser odiado sin dar cabida al odio,
Y no por eso parecer demasiado bueno o demasiado sabio;

Si puedes soñar sin que tus sueños te dominen;
Si puedes pensar sin que tus pensamientos sean tu meta,
Si puedes habértelas con Triunfo y con Desastre
Y tratar por igual a ambos farsantes;
Si puedes tolerar que los bribones
Tergiversen la verdad que has expresado,
Y la conviertan en trampa para necios,
O ver en ruinas la obra de tu vida
Y agacharte y reconstruirla con viejas herramientas;

Si puedes hacer un atadijo con todas tus ganancias
Y arrojarlas al capricho del azar,
Y perderlas, y volver a empezar desde el principio
Sin que salga de tus labios una queja;
Si puedes poner al servicio de tus fines
Corazón, entusiasmo y fortaleza, aun agotados,
Y resistir aunque no te quede ya nada,
Salvo la Voluntad, que les diga: “¡Adelante!”;

Si puedes dirigirte a las multitudes sin perder tu virtud,
Y codearte con reyes sin perder la sencillez
Si no pueden herirte amigos ni enemigos;
Si todos cuentan contigo, pero no en demasía;
Si puedes llenar el implacable minuto
Con sesenta segundos de esfuerzo denodado,
Tuya es la Tierra y cuanto en ella hay,
Y, más aún, ¡serás un hombre, hijo mío!


Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo CVI, Número 634, Año 53, Septiembre de 1993, págs 13-18, Reader’s Digest Latinoamérica, S.A., Coral Gables, Florida, Estados Unidos


Nota: En 1992 se identificaron los restos personales de John Kipling, muerto en la batalla de Loos ocurrida entre el 25 y el 28 de septiembre de 1915, y su tumba  se encuentra ubicada en el cementerio Saint Mary's A.D.S. en Haisnes, región de Alta Francia o Altos de Francia, Francia.

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