miércoles, 11 de agosto de 2021

Carretera Real

El año de 1806 como resultado de la agitación inciciada durante elaño 1800, una ley del Congreso aprobó el trazado de una carretera que atravesaba el territorio conocido a la sazón por el nombre de “El Oeste”. En el año 1811 se firmaron varios contratos para la construcció n de las obras, pero la guerra del año 1812 retrasó el comienzo de los trabajos hasta 1815. Construida con fondos federales, cruzando unos territorios indios que fueron nivelasdos con piedras trituradas, la primera sección (la carretera de Cumberland) quedó terminada desde esta población, en Maryland, hasta Wheeling, West Virginia. Entre los años 1828 y 1833 se continuó, gracias a los esfuerzos de Henry Clay, que vislumbró claramente la imperiosa necesidad de construir un camino nacional que continuaba ensanchándose, y la carretera se extendió hasta Columbus, Ohio.

Los problemas de mantenimiento y de reparación obligaron al gobierno a transferir tramos más antiguos a los Estados por los cuales atravesaba. Pero las nuevas construcciones continuaron y finalmente llegaron a Vandalia, Illinois, el año 1840, y San Luis, un terminal poco después. La antigua carretera nacional fue seguida de cerca por la moderna U.S.40.

                                                                                                                    T. W. B             

 

Por Cliff Farrell

Por lo menos la naturaleza favorecía  a Lafe Nelson el día que se vio obligado a luchar por su independencia. Era a principios de mayo y las persistentes lluvias habían cesado. El sol saturaba las tierras de la región del nuevo Ohio, empapadas como en una espuma de vino dorado que se subía a la cabeza.

De haber sido hombre que cantase, hubiera empezado a cantar cuando conducía su carreta arrastrada por seis caballos en dirección al Oeste, por la montañesa ruta, llena de barro, camino recién recientemente bautizado con el nombre de Carrretera Nacional. Pero no podía llevar una canción en su equipaje y por tanto dejó que el mundo entero se ensanchase verdeando ante sus ojos y que los pájaros cantasen por él.

Caminaba junto a su carromato de altas ruedas porque prefería recorrer las millas del camino a pie. En las partes más difíciles arrimaba el hombro a la carreta, aunque sus caballos, de raza conestoga, no necesitaban su ayuda; pero lo hacía para gozar de la oposición del peso contra su fuerza.

Con ojos azules como el mar soleado y cabellos de color castaño leonado, llevaba los pantalones embutidos en sus botas altas y el pecho hinchaba su camisa que parecía fuera a reventar.

Cinco semanas antes salió de Baltimore, viajando por la antigua ruta de Cumberland. Su carreta transportaba un cargamento de mercancías consignadas a comerciantes de un lugar llamado Zanesville, que según los mojones, hallábase tan sólo a unos cinco días de distancia.

Había pasado por delante de una cuadrilla de picapedreros que trituraban piedra para nivelar la Carretera Nacional, y construir un camino de unos treinta y cuatro metros de ancho que en un futuro próximo se extendería, según se decía, hasta el río Mississippi, en San Luis.

Poco después Lafe cruzó con el transbordador el río Ohio en Wheeling, Desde entonces su carreta viajó por un camino embarrado y lleno de baches.

Otros vehículos luchaban con idénticas dificultades en la marcha por entre el cieno, pues Lafe estuvo siguiendo las huellas recientes de una carreta toda la mañana. Más tarde, desde la cresta de un montículo divisó la carreta que seguía, y a la que iba dando alcance.

Era una carreta pequeña, entoldada con gruesa lona, del tipo que los inmigrantes solían usar, y se encontraba atascada en un tremendo barrizal, al pie de la cresta. Lafe frenó, descendiendo para contemplar la situación. La carreta del inmigrante transportaba un cargamento de muebles y otras pertenencias que abultaban tanto, que el toldo se abombaba. Tenía las ruedas hundidas hasta los cubos en un bache que era una verdadera ciénaga.

Los tres caballos, inmovilizados por el barro, esperaban con el aire de animales habituados a estos percances.

Una mujer regordeta, de aspecto maternal que llevaba un gorrito de algodón, hallábase sentada en el tronco de un árbol, en su parte seca, con un cesto de hacer punto en el regazo.

A cierta distancia, en la parte de atrás,  Lafe divisó a un hombrecillo, con una escopetita en la mano, al acecho de una posible pieza, probablemente un conejo o una ardilla. 

La mujer que hacía calceta, saludó:

 —Buenos días, joven. ¡Hace un día hermosísimo!

Antes de que Lafe pudiera asentir, apareció una muchacha que venía de los bosques cercanos, arrastrando unas gruesas ramas de árboles caídos. Llevaba las faldas y las enaguas algo levantadas, sujetas con imperdibles para protegerse del fango, y debajo de estas prendas unas botas de cuero muy prácticas, cubiertas con una buena capa de barro de Ohio.

Un gorrito le colgaba a la espalda. Venía presurosa; un mechón de pelo castaño le caía sobre la nariz, mechón que apartaba continuamente con impaciencia.

Lafe observó que la muchacha estaba dotada de una muy linda figura y que sus ojos vivos y castaños estaban siempre muy animados.

—Estoy aligerando la carga para poder salir de este bache —dijo lajovenmirandoa Lafe—, y usted haría bien en hacer lo mismo antes de intentar cruzar.

La muchacha empezó a tirar las ramas al barro para conseguir un piso más firme y así desastascar la carreta.

—¡Eh! Venga a ayudarme —exclamó alzando la voz.

Lafe miró a la joven con un respeto que no solía sentir hacia el sexo femenino. Hacía tiempo que llegó a la conclusión de que las muchachas, especialmente las agraciadas, se hacían la mar de de pegajosas, y parecían desamparadas cuando veían a un hombre.  Su única finalidad en la vida, pensaba Lafe, era cazar un marido y amarrarlo a su lado.

Esta chica parecía ser una excepción.

Es inútil que se moleste tanto, señorita —dijo Lafe bondadosamente—. Juntaré mis caballos a los suyos y sacaré su carro del barrizal.

Sacó una cuerda muy gruesa. Llevó dos caballos al terreno seco y los enganchó a la carreta atascada. La muchacha cuidó de las riendas eficientemente, y la carreta gimió, se tambaleó, rodando luego a tierra firme cuando los caballos de Lafe tiraron.

Luego, Lafe invirtió el procedimiento, utilizando la yunta como fuerza auxiliar, y él y la muchacha sacaron su pesada carreta del barro, aunque durante un momento pareció imposible conseguirlo.

La muchacha se apartó el mechón que le caía sobre la nariz. No era muy alta, pero sí tan activa como un pez de río y lucía numerosas pecas en el caballete de su nariz.

Sacó su bolso de la carreta. 

—Usted se molestó mucho —balbució—. Creo que... veinticinco centavos sería un precio razonable por sut rabajo.

Lafe ni miró la moneda.

—¿Pagarme? —protestó—. Por lo que a mí concierne estamos en paz.

La joven guardó la moneda.

—Muy bien —aprobó—. Asunto terminado. Pero habría podido obtener un beneficio.

Observó con aprobación los caballos y la carreta de Lafe y los músculos del joven.

¿Cuántas toneladas?

—Tres toneladas, cuatrocientos kilos —contestó Lafe. En su mayor parte, ferretería, barriles de azúcar blanco y ron deJamaica, para entregar en Zanesville.

—¿Qué cobra por su acarreo?

Dos dólares el ciento —contestó Lafe, lacónicamente, pues no solía discutir asuntos de negocios con las mujeres.

Ella frunció los labios.

—La mayoría cobra dos dólares y veinticinco centavos —aseguró ella—. Siga mi consejo y exija más por el acarreo de regreso a Baltimore.

Lafe intentó fulminarla frunciendo el ceño.

—Dos dólares es un precio razonable —replicó—. De todos modos, no regresaré a Baltimore. 

—¿Fijará su residencia en Zanesville?

—No he dicho tal cosa —repuso Lafe con aplomo—. La carreta y las yuntas son mías, y acepté este transporte para ayudarme a sufragar los gastos. Y me parece que continuaré la marcha hacia el Oeste.

—¿Al Oeste? ¿Por qué? Aquí en Ohio hay mucha tierra fértil.

 —Tengo mis motivos —respondió Lafe en tono vago

¿Cómo le contaría a la muchacha que deseaba seguir viajanado hacia el Oeste para ver lo que había al otro lado del siguiente montículo?

 —Usted se parece a mi padre —observó ella—. Siempre se imagina que las cosas estarán mejor en alguna otra parte, cuando en realidad hay muchas oportunidades delante de sus propias narices. 

El  padre de la joven  regresó en ese momento del bosque con su escopetita. Era un hombrecillo de aspecto benigno y voz pausada, que llevabaa un traje de tela tosca tejida en casa. Estrechó la mano de Lafe. Era Thomas Morgan, según dijo, del Estado de Nueva York, y éstas eran su esposa Hattie y su hija Melodía.

 —He visto las huellas de un gamo. Pero eran viejas de hace unas horas.

 —Anteanoche atropellé a un gamo gordísimo —dijo Lafe—. Tengo un cuarto trasero y un jamón colgados en la carreta.

 —¿Has visto por casualidad algo que pareciese buena tierra para una granja? —preguntó Melodía a su padre.

La señora Morgan intervino:

—No molestes continuamente a tu padre —rependió suavemente—. Vaya, encontraremos algo más tarde o más pronto. A papá le gusta cazar.

—He oído decir que hay mucha tierra libre, sin reclamar, en Indiana —observó Thomas Morgan—. Tierra negra y profunda, muy feraz.

¡Indiana! —se mofó Melodía—. ¡No será tierra mejor que la de Ohio!

 —Tengo la intención de cruzar Indiana —manifestó Lafe—. La verdad es que acaso iré más allá del Mississippi. Me gustaría cazar un búfalo, sólo para divertirme. 

Thomas Morgan dirigió una mirada de admiración a Lafe.  

—¡Qué estupendo! —exclamó. 

—¡Un búfalo! —repitió Melodía, desdeñosamente—. Todo lo que conseguirá es que los indios le arranquen la cabellera.

Lafe advirtió el tintineo de unas cadenas que se aproximaban. Era un carromato pesado de Pitttsburg. Descendía la cuesta en dirección  al hoyo de barro.

Lafe gritó avisándole, pero el hombre creyó poder salvar el bache si pasaba rápidamente. Y fracasó. En el centro, el vehículo se atascó a pesar de los denodados esfuerzos de los seis caballos. 

—Le ayudaré enganchando mi yunta —ofreció Lafe.

—Le costará cincuenta centavos —intervino Melodía. 

Lafe se sintió avergonzado, pero el carretero no pareció ofenderse. 

—Muy bien—asintió—. Debo entregar mi carga en fecha determinada, y tendré que pagar una multa por cada día de retraso.

Lafe extrajo la carreta del lodazal donde se hundiera, y aceptó la moneda que el conductor le ofreció. 

La tomó algo avergonzado, pero no se atrevió a rechazarla, pues hubiera parecido una censura para la muchacha.

Cuando la carreta de Pittsburgh se hubo alejado, Melodía contempló especulativamente la ciénaga.

 —Una persona con una yunta —murmuró— podría ganar bastante dinero sacando carros atascados en este barrizal.

Melodía sonrió dulcemente a Lafe. El pánico se apoderó del joven al darse cuenta de que la sonrisa podría representar un peligro mortal. Era tan linda, tan atractiva, que al pensar en lo que podía proyectar le asustó, y se echó a temblar.

Vio entonces que los ojos de Thomas Morgan tenían unaire de profunda tristeza. Seguramente se figuraba que jamás vería un búfalo mientras Melodía tratara de conquistar a Lafe.

—Yo me marcho al Oeste —declaró Lafe con el tono de voz del hombre dueño de sí mismo—. Y directamente.   

 

Viajaron juntos el resto del día. Melodía pasó el tiempo caminando con Lafe. Cuando ella se le aproximaba, el joven se estremecía, casi sin poder dominarse. Flotaba en el aire una fragancia sutil que se le subí a lacabeza y no acertaba a identificar. 

Era el perfume del cedro recién cortado y el recuerdo de especias exóticas y la promesa de capullos de rosa, todo ello mezclado formando algo nuevo y asombroso que impulsaban a un hombre a soñar peligrosamente.

Luego Lafe volvía a la realidad, pues Melodía seguía ocupada inspeccionando los terrenos a medida que la carretera les llevaba por las colinas verdeantes.

—Allí hay un trozo de terreno que nadie ha cogido —solía decir de vez en cuando—. Prados de rica alfalfa, que esperan el arado, y madera abundante en las colinas para que un hombre construya una granja y graneros.

Lafe proseguía tenazmente la marcha. Se alegró al llegar la hora de la puesta del sol. Melodía escogió el lugar para acampar. La voluntad de Lafe se volatilizó cuando ntentó decir que se dirigía a un sitio que había escogido. Así, desenganchó dejando que los animales pastaran mientras él montaba el campamento. Aportó su sucarne de ciervo a la cena. Sabía que jugaba con fuego; pero estaba seguro de su fuerza de voluntad.

Melodía se despojó de las botas de cuero y se puso un vestido de algodón. Se había peinado de manera que incitaba a un hombre a acariciarla. Ayudaba con celeridad y seguridad a su madre en el horno holandés y en el manejo de las cacerolas. El aire embalsamado de la primavera lo invadía todo y la sombra de la joven le seguía por doquier.

Cerraba la noche y la sombra de Melodía le seguía dondequiera que fuese.

Lafe extrajo un botijo de su carreta cuando las mujeres no estaban mirando . Guiñó un ojo al señor Morgan y ambos se dirigieron a las penumbras cercanas donde echaron unos tragos.

Era ron d eJamaica, excelente para las fiebres, las picaduras de serpientes y para todos los males que atacan al ser humano. Proporcionaba al cuerpo un calorcillo agaradable; además, daba ánimos a un hombre.

—Siempre he anhelado poder disparar a un búfalo —confesó el señor Morgan, exhalando un suspiro.

Melodía llamó, diciendo:

 —¡La cena está lista!

Los dos hombres regresaron corriendo al campamento, pues el apetito les azuzaba. 

Resonó un ruido de cascos de caballos en el camino. Una diligencia de Concord, que ostentaba una insignia del cuerpo de Correos, apareció a los reflejos del fuego del campamento.

Lafe vio la cara del conductor y de los pasajeros,olisqueando el maravilloso aroma del fuego.

 —Buenas noches —saludó el conductor—. ¿Cómo están ustedes? Esa comida despide un olorcillo que resucitaría a un muerto. Tengo aquí a cinco hombres que se están muriendo de hambre, incluyéndome yo, pues no hemos probado bocado desde esta mañana. Llevamos varias horas de retraso y no llegaremos a una posada del camino antes de medianoche. Pagaríamos muy bien por una comida, si ustedes pudieran proporcionárnosla.

Lafe y el señor Morgan se miraron mutuamente.

 —No sé —vaciló Melodía.

 —Veinticinco centavos por cabeza —ofreció el conductor—. Un dólar y veinticinco centevos por todos.

 —Me parece que podemos prepararr un poco más —dijo Melodía, dirigiendo una mirada de excusa a Lafe y a su padre—. No tardaré ni un segundo en hacer otra cena.

Pero lo que Lafe y el señor Morgan comieron fue carne ahumada y galletas recalentadas, ya que los pasajeros y el conductor de la diligencia dieron  fin a toda la carne de ciervo.

Melodía obligó a Lafe a que aceptase una parte de lo cobrado, argumentando que habían comido la carne de gamo.

 —Eldnero parece caer en el regazo de una persona en un país en pleno desarrollo—comentó Melodía.

Entonces Lafe decidió retirarse por la mañana. Pero al día siguiente, empezó a llover otra vez. Con el camino convertido en lodazal, sería cruel abandonarlos, pues necesitarían más ayuda en los baches durante el viaje.

 —La lluvia —dijo Melodía— es lo que embellece a Ohio. Dicen que el Oeste no es más que un desierto donde la gente se muere de hambre y por todo el camino no se ven más que esqueletos humanos e indios salvajes. ¡Uf!

Desayunaron debajo de la lona de la carreta. El desayuno fue muy copioso, pues Melodía se esforzó en compensar la parca cena. Las enaguas que llevaba eran bonitas en un día nublado y le sentaban muy bien.

Cuando levantaban el campamento, Melodía se entretuvo con un baúl que habían descargado, evidentemente por equivocación, de la carreta de los Morgan. Lafe dedujo, por la excitación de Melodía, que el baúl contenía las pertenencias de los Morgan. La muchacha se ocupó personalmente de que el baúl estuviera cubierto con una lona y se colocase cuidadosamente en su carro.

Avanzaron lentamente por el barro, y a media tarde llegaron a un río llamado Middle Fork, con árboles en ambas orillas que llegaban a lo alto de las escarpadas colinas.

Normalmente, un carro hubiera podido vadearlo sin apenas salpicar el agua; pero en ese momento el Middle Fork tenía cincuenta metros de orillla a orilla con barro alto, que arrastraba la corriente.

—Parece que tendremos que detenernos hasta que el río baje —observó el señor Morgan.

—Por lo menos —agregó Melodía— podremos echar un vistazo por los alrededores.

Y con lo poco que tenía a su disposición preparó otra comida que superó a todas las anteriores: trozos de cerdo hervidos con berros tiernos y frescos, pasteles, conservas y, sobre todo, un licor que era un verdadero néctar.

Lafe se sintió desesperado después de esa estupenda comida. Sabía que su recuerdo le acosaría como la fragancia del cerdo, de las especias y de las rosas.

Después echó un vistazo  por los alrededores, por su propia cuenta. Encontró lo que buscaba, que no era precisamente tierra de cultivo, en una curva de la parte alta del río. Antiguas inundaciones habían amontonado leña y árboles de todos los tamaños, fáciles de trabajar.

Volvió presuroso al carro, sacó una caja y extrajo sus herramientas.

 —¿Qué piensa hacer? —preguntó Melodía.

 —Voy a construir una balsa —contestó Lafe—. Pienso cruzar el río mañana. Tal vez ahorraré una semana de viaje.

Melodía se oponía a esto, pero no lo expresó en palabras. Dio a comprender a Lafe, de esa forma que las mujeres emplean cuando quieren, que consideraba aquello una molestia inútil.

Pero al día siguiente,a media mañana, cuando la balsa comenzaba a adquirir forma, Meldía cambió de opinión.

 —Yo, en su lugar, la haría más fuerte, más sólida.

 —Servirá para nuestro propósito —protestó Lafe.

 —Es inútil arriesgarse —arguyó ella.

En consecuencia, pusieron cuerdas dobles.

Melodía formuló otras críticas. Así, cuando terminaron los trabajos, la balsa era mucho más sólida de lo que en un principio se propusiera Lafe. Ahora había más carromatos acampados en ambas orillas, esperando que las aguas del río
Middle Fork se retiraran o descendieran. Una carreta ligera se hallaba entre el contingente que se dirigía rumbo al Oeste. El conductor de este vehículo estaba nervioso y preocupado.

Melodía le condujo al lugar donde Lafe estaba terminando la balsa.

 —Llevo en unos cajones con hielo, doscientas gruesas de ostras de punto azul, que valen una fortuna —explicó el hombre—. Y el hielo de las cajas donde van las ostras se está derritiendo. Si usted me pasa al otro lado del río, le estaré muy agradecido.

Lafe contempló dudoso el crepúsculo lluvioso.

—Creo poder hacerlo, puesto que usted se encuentra en un apuro —accedió.

—Pagaré un dólar —ofreció el conductor.

—Dos dólares —intervino Melodía, rotundamente—. Usted recibirá un servicio especial  y hay que hacerlo en plena oscuridad.

Lafe dirigió una mirada de enojo a Melodía.

—Muy bien. Dos dólares —asintió el hombre prestamente— y contento con pagarlos.

—Señorita... —empezó a tronarLafe, pero se interrumpió ali nstante al darse cuenta de que él era el único que no estaba satisfecho con el trato.

Cruzó a nado e lrío llevando una cuerda ligera. Desde la otra orilla tiró de otra cuerda engrasada que amarró a la balsa fuertemente. Luego todo fue fácil. Con la balsa sujeta a un cable y por medio de un cabrestante corredizo, la corriente ayudó a que la balsa cruzara, utilizando de vez en cuando la pértiga.

Los relálmpagos iluminaron el agua durante el cruce. Lafe logró llevar la diligencia a la otra orilla. Melodía le acompaño en el viaje inicial. La muchacha realizó unt rato con el conductor de una diligencia que se dirigía hacia Baltimore y estaba detenido en la otra orilla con seis pasajeros a bordo, y de esta forma el viaje de regreso de la balsa fue igualmente provechoso.

Otros viajeros tenían también mucha prisa y Melodía fijó una tarifa de precios para las personas, otra para los animales y una tercera para los vehículos.

Lafe y el señor Morgan trabajaron sin descanso hasta medianoche transportando vehículos, animales y personas a la otra orilla. Y quedaron muchos más esperando, para cruzar de día.

Más tarde, en la tienda de campaña, Melodía hizo recuento de los beneficios.

—Y esto es sólo el principio —comentó—. Cualquier persona podría ganar mucho dinero utilizando un transbordador aquí. Sin arriesgarse a morir de sed en ese terrible desiertodel Oeste.

—No se necesitará ningún transbordador cuando las aguas del río bajen —objetó Lafe.

—La gente preferiría utilizar el transbordador, y no arriesgarse a vadearlo. Espere y verá.

Lafe comprendió ahora por qué motivo Melodía le indujo a construir una balsa sólida; ella no comprendía las ganas que él tenía de cazarun búfalo.

—El transbordador es suyo —dijo Lafe, de repente—. Yo me marcho mañana.

No tuvo valor de mirarla.

—¡Oh! —exclamó Melodía, al tiempo que la última moneda se le caía de la mano. Permaneció sentada en silencio mirando el vacío, pero no intentó convencer a Lafe.

El joven partió muy temprano a la mañana siguiente.Se levantó una hora antes del amanecer. Era mejor hacer algo. No quería estar echado en la cama sin poder dormir.

Melodía se levantó también e insistió en preparar un desayuno: buñuelos de harina blanca, tan delgaditos que flotaban en el jarabe de arce, trozos bastante grandes de jamón con huevos, que compró a un granjero que por allí pasaba, pan de maíz y vino.

Después, Lafe hizo una pausa un par de veces mientras enganchaba. Pero cada vez realizaba un esfuerzo mayor para continuar. Poco después todo estaba cargado y listo para emprender la marcha.

Estrechó la mano de la señora Morgan y de su marido. Finalmente, llegó el momento crítico cuando hubo transbordado a la otra orilla.

—Adiós, señorita Melodía —dijo con voz quebrada—. Que tenga mucha suerte con el transbordador.

Ella le tendió una mano pequeña y temblorosa. Una manito fría, pero Lafe la soltó como si fuera un carbón ardiente.

Restalló el látigo con violecia, sobresaltando a sus caballos. No miró atrás. No se atrevía. Salía el sol y las alondras cantaban ya. Lafe percibió de nuevo la deliciosa fragancia de la primavera: el cedro, las especies exóticas y el perfume de los capullos de rosa.

Continuó la marcha tenazmente, hacia  un país sito en el lejano horizonte donde por fin vería el tan deseado búfalo y los indios salvajes. A cada milla que avanzaba decíase a sí mismo que estaba más seguro de escapar que de conservar su independencia. Mas ahora su corazón no cantaría al unísono con el mundo.

 

Tres días más tarde llegó a un pueblo llamado Zanesville. Preguntó varias direcciones y comenzó a descargar en las tiendas de los diversos comerciantes a quienes iban consignadas las mercancías. 

El toldo de lona le estorbaba a menudo cunado buscaba alguna mercancía del cargamento.  Y cada vez que lo hacía, percibía la fragancia de primavera que le había seguido tan tenazmente. De repente soltó la lona y se quedó mirando incrédulo. No era sucajón; era el baúl de madera de sándalo que causara a Melodía tanta ansiedad en las acampadas. El baúl y su propio cajón eran más o menos de idéntico tamaño. Así era fácil comprender cómo se cometió semejante error. Lafe podía imaginarse la consternación de la familia Morgan si descubrían la pérdida de sus pertenecias, objetos de valor y joyas, que allí sin duda  guardarían.

La posesión de aquel baúl era peligrosa en más de un sentido para la paz de su espíritu. Era como si tuviera a Melodía a su lado. Su primer pensamiento fue que debía devolverlo con algún carro que fuese hacia el Este. Luego se percató  que no se atrevía a ello, sino que tendría que regresar a Middle Fork para asegurarse de que lo recibían.


Durmió aquella noche junto al preciso baúl, con la escopeta al alcance de su mano. Cuando se dirigía hacia el Este, aceptó un cargamento de piezas de alfarería consignadas a Wheeling. Unos cuantos días de retraso no importarían gran cosa. Además, el cargamento haría comprender a Melodía que la entrega del baúl personalmente era el único motivo de su reaparición.

El tiempo era ahora caluroso y la campiña florecía. La carretera habíase secado, arroyos y ríos volvían  rápidamente al estado normal. Cuando se dirigió al Este, Lafe creyó que el proyecto del transbordador no se utilizaría más en Middle Fork. Pero se equivocaba.

Al atardecer del tercer día, cuando dejó que los caballos se detuvieran por un momento en la cresta de la última colina, contempló el vado.

La balsa seguía trabajando. Thomas Morgan usaba la pértiga y Lafe divisó en la lejana orilla una figura pequeña y activa con un vestido de algodón.

Lafe apretó los dientes. A su juicio, Melodía se aprovechaba de la prisa y de la credulidad de los viajeros utilizando un transbordador en un río donde los carros y las carretas podían cruzar sin costarles un céntimo a la gente.

Él no sería cómplice de semejante fraude. Puso los caballos en movimiento. Estaba furioso y sentía cierta frustración. La fragancia del cedro y los capullos de rosa y las especias exóticas eran un fraude, un engaño también. Lo mismo que el transbordador. No era más que un perfume.

Ahora sabía que Melodía puso deliberadamente aquel baúl en su carro. Quiso que él regresara.

Arreó a los sorprendidos caballos al trote. Divisó a Melodía que llegaba corriendo cuando se acercaba al vado. Gesticulaba y gritaba algo, agitando los brazos. Su padre, que acababa de descargar la carreta y los pasajeros al otro lado, gritaba también.

Lafe no hizo caso de ella. Naturalmente, Melodía no quería que alguien demostrase que un carro podía cruzar el río. Tal cosa arruinaría un negocio provechoso. Lafe cruzó Middle Fork al trote. El agua salpicada por el pataleo de los caballos le mojó. Pero en su furia ni siquiera notó la frialdad.

El agua también le cegaba, pero no se percató de que su carro se estaba atascando.  Cuando su visión se aclaró ya era demasiado tarde para intentar hacer algo. Los caballos pataleaban salvajemente, relinchando de terror.

—¡Arenas movedizas! ¡Barro movedizo!

Lafe se dio cuenta de la verdad. La reciente marea alta sin duda debió cavar hoyos donde antes existía un lecho sólido, y los hoyos se llenaban continuamente de barro movedizo. La yunta delantera estaba cubierta hasta los sillines, las ruedas se hundía cada vez más.

Lafe se sumergió entre las ruedas  y al cabo de un largo rato consiguió soltar las cadenas de los carros. Los seis animales lucharon desesperadamente para apartarse de la carreta, pero estaban sujetos a los arneses. Lafe sacó un cuchillo y empezó acortar correas y riendas, esperando soltar a sus caballos para dejarlos dirigirse a la orilla.

Estaba cegado por el agua y asustado por el tumulto de cascos y cuerpos que se removía en el agua. Buscando aire vio que la balsa se dirigía hacia ellos y que Melodía le miraba con ojos espantados. De pronto, ella gritó:

—¡Lafe!

El casco de un caballo le pegó una coz en la nuca. Vagamente, vio que Morgan utilizaba la pértiga con gran energía y que Melodía saltaba desde la balsa que todavía estaba fuera de su alcance. Finalmente, se hundió entre los caballos y perdió el conocimiento.

Cuando volvió en él se encontraba tendido en tierra seca y Melodía Morgan le daba masaje. El vestido de algodón estaba empapado de agua y pegado a su cuerpo de una manera escandalosa, pero agradable a la vista. Luego Lafe volvió a quedarse dormido.

A media mañana del día siguiente se dio cuenta de los acontecimientos. La cabeza se le despejaba rápidamente, aunque parecía el doble de su tamaño normal. Estaba en la tienda de campaña de los Morgan, tendido en las mantas de Melodía.

—Melodía logró extraerle de entre los caballos —dijo el señor Morgan orgullosamente—. Se lanzó sobre los animales antes de que yo pudiera detenerla y le puso a usted encima de la balsa.

Lafe miró a Melodía y deseó haber muerto.

—También recuperamos los caballos —continuó el padre—, y hasta salvamos el carro. Busqué un par de bueyes que extrajeron el carro sin romper nada. Es una suerte que usted llevara un cargamento de cacharros de alfarería; el agua no les perjudicó. Pasó por aquí un carro vacío y le traspasé el cargamento para que lo entregase en Wheeling. Me figuré que puesto que usted quería dirigirse al Oeste, le gustaría que lo hiciera.

—Me equivoqué —dijo Lafe mirando a Melodía.

La joven salió rápidamente de la tienda de campaña. Lafe no podía censurarla, ya que ella sabía que él se proponía demostrar que el transbordador era un fraude. El señor Morgan parecía nervioso.

—Me parece que después de todo usted cazará algún búfalo. ¿Por qué ha vuelto por aquí?

—Para traer al baúl —explicó Lafe—. El baúl de madera de sándalo con todos sus efectos personales, con todos sus objetos de valor, joyas, etc. Lo encontré en mi carreta en Zanesville.

—¡Objetos de valor! ¡Joyas! —exclamó el señor Morgan—. Quiere decir esas cosas que Melodía guarda en su baúl. No había allí más que un puñado de ropas y las cosas que una muchacha guarda para cuando cace marido. Continuamente está sacando la ropa y planchándola para volver a guardarla en el baúl.

Lafe no hizo ningún comentario. No había nada que decir…

A la mañana siguiente, estaría dispuesto para proseguir su viaje. Tom Morgan le ayudó a enganchar.  La señora Morgan le dio un beso y le deseó buena suerte.

Melodía ni siquiera se acercó a decirle adiós y Lafe no la censuró por ello. Puso los caballos en movimiento dirigiéndose de nuevo hacia el Oeste, alejándose de Middle Fork en dirección a los territorios del búfalo, y en esta ocasión no existía la posibilidad de volver atrás. 

Pero Lafe no pensaba en otra cosa que en la absoluta soledad que le aguardaba en el desierto del Oeste.

Ni siquiera caminó. Iba montado apáticamente en la parte delantera del pescante, rodeado por el ruido hueco de la carreta vacía y pensando en la inestabilidad de su futuro.

Transcurrió mucho tiempo antes de darse cuenta de algo que le era muy familiar: el perfume de primavera. El perfume del cedro, de las rosas y de las especias.

De repente se volvió. La carreta no estaba completamente vacía. El baúl de madera de sándalo estaba a bordo otra vez y sentada encima se hallaba la señorita Melodía Morgan. Tenía las manos entrelazadas modosamente en su regazo, luciendo su mejor gorrito.

—Decidí —balbució con voz temblorosa— que yo también quería ver un búfalo.

Los caballos prosiguieron su marcha. Lafe estaba ocupado. Tenía los brazos llenos de algo que era pequeño, vivo, cálido y mucho más fragante que la primavera.

Al cabo de un rato estaban sentados delante, muy juntos, y Lafe conducía con una mano. Las alondras cantaban y el corazón de Lafe y él cantaba con ellas. 

Apareció un largo prado y Melodía lo vio y empezó a hablar. Luego miró a Lafe y cerró la boca con decisión. Sonrió. 

—Será aquí, si volvemos por este lado —dijo Lafe—. Yo diré cuándo y dónde fijaremos nuestra residencia.

—Sí, Lafe —asintió Melodía sumisa, mansamente.

Pero no pudo evitar mirar por encima del hombro aquella extensión de terreno y la marcó en su memoria para futura referencia.

 Fuente:

Título Original: They Opened The West, © 1967 Western Writers of America Inc.

Varios autores, Pioneros del Oeste, recopilación de Tom W. Blackburn, traducción de H. C. Granch, Editorial Molino, 1970, Colección Bibloteca Oro - Oeste, volumen número 52, págs 13-26

 

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