Muerto su esposo, la hermana de Felipe II se encontró de repente en un país ajeno sin aliados ni amigos, con la sospecha de que había sido el atractivo instrumento empleado por la Reina, Catalina de Austria, para dar un heredero al reino
Por César Cervera
Desde su retiro en Yuste, un desgajado Carlos, mortificado y radicalizado en sus posturas religiosas, dedicó sus últimos años de vida a criticar cada decisión de su hija Juana, gobernadora de los reinos españoles en ausencia de Felipe II, entonces en el corazón de Europa y en su puesto de Rey consorte inglés.
No es que el Emperador jubilado desconfiara de las facultades de una mujer gobernante, puesto que en el pasado había visto cómo se las gastaban las hembras de su familia en el poder; simplemente es que, ahora que se disipaba algo la depresión que le había llevado hasta aquel remoto pueblo extremeño, empezaba a recuperar el gusto por mandar. A pesar de todo, Juana de Austria demostró un carácter férreo y soportó las cartas de su padre sin quebrarse. El suyo fue un gobierno casi perfecto y el punto crepuscular de una vida trágica.
De la luna de miel al funeral
Nacida el 24 de junio de 1535 en Madrid, la hermana pequeña de Felipe II contrajo matrimonio a la edad de dieciséis años con su primo hermano, el Príncipe heredero de Portugal, Juan Manuel de Portugal. Un matrimonio que obedecía a la insistencia política de los Austrias por aumentar los vínculos con los Avís y, tal vez, conseguir algún día que se unieran ambos países. Todo entraba así dentro de la normalidad diplomática, salvo por la salud frágil de Juan Manuel, que era el único de los nueve hijos de Catalina de Portugal (la última hija de Juana La Loca) que llegó a la edad adulta. A su esposa le fue ocultada la naturaleza de la salud del portugués y se cerró el matrimonio sin estimar que, en su caso, iba a ser difícil que viviera muchos años.
Ya en los dos meses que duró la luna de miel, Don Juan Manuel mostró síntomas de salud quebradiza y apenas pudo salir a cazar o a dedicarle tiempo a los asuntos de Estado. Cuando cayó enfermo por primera vez desde que estaba casado, ella se ocupó día y noche de su cuidado, y ante la recomendación de los médicos de alejar a los dos enamorados, él respondió con un pasional: «Prefiero morir» antes de estar lejos de Juana.
Para sorpresa de pocos en su familia, Juan Manuel murió de diabetes juvenil el primer día del año 1554, lo cual también se le ocultó a su esposa. Aunque en este caso se hizo por una buena razón. Juana estaba embarazada del que iba a ser el futuro Rey de Portugal y se temía que la noticia afectara al bebé. Hasta el día 20 de enero no se le dio la nueva después de un largo y doloroso parto.
Enloquecida por la muerte de su marido, la primera reacción de Juana fue querer cortarse la magnífica cabellera dorada que tanto le gustaba a Juan Manuel, si bien el Rey padre evitó que cometiera tal sacrilegio en el último instante. Lo que si decidió fue desprenderse de todas sus joyas y vestidos, para usar a partir de entonces solo el negro. Viviría de luto el resto de su vida.
Juana se encontró de repente en un país ajeno sin aliados ni amigos, con la sospecha de que había sido el atractivo instrumento empleado por la Reina, su tía Catalina de Austria, para dar un heredero al reino, a sabiendas de que Juan Manual iba a morir joven como el resto de sus hermanos. Todos parecieron olvidarse de aquella reina viuda y triste, salvo su hermano.
Cuando Felipe II viajó al norte de Europa a solucionar los entuertos de su padre, se acordó de su hermana abandonada y la llamó para que ocupara la regencia de los reinos españoles. Carlos I habría preferido que fuera su hermana María de Hungría quien gobernara, y no su hija, pero debió conformarse con Juana. Ella tampoco podía estar completamente cómoda con la designación: tuvo que dejar en Portugal a su hijo Sebastián para que fueran otros quienes le educaran.
La Guerra contra el cascarrabias de su padre
El resultado de su gobernación en España fue bastante notable, siendo las veladas críticas de Carlos algo intrínseco al cargo, fuera quien fuera el que lo ostentara. Tampoco ayudaba la delicada situación del reino, empezando por la agotada hacienda real y siguiendo por la corrupción. El Emperador se encolerizó cuando, en marzo de 1557, supo que una partida de plata y oro procedente de las Indias había sido desvalijada al atracar en Sevilla. Exigió a la gobernadora Juana que rastreara el destino del dinero y castigara a los culpables de la Casa de Contratación en una carta abarrotada de velados reproches contra su hija. Carlos incluso amagó con salir de Yuste en esas fechas. «En verdad —escribió el Emperador—, si cuando lo supe, yo tuviera salud, yo mismo fuera a Sevilla a ser el pesquisidor de donde esta bellaquería procedía; y pusiera a todos los de Contratación en parte (en la cárcel)».
Las cartas dirigidas a Juana, una mujer extremadamente inteligente y bella, mantuvieron en todo momento un venenoso tono de desconfianza. Así, durante el brote de luteranismo que se descubrió sobre esasa fechas en Valladolid y se extiende hasta Sevilla y Llerena, Carlos reclamó la enérgica actuación de la Inquisición contra los herejes y volvió a amenazar con salir de Yuste para solucionar en persona el problema. No era nada personal contra Juana: aquella versión cascarrabias del Emperador también le destinaba reproches a su otrora fiel general, el Duque de Alba, y al propio Felipe II.
Y ciertamente Felipe II se sintió tan desbordado por los acontecimientos y la guerra con Francia como para pedirle a su fiel amigo Ruy Gómez de Silva que persuadiera en la primavera de 1557 al Emperador de retornar al mundo de los vivos: «Suplicando a Su Majestad tenga por bien socorrerme en esta coyuntura […] Al solo rumor de esta noticia esparcida por el mundo, estoy cierto que mis enemigos quedarán turbados». No obstante, Carlos respondió con un no rotundo, a pesar de que su estado de salud había mejorado desde que estaba en Yuste y de que en cartas anteriores se había ofrecido a volver. No estaba dispuesto a abandonar su retiro; y con la victoria ese mismo verano en San Quintín contra los franceses ni siquiera se exigía ya su presencia.
Tras su gobierno, Juana sopesó tomar votos como franciscana, que era lo que se esperaba de una hermosa viuda sin intenciones de volver a casarse, pero finalmente decidió que lo que quería ser, de verdad, era miembro de la Compañía de Jesús. Imposible según las reglas escritas por San Ignacio de Loyola, que apartaba a las mujeres de la orden y hasta de su labor pastoral. Pero por enchufe de Francisco de Borja, la princesa Juana de Austria se saltó las normas y formuló sus votos en secreto bajo pseudónimo, convirtiéndose en la primera y última mujer jesuita de la historia.
Murió por un cáncer de útero en 1573, con treinta y ocho años, lamentándose en sus últimos días de haber dejado a su hijo en Portugal cuando solo era un bebé para atender las órdenes de su hermano. Y de hecho, el carácter de Sebastián I iba a revelarse todo menos equilibrado. Educado en la idea literaria de las cruzadas medievales, Sebastián I de Avís perdió la vida en una demencial incursión por el norte de África en 1578, a pesar de que su tío Felipe II y los principales consejeros del reino trataron de evitarlo por todos los medios.
Su muerte abrió de par en par las puertas para que Felipe II se hiciera con el trono luso.
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