lunes, 5 de mayo de 2025

Un Día como Hoy en un Libro

1789

Etapas de la Revolución Francesa

Los Estados Generales (5 de mayo al 16 de junio de 1789)
Estaba compuesto por los representantes de los tres estamentos: la Nobleza, el Clero y el Tercer Estado (este último compuesto a su vez por la burguesía y el campesinado)
El debate acerca de la forma de votación de las leyes (por estamentos o por individuos) consumió casi todo el tiempo. (…)

 

1821

La Época de Napoleón
El golpe de 18 de Brumario señaló el comienzo dela época de Napoleón, que había  de durar unos quince años(1800-1815), en la que  puede distinguirse  tres períodos: El Consulado (1800-1804), El Imperio (1804-1814) y los Cien Días (1815).

Napoleón Bonaparte Ramolino
Córcega, 15 - VIII-1769 – Santa Elena, 5 – V – 1821

Compendio de Historia Universal, Editorial San Marcos, Lima, 2015


 

1887

A continuación de su dinero vino Edmond en persona. El barón y la baronesa empezaron a visitar Palestina, probablemente como los más lujosos peregrinos que se hayan visto jamás. La pareja gustaba de viajar en su propio yate, levando anclas en Marsella y recalando en Jaffa.
Fue el 5 de mayo de 1887, cuando el «Nadev Hayeduha» pisó por primera vez el suelo de Sión
Ese día marcó, según frase de un observador, «el histórico encuentro  entre un  príncipe y su pueblo».
Acompañado de una gran comitiva, oró ante el Muro de las Lamentaciones y —siendo después de todo, un Rothschild— intentó comprárselo a los árabes.
No se limitó a eso; quería convertir todo el vecindario en un gigantesco santuario   judío. Para anular las objeciones de los musulmanes, hizo la siguiente propuesta. compraría otro terreno equivalente y allí alojaría en casas mucho más cómodas a todos los musulmanes que debieran ser evacuados de las cercanías del Muro.
Edmond aprestó tres cuartos de millón de francos.El Pachá de Jerusalén  había concedido ya su aprobación. Y, sin embargo, todo el plan se vino al suelo por la oposición del Gran Rabino de Jerusalén.

Los Rothschild, de Frederic Morton (traducción de Julio Mateu)



1905 

El Français no está en estado de atravesar el Atlántico. El gobierno argentino lo compra para transformarlo en un navío abastecedor de los observatorios meteorológicos del Antártico. Se llamará el Austral.
El5 de mayo, Charcot y sus compañeros se embarcan en el paquebote Algerie para alcanzar Francia. En Tánger encuentran al crucero Amiral Lionis, que el gobierno francés ha enviado a su encuentro.
En Toulon, en París, recepciones esperan a Charcot que se ha convertido en un héroe nacional.

Grandes Aventuras de los Tiempos Modernos. Del Polo a la Luna. Tomo 1. Amundsen/Scott/Charcot, de varios autores, Círculo de Amigos de la Historia



1936
Mayo 5. Italia se anexiona Etiopía.

Informatodo 1972

1941
Mayo 5.  Toma de Addis Abeba por las fuerzas inglesas.

1942
Mayo 5. Fuerzas británicas invaden Madagascar.

Informatodo 1973

1955
Alemania Occidental. La República Federal asume la plena soberanía (mayo 5).

Almanaque Mundial 1971

1961

Primer vuelo espacial tripulado de Estados Unidos
Alan Shepard efectúa un recorrido suborbital.
Nave: Freedom 7
Peso. 1.814 kg
Lanzamiento: 5 de mayo de 1961
Cohete Impulsor: Redstone
Máxima altitud: 186 km

Almanaque Mundial 1983


1972
Mayo 5. El total de muertos en Vietnam, desde enero de 1961, pasa del millón.

Almanaque Mundial 1973


De Color Modesto

Por Julio Ramón Ribeyro

 

LO PRIMERO QUE HIZO ALFREDO al entrar a la fiesta fue ir directamente al bar. Allí se sirvió dos vasos de ron y luego, apoyándose en el marco de una puerta, se puso a observar el baile. Casi todo el mundo estaba emparejado, a excepción de tres o cuatro tipos que, como él, rondaban por el bar o fumaban en la terraza un cigarrillo.
Al poco tiempo comenzó a aburrirse y se preguntó para qué había venido allí. Él detestaba las fiestas, en parte porque bailaba muy mal y en parte porque no sabía qué hablar con las muchachas. Por lo general, los malos bailarines retenían a su pareja con una charla ingeniosa que disimulaba los pisotones e, inversamente, los borricos que no sabían hablar aprendían a bailar tan bien que las muchachas se disputaban por estar en sus brazos. Pero Alfredo, sin las cualidades de los unos ni de los otros, pero con todos sus defectos, era un ser condenado a fracasar infaliblemente en este tipo de reuniones.
Mientras se servía el tercer vaso de ron, se observó en el espejo del bar. Sus ojos estaban un poco empañados y algo en la expresión blanda de su cara indicaba que el licor producía sus efectos. Para despabilarse, se acercó al tocadiscos donde un grupo de muchachas elegía alegremente las piezas que luego tocarían.
—Pongan un bolero —sugirió.
Las muchachas lo miraron con sorpresa. Sin duda se trataba de un rostro poco familiar. Las fiestas de Miraflores, a pesar de realizarse semanalmente en casas diferentes, congregaban a la misma pandilla de jovenzuelos en busca de enamorada. De esos bailes sabatinos en residencias burguesas salían casi todos los noviazgos y matrimonios del balneario.
—Nos gusta más el mambo —respondió la más osada de las muchachas—. El bolero está bien para los viejos.
Alfredo no insistió pero mientras regresaba al bar se preguntó si esa alusión a los viejos tendría algo que ver con su persona. Volvió a observarse en el espejo. Su cutis estaba terso aún pero era en los ojos donde una precoz madurez, pago de voraces lecturas, parecía haberse aposentado. «Ojos de viejo», pensó Alfredo desalentado, y se sirvió un cuarto vaso de ron.
Mientras tanto, la animación crecía a su alrededor. La fiesta, fría al comienzo, iba tomando punto. Las parejas se soltaban para contorsionarse. Era la influencia de la música afrocubana, suprimiendo la censura de los pacatos e hipócritas habitantes de Lima. Alfredo caminó hasta la terraza y miró hacia la calle. En la calzada se veían ávidos ojos, cabezas estiradas, manos aferradas a la verja. Era gente del pueblo, al margen de la alegría.
Una voz sonó a sus espaldas:
—¡Alfredo!
Al voltear la cabeza se encontró con un hombrecillo de corbata plateada, que lo miraba con incredulidad.
—Pero ¿qué haces aquí, hombre? Un artista como tú…
—He venido acompañando a mi hermana.
—No es justo que estés solo. Ven, te voy a presentar unas amigas.
Alfredo se dejó remolcar por su amigo entre los bailarines, hasta una segunda sala, donde se veían algunas muchachas sentadas en un sofá. Una afinidad notoria las había reunido allí: eran feas.
—Aquí les presento a un amigo —dijo, y sin añadir nada más, lo abandonó.
Las muchachas lo miraron un momento y luego siguieron conversando. Alfredo se sintió incómodo. No supo si permanecer allí o retirarse. Optó heroicamente por lo primero pero tieso, sin abrir la boca, como si fuera un ujier encargado de vigilarlas. Ellas elevaban de cuando en cuando la vista y le echaban una rápida mirada, un poco asustadas. Alfredo encontró la idea salvadora. Sacó su paquete de cigarrillos y lo ofreció al grupo.
—¿Fuman?
La respuesta fue seca:
—No, gracias.
Por su parte, encendió uno y al echar la primera bocanada de humo, se sintió más seguro. Se dio cuenta que tendría que iniciar una batalla.
—¿Ustedes van al cine?
—No.
Aún aventuró una tercera pregunta:
—¿Por qué no abrirán esa ventana? Hace mucho calor.
Esta vez fue peor: ni siquiera obtuvo respuesta. A partir de ese momento ya no despegó los labios. Las muchachas, intimidadas por esa presencia silenciosa, se levantaron y pasaron a la otra sala. Alfredo quedó solo en la inmensa habitación, sintiendo que el sudor empapaba su camisa.
El hombrecillo de la corbata plateada reapareció.
—¿Cómo?, ¿sigues parado allí? ¡No me dirás que no has bailado!
—Una pieza —mintió Alfredo.
—Seguramente que todavía no has saludado a mi hermana. Vamos, está aquí con su enamorado.
Ambos pasaron a la sala vecina. La dueña del santo bailaba un vals criollo con un cadete de la Escuela Militar.
—Elsa, aquí Alfredo quiere saludarte.
—¡Ahora que termine la pieza! —respondió Elsa sin interrumpir sus rápidas volteretas. Alfredo quedó cerca, esperando, meditando uno de los habituales saludos de cumpleaños. Pero Elsa empalmó ese baile con el siguiente y enseguida, del brazo del cadete, se encaminó alegremente hacia el comedor, donde se veía una larga mesa repleta de bocaditos.
Alfredo, olvidado, se acercó una vez más al bar. «Tengo que bailar», se dijo. Era ya una cuestión de orden moral. Mientras bebía el quinto trago, buscó en vano a su hermana entre los concurrentes. Su mirada se cruzó con la de dos hombres maduros que observaban lujuriosamente a las niñas y de inmediato se vio asaltado por un torbellino de pensamientos lúcidos y lacerantes. ¿Qué podía hacer él, hombre de veinticinco años, en una fiesta de adolescentes? Ya había pasado la edad de cobijarse «a la sombra de las muchachas en flor». Esta reflexión trajo consigo otras, más reconfortantes, y lanzando la vista en torno suyo, trató de ubicar alguna chica mayor a quien no intimidaran sus modales ni su inteligencia.
Cerca del vestíbulo había tres o cuatro muchachas un poco marchitas, de aquellas que han dejado pasar su bella época, obsesionadas por algún amor loco y frustrado, y que llegan a la treintena sin otra esperanza que la de hacer, ya que no un matrimonio de amor, por lo menos uno de fortuna.
Alfredo se acercó. Su paso era un poco inseguro, al extremo que algunas parejas con las que tropezó lo miraron airadas. Al llegar al grupo tuvo una sorpresa: una de las muchachas era una antigua vecina de su infancia.
—No me digas que he cambiado mucho —dijo Corina—. Me vas a hacer sentir vieja. —Y lo presentó al resto del grupo.
Alfredo departió un rato con ellas. Las cinco copas de ron lo frivolizaban lo suficiente como para responder a la andanada de preguntas estúpidas. Advirtió que había un clima de interés en torno a su persona.
—¿Ya habrás terminado tu carrera? —indagó Corina.
—No. La dejé —respondió francamente Alfredo.
—¿Estás trabajando en algún sitio?
—No.
—¡Qué suerte! —intervino una de las chicas—. Para no trabajar habrá que tener muy buena renta.
Alfredo la miró: era una mujer morena, bastante provocativa y sensual. En el fondo de sus ojos verdes brillaba un punto dorado, codicioso.
—Pero, entonces, ¿a qué te dedicas? —preguntó Corina.
—Pinto.
—Pero… ¿de eso se puede vivir? —inquirió la morena, visiblemente intrigada.
—No sé a qué le llamará usted vivir —dijo Alfredo—. Yo sobrevivo, al menos.
A su alrededor se creó un silencio ligeramente decepcionado. Alfredo pensó que era el momento de sacar a bailar a alguien, pero solo tocaban la maldita música afrocubana. Se arriesgaba ya a extender la mano hacia la morena, cuando un hombre calvo, elegante, con dos puños blancos de camisa que sobresalían insolentemente de las mangas de su saco, irrumpió en el grupo como una centella.
—¡Ya todo está arreglado, regio! —exclamó—. Mañana iremos a Chosica con Ernesto y Jorge. Las tres hermanas Puertas vendrán con nosotros. ¿No les parece regio? Lo mismo que Carmela y Roxana.
Hubo un estallido de alegría.
—Te presento a un amigo —dijo Corina, señalando a Alfredo.
El calvo le estrechó efusivamente la mano.
—Regio, si quiere puede venir también con nosotros. Nos va a faltar sitio para Elsa y su prima. ¿Quiere usted llevarlas en su carro?
Alfredo se sintió enrojecer.
—No tengo carro.
El calvo lo miró perplejo, como si acabara de escuchar una cosa absolutamente insólita. Un hombre de veinticinco años que no tuviera carro en Lima podría pasar por un perfecto imbécil. La morena se mordió los labios y observó con más atención el terno, la camisa de Alfredo. Luego le volvió lentamente la espalda.
El vacío comenzó. El calvo había acaparado la atención del grupo, hablando de cómo se distribuirían en los carros, cómo se desarrollaría el programa del domingo.
—¡Tomaremos el aperitivo en Los Ángeles! Luego almorzaremos en Santa María, ¿no les parece regio? Más tarde haremos un poco de footing…
Alfredo se dio cuenta de que allí también sobraba. Poco a poco, pretextando mirar los cuadros, se fue alejando del grupo, se tropezó con un cenicero y cuando llegó al bar, escuchó aún la voz del calvo que bramaba:
—¡Almorzaremos en el río, regio!
—¡Un ron! —dijo a la chica que estaba detrás del mostrador.
La chica lo miró enojada.
—¿No ha oído? ¡Un ron!
—Sírvaselo usted. Yo no soy la sirvienta —contestó, y se retiró deprisa.
Alfredo se sirvió un vaso hasta el borde. Volvió a mirarse en el espejo. Un mechón de pelo había caído sobre su frente. Sus ojos habían envejecido aún más. «Su mirada era tan profunda que no se la podía ver», musitó. Vio sus labios apretados: signo de una naciente agresividad.
Cuando se disponía a servirse otro, divisó a su hermana que atravesaba la sala. De un salto estuvo a su lado y la cogió del brazo.
—Elena, vamos a bailar.
Elena se desprendió vivamente.
—¿Bailar entre hermanos? ¡Estás loco! Además, estás apestando a licor. ¿Cuántas copas te has tomado? ¡Anda, lávate la cara y enjuágate la boca!
A partir de ese momento, Alfredo erró de una sala a otra, exhibiendo descaradamente el espectáculo de su soledad. Estuvo en la terraza mirando el jardín, fumó cigarrillos cerca del tocadiscos, bebió más tragos en el bar, rehusó la simpatía de otros solitarios que querían hacer observaciones irónicas sobre la vida social y por último se cobijó bajo las escaleras, cerca de la puerta que daba al oficio. El ron le quemaba las entrañas.
Al segundo golpe, la puerta del oficio se abrió y una mucama asomó la cabeza.
—Deme un vaso de agua, por favor.
La mucama dejó la puerta entreabierta y se alejó, dando unos pasos de baile. Alfredo observó que en el interior de la cocina, la servidumbre, al mismo tiempo que preparaba el arroz con pato, celebraba, a su manera, una especie de fiesta íntima. Una negra esbelta cantaba y se meneaba con una escoba en los brazos. Alfredo, sin reflexionar, empujó la puerta y penetró en la cocina.
—Vamos a bailar —dijo a la negra.
La negra rehusó, disforzándose, riéndose, rechazándolo con la mano pero incitándolo con su cuerpo. Cuando estuvo arrinconada contra la pared, dejó de menearse.
—¡No! Nos pueden ver.
La mucama se acercó, con el vaso de agua.
—Baila no más —dijo—. Cerraré la puerta. ¿Por qué no nos vamos a divertir nosotros también?
Los parlamentos continuaron, hasta que al fin la negra cedió.
—Solamente hasta que termine esta pieza —dijo.
Mientras la mucama cerraba la puerta con llave, Alfredo atenazó a la negra y comenzó a bailar. En ese momento se dio cuenta de que bailaba bien, quizá por ese sentido del ritmo que el alcohol da cuando no lo quita o simplemente por la agilidad con que su pareja lo seguía. Cuando esa pieza terminó, empezaron la siguiente. La negra aceptaba la presión de su cuerpo con una absoluta responsabilidad.
—¿Tú trabajas aquí?
—No, en la casa de al lado. Pero he venido para ayudar un poco y para mirar.
Terminaron de bailar esa pieza, entre cacerolas y tufos de comida. El resto de la servidumbre seguía trabajando y, a veces, interrumpiéndose, los miraban para reírse y hacer comentarios graciosos.
—¡Apagaremos la luz!
—¿Qué cosa hay allí? —preguntó Alfredo, señalando una mampara al fondo de la cocina.
—El jardín, creo.
—Vamos.
La negra protestó.
—Vamos —insistió Alfredo—. Allí estaremos mejor.
Al empujar la mampara se encontraron en una galería que daba sobre el jardín interior. Había una agradable penumbra. Alfredo apoyó su mejilla contra la mejilla negra y bailó despaciosamente. La música llegaba muy débil.
—Es raro estar así, ¿no es verdad? —dijo la negra—. ¡Qué pensarán los patrones!
—No es raro —dijo Alfredo—. ¿Tú no eres acaso una mujer?
Durante largo rato no hablaron. Alfredo se dejaba mecer por un extraño dulzor, donde la sensualidad apenas intervenía. Era más bien un sosiego de orden espiritual, nacido de la confianza en sí mismo readquirida, de su posibilidad de contacto con los seres humanos.
Una gritería se escuchó en el interior de la casa.
—¡La torta! ¡Van a partir la torta!
Antes de que Alfredo se percatara de lo que sucedía, se encendió la luz de la galería, se abrió la puerta del jardín y una fila de alegres parejas irrumpió, cogidas de la cintura, formando un ruidoso tren, tocando pitos, gritando a voz en cuello:
—¡Vengan todos que van a partir la torta!
Alfredo tuvo tiempo de observar algo más: no habían estado solos en la galería. En las mesitas cobijadas a la sombra de la enramada, algunas parejas se habían refugiado y ahora, sorprendidas también, se despertaban como de un sueño.
El ruidoso tren dio unas vueltas por el jardín y luego se encaminó hacia la galería. Al llegar delante de Alfredo y de la negra, la gritería cesó. Hubo un corto silencio de estupor y el tren se desbandó hacia el interior de la casa. Incluso las parejas, desde el fondo de los sillones, se levantaron y los hombres partieron, arrastrando a sus mujeres de la mano. Alfredo y la negra quedaron solos.
—¡Qué estúpidos! —dijo sonriendo—. ¿Qué les sucede?
—Me voy —dijo la negra, tratando de zafarse.
—Quédate. Vamos a seguir bailando.
Por la fuerza la retuvo de la mano. Y la hubiera abrazado nuevamente, si es que un grupo de hombres, entre los cuales se veía al dueño de la casa y al hombrecillo de la corbata plateada, no apareciera por la puerta de la cocina.
—¿Qué escándalo es éste? —decía el dueño, moviendo la cabeza.
—Alfredo —balbuceó el hombrecillo—. No te la des de original.
—¿No tiene usted respeto por las mujeres que hay acá? —intervino un tercer caballero.
—Váyase usted de mi casa —ordenó el dueño a la negra—. No quiero verla más por aquí. Mañana hablaré con sus patrones.
—No se va —respondió Alfredo.
—Y usted sale también con ella, ¡caramba!
Algunas mujeres asomaban la cabeza por la puerta de la cocina. Alfredo creyó reconocer a su hermana que, al verlo, dio media vuelta y se alejó a la carrera.
—¿No ha oído? ¡Salga de aquí!
Alfredo examinó al dueño de casa y, sin poderse contener, se echó a reír.
—Está borracho —dijo alguien.
Cuando terminó de reír, Alfredo soltó el brazo de la negra.
—Espérame en la calle Madrid. —Y abotonándose el saco con dignidad, sin despedirse de nadie, atravesó la cocina, la sala donde el baile se había interrumpido, el jardín, y, por último, la verja de madera.
«Caballísimo de mí», pensó mientras se alejaba hacia su casa, encendiendo un cigarrillo. Al llegar a su bajo muro se detuvo: por la ventana abierta de la sala se veía su padre, de espaldas, leyendo un periódico. Desde que tenía uso de razón había visto a su padre a la misma hora, en la misma butaca, leyendo el mismo periódico. Un rato permaneció allí. Luego se mojó la cabeza en el caño del jardín y se encaminó a la calle Madrid.
La negra estaba esperándolo. Se había quitado su mandil de servicio y en el apretado traje de seda su cuerpo resaltaba con trazos simples y perentorios, como un tótem de madera. Alfredo la cogió de la mano y la arrastró hacia el malecón, lamentando no tener plata para llevarla al cine. Caminaba contento, en silencio, con la seguridad del hombre que reconduce a su hembra.
—¿Por qué hace usted esto? —preguntó la negra.
—¡Va! No interesa.
—Mañana no se acordará de nada.
Alfredo no respondió. Estaba otra vez al lado de su casa. Pasando su brazo sobre el hombro femenino, se apoyó en el muro y quedó mirando por la ventana, donde su padre continuaba leyendo el periódico. Alguna intuición debió tener su padre, porque fue volteando lentamente la cabeza. Al distinguir a Alfredo y a la negra, quedó un instante perplejo. Luego se levantó, dejó caer el periódico y tiró con fuerza los postigos de la ventana.
—Vamos al malecón —dijo Alfredo.
—¿Quién es ese hombre?
—No lo conozco.
Esa parte del malecón era sombría. Por allí se veían automóviles detenidos, en cuyo interior se alocaban y cedían las vírgenes de Miraflores. Se veían también parejas recostadas contra la baranda del malecón que daba al barranco. Alfredo anduvo un rato con la negra y se sentó por último en el parapeto.
—¿No quieres mirar el mar? —preguntó—. Saltamos al otro lado y estamos a un paso del barranco.
—¡Qué dirá la gente! —protestó la negra.
—¡Tú eres más burguesa que yo!… Ven, sígueme. Todo el mundo viene a mirar el mar.
Ayudándola a salvar la baranda, caminaron un poco por el desmonte hasta llegar al borde del barranco. El ruido del mar subía incansable, aterrador. Al fondo se veía la espuma blanca de las olas estrellándose contra la playa de piedras. El viento los hacía vacilar.
—¿Y si nos suicidamos? —preguntó Alfredo—. Será la mejor manera de vengarnos de toda esta inmundicia.
—Tírese usted primero y yo lo sigo —rio la negra.
—Comienzas a comprenderme —dijo Alfredo, y cogiendo a la negra de los hombros, la besó rápidamente en la boca.
Luego emprendieron el retorno. Alfredo sentía nacer en sí una incomprensible inquietud. Estaban saltando la baranda cuando un faro poderoso los cegó. Se escuchó el ruido de las portezuelas de un carro que se abrían y se cerraban con violencia y pronto dos policías estuvieron frente a ellos.
—¿Qué hacían allá abajo?, ¡a ver, sus papeles!
Alfredo se palpó los bolsillos y terminó mostrando su Libreta Electoral.
—Han estado planeando en el barranco, ¿no?
—Fuimos a mirar el mar.
—Te están tomando el pelo —intervino el otro policía—. Vamos a llevarlos a la cana. Con una persona de color modesto no se viene a estas horas a mirar el mar.
Alfredo sintió nuevamente ganas de reír.
—A ver —dijo acercándose al guardia—. ¿Qué entiende usted por gente de color modesto? ¿Es que esta señorita no puede ser mi novia?
—No puede ser.
—¿Por qué?
—Porque es negra.
Alfredo rio nuevamente.
—¡Ahora me explico por qué usted es policía!
Otras parejas pasaban por el malecón. Eran parejas de blancos. La policía no les prestaba atención.
—Y a ésos, ¿por qué no les pide sus papeles?
—¡No estamos aquí para discutir! Suban al patrullero.
Esas situaciones se arreglaban de una sola manera: con dinero. Pero Alfredo no tenía un céntimo en el bolsillo.
—Yo subo encantado —dijo—. Pero a la señorita la dejan partir.
Esta vez los guardias no respondieron sino que, cogiendo a ambos de los brazos, los metieron por la fuerza en el interior del vehículo.
—¡A la comisaría! —ordenaron al conductor.
Alfredo encendió un cigarrillo. Su inquietud se agudizaba. El aire de mar había refrescado su inteligencia. La situación le parecía inaceptable y se disponía a protestar, cuando sintió la mano de la negra que buscaba la suya. Él la oprimió.
—No pasará nada —dijo, para tranquilizarla.
Como era sábado, el comisario debía haberse ido de parranda, de modo que solo se encontraba el oficial de guardia, jugando al ajedrez con un amigo. Levantándose, dio una vuelta alrededor de Alfredo y de la negra, mirándolos de pies a cabeza.
—¿No serás tú una polilla? —preguntó echando una bocanada de humo en la cara de la negra—. ¿Trabajas en algún sitio?
—La señorita es amiga mía —intervino Alfredo—. Trabaja en una casa de la calle José Gálvez. Puedo garantizar por ella.
—Y por usted, ¿quién garantiza?
—Puede llamar por teléfono para cerciorarse.
—Están prohibidos los planes en el malecón —prosiguió el oficial—. ¿Usted sabe lo que es un delito contra las buenas costumbres? Hay un libro que se llama Código Penal y que habla de eso.
—No sé si será para usted delito pasearse con una amiga.
—En la oscuridad sí y más con una negra.
—Estaban abrazados, mi teniente —terció un policía.
—¿No ve? Esto le puede costar veinticuatro horas de cárcel y la foto de ella puede salir en Última Hora.
—¡Todo esto me parece grotesco! —exclamó Alfredo, impaciente—. ¿Por qué no nos dejan partir? Repito, además, que esta señorita es mi novia.
—¡Su novia!
El oficial se echó a reír a mandíbula batiente y los policías, por disciplina, lo imitaron. Súbitamente dejó de reír y quedó pensativo.
—No crea que soy un imbécil —dijo aproximándose a Alfredo—. Yo también, aunque uniformado, tengo mi culturita. ¿Por qué no hacemos una cosa? Ya que esta señorita es su novia, sígase paseando con ella. Pero eso sí, no en el malecón, allí los pueden asaltar. ¿Qué les parece si van al parque Salazar? El patrullero los conducirá.
Alfredo vaciló un momento.
—Me parece muy bien —respondió.
—¡Adelante, entonces! —rio el teniente—. ¡Llévenlos al parque Salazar!
Nuevamente en el patrullero, Alfredo permaneció silencioso. Pensaba en la inclemente iluminación del parque Salazar, especie de vitrina de la belleza vecinal. La negra buscó su mano, pero esta vez Alfredo la estrechó sin convicción.
—Tengo vergüenza —le susurró al oído.
—¡Qué tontería! —contestó él.
—¡Por ti, por ti es que tengo vergüenza!
Alfredo quiso hacerle una caricia pero las luces del parque aparecieron.
—Déjennos aquí no más —pidió a los policías—. Les prometo que nos pasearemos por el parque.
El patrullero se detuvo a cien metros de distancia.
—Vigilaremos un rato —dijeron.
Alfredo y la negra descendieron. Bordeando siempre el malecón, comenzaron a aproximarse al parque. La negra lo había cogido tímidamente del brazo y caminaba a su lado, sin levantar la mirada, como si ella también estuviera expuesta a una incomprensible humillación. Alfredo, en cambio, con la boca cerrada, no desprendía la mirada de esa compacta multitud que circulaba por los jardines y de la cual brotaba un alegre y creciente murmullo. Vio las primeras caras de las lindas muchachas miraflorinas, las chompas elegantes de los apuestos muchachos, los carros de las tías, los autobuses que descargaban pandillas de juventud, todo ese mundo despreocupado, bullanguero, triunfante, irresponsable y despótico calificador. Y como si se internara en un mar embravecido, todo su coraje se desvaneció de un golpe.
—Fíjate —dijo—. Se me han acabado los cigarros. Voy hasta la esquina y vuelvo. Espérame un minuto.
Antes de que la negra respondiera, salió de la vereda, cruzó entre dos automóviles y huyó rápido y encogido, como si desde atrás lo amenazara una lluvia de piedras. A los cien pasos se detuvo en seco y volvió la mirada. Desde allí vio que la negra, sin haberlo esperado, se alejaba cabizbaja, acariciando con su mano el borde áspero del parapeto.


(Escrito en París en 1961)


El Ribeyro Desconocido, Volumen 1, Antología de Alejandro Benavides Roldán, Papel de Viento Editores, Trujillo, Perú, 2012, págs. 137-157



Notas
Chompa: Jersey, pulóver, suéter, buzo, tricota, yérsey. Cazadora, chaqueta, chupa, chumpa. DLE RAE

Polilla: Peruanismo. Término usado para referirse a una mujer que se dedica a la prostitución.

Cana: Peruanismo: Cárcel o prisión.

Última Hora: Diario peruano, ya extinto, publicado entre 1950 y 1984.

Polvo, helicópteros y criminales: el curioso origen de 5 objetos que nos hacen la vida más fácil

 

 

Serie: "The Secret Genius of Modern Life"
BBC Two

 

A menudo pasamos por alto que estamos rodeados de una tecnología increíble.

Nuestros hogares, nuestros bolsos, nuestras oficinas... todos están repletos de ingeniosos objetos diseñados para hacernos la vida más fácil.

Y aunque no lo notemos, detrás de muchos de ellos está el extraordinario ingenio humano, la suerte y la casualidad que han dado forma a nuestro mundo.

Descubre con BBC Mundo 5 historias que revelan esa genialidad. 

 

1. Una carrera épica... en tus oídos

Probablemente aprecies tus auriculares con cancelación de ruido cuando estás sentado junto a un fanático de TikTok, pero ¿cómo cancelan realmente el ruido no deseado?

Pues resulta que tus auriculares, por pequeños que sean, contienen más de un micrófono.

Uno de ellos recoge la onda sonora del ruido que entra, y lo que sigue es una carrera entre la velocidad del sonido y la velocidad de las matemáticas.

Tu auricular toma esa onda sonora ruidosa, la invierte, la agrega y hace que llegue a tu tímpano exactamente a la misma velocidad a la que llega el sonido indeseado original.

La onda sonora que no quieres escuchar es cancelada por esa misma onda sonora invertida; por eso no la oyes y puedes seguir disfrutando de lo que te place. 

 

Es algo fenomenal y alucinante, que implica muchos cálculos matemáticos brillantes.

Y aunque puede parecer una innovación reciente, su origen se remonta 70 años atrás, a la Guerra de Corea.

Estados Unidos enviaba helicópteros para recoger soldados heridos o varados, quienes tenían que pedir ayuda a través de radios.

Pero las aspas de los helicópteros interferían con las señales radiales, así que no los podían oír.

De hecho, ni el piloto ni los pasajeros en los helicópteros se podían comunicar verbalmente entre ellos, pues el ruido lo hacía imposible, como comprobó el ingeniero Lawrence J. Fogel, quien hizo varios viajes en ellos en busca de una solución.

La teoría sobre cómo las ondas sonoras se cancelan entre ellas había sido descubierta hacía más de 150 años, pero Fogel fue el primero en darle un uso práctico en la década de 1950.

Creó los primeros auriculares con cancelación de sonido, y al hacerlo, transformó completamente las comunicaciones en los vuelos. 

 

2. Criminales reinicidentes... y pasaportes

Los pasaportes con chip incorporado de hoy en día pueden parecer de alta tecnología... pero los orígenes de los pasaportes biométricos se encuentran en realidad en la frustración de un empleado de policía del siglo XIX: el francés Alphonse Bertillon.

Mientras trabajaba en una comisaría de policía de París en la década de 1880, se dio cuenta de que, como no había una forma consistente de registrar los datos de los delincuentes, los reincidentes se libraban de la responsabilidad simplemente haciéndose pasar por otra persona.

Pero Bertillon sabía que la estructura del cuerpo adulto no cambia con el tiempo, y por eso ideó un sistema de medidas corporales combinado con una fotografía policial, que se convirtió en la forma perfecta de registrar los detalles de los criminales y detectar a los que reincidían.

 

 

Sus innovaciones ayudaron incluso a identificar al famoso asesino en serie francés Joseph Vacher.

El sistema de Bertillon fue reemplazado posteriormente por las huellas dactilares, pero renació en la década de 1960 como el comienzo de los sistemas de reconocimiento facial y biométricos actuales.

 

3. Los mineros... y los ascensores

Cada tres días, los ascensores del mundo transportan el equivalente de toda la población mundial.

Y, a pesar de que son esencialmente una caja colgando en un abismo, hay pocos accidentes. De hecho, son el modo de transporte más seguro que existe.

Una de las principales razones son los increíblemente fuertes cables que los sostienen.

El secreto de su fuerza reside en el hecho de que son trenzados: la fricción entre las fibras retorcidas, por su áspera textura, les da agarre.

Fueron la solución a un problema mortal en las minas de carbón del siglo XIX que impulsaron la Revolución Industrial.

Los mineros tenían que bajar a las profundidades y los ascensores colgaban de cuerdas de cáñamo o cadenas de hierro, que se rompían con el uso.

Pero cada opción tiene sus virtudes, reflexionó el administrador de minas alemán Wilhelm Albert, y empezó a retorcer hilos de hierro a la manera de las sogas.

Para 1834 había creado el cable de acero trenzado, más robusto que las cuerdas de cáñamo, y más barato y liviano que las cadenas de hierro.

Ese invento de hace 190 años hizo que los ascensores se hicieran más seguros.

Pero la tecnología que ayuda a impulsar los ascensores hacia arriba es aún más antigua: se utilizó en un arma de guerra en asedios del siglo XII.

El trabuquete de contrapeso era un dispositivo gigante parecido a una catapulta, que se usaba para lanzar proyectiles enormes a grandes distancias, lo que le permitía a los invasores aplastar las defensas enemigas muy rápidamente.

Es el mismo mecanismo que facilita que los ascensores de hoy eleven el peso de la cabina hacia arriba.

 

4. Soplar antes de aspirar

Las aspiradoras de hoy están llenas de una serie de artefactos electrónicos de alta tecnología.

El Gen5, por ejemplo, es el pequeño motor del modelo más poderoso de las de Dyson, y puede girar a 135.000 revoluciones por minuto, 9 veces más rápido que el de un auto de Formula 1.

Eso hace que el aire pase a 75% de la velocidad del sonido, lo que implica una poderosa succión, vital para recoger las más tercas partículas indeseadas del entorno.

Curiosamente, aquello de que la succión fuera la solución, no siempre fue obvio: las primeras máquinas no aspiraban, sino que soplaban aire para intentar levantar el polvo de las alfombras y depositarlo en una bolsa recolectora.

Fue al ingeniero Hubert Cecil Booth a quien se le ocurrió que funcionaría mejor succionar la suciedad a través de un filtro, y en 1901 inventó la primera aspiradora.

El aparato, sin embargo, era costosísimo y enorme.

 

Pero apenas seis años más tarde llegaron aspiradoras portátiles y más baratas, de la mano de James Spangler un inventor poco exitoso que no había logrado dar en el clavo con ninguna de sus ideas.

Falto de dinero, Spangler tuvo que emplearse en una tienda de departamentos de Ohio, EE.UU.

Su trabajo consistía en limpiar, pero como sufría de asma, le hacía mucho daño.

Decidió idear un aparato electrónico que succionara el polvo, valiéndose del motor de una máquina de coser, un palo de escoba, una funda de almohada y una caja con llantas.

Aunque creó la primera aspiradora portátil, el nombre que pervivió asociado a su invento fue el del empresario local que invirtió en la innovación: William Hoover.

Spangler murió antes de ver cuán exitosa fue su creación, cuya popularidad explotó en la década de 1920, acompañada de constantes mejoras.

 

5. Cables de cobre... para evitar accidentes

La pantallas táctiles son cada vez más populares, y las damos por sentadas.

El iPhone las llevó a las masas en 2007, pero esa tecnología ya se venía usando en las torres de control del tráfico aéreo desde la década de 1960.

La misión de los controladores de tráfico aéreo en tierra es proteger las vidas en los cielos.

Cada vuelo se identifica con un distintivo y, en esa época, tenían que escribir ese código único para que las computadoras procesaran la información de vuelo.

Con tanto tráfico aéreo, se requería precisión y había mucho en juego: cada uno de los vuelos tenía un código de 5 a 7 caracteres de largo, y si los estás escribiendo bajo presión, es muy fácil cometer errores.

 

Al ingeniero británico Eric Arthur Johnson se le ocurrió una ingeniosa idea para deshacerse del teclado: una pantalla sensible a los dedos.

Él sabía todo acerca de la idea de que las cargas eléctricas se almacenan en nuestros cuerpos, y cuando dos campos eléctricos se acercan, se perturban entre sí...

¿Qué tal si estiras un trozo de cable de cobre y luego lo conectas a una computadora?

Esa fue la base de su revolucionaria innovación.

Si en los centros de control de tráfico aéreo había pantallas con una serie de cables de cobre, y cada uno de ellos se podía detectar y etiquetar con los códigos de vuelo por separado, el controlador sólo tendría que tocar el indicado, en lugar de escribirlo.

Johnson creó un sistema que era flexible, mucho más rápido que cualquier cosa que hubiera existido antes, pero además, lo que es más importante, mucho menos propenso a errores.

Fue la primera pantalla táctil del mundo, y permitió ajustar rápidamente los planes de vuelo de los aviones, para evitar tragedias.

 

* Si quieres descubrir más historias sobre objetos cotidianos en "The Secret Genius of Modern Life", haz clic aquí.

 

Fuente: El curioso origen de 5 objetos


domingo, 4 de mayo de 2025

El Paraíso Del Tonto


Un cuento aleccionador para niños de todas las edades

Por Isaac Bashevis Singer

 
En cierto lugar vivía en un tiempo un hombre rico llamado Kadish. Tenía un único hijo de nombre Atzel. En la casa de Kadish  vivía una niña huérfana, Aksah, parienta lejana. Atzel era un muchacho alto, de cabellos y ojos negros. Aksah tenía ojos azules y su cabellera era del color del oro. Eran casi de la misma edad. De niños habían comido, estudiado y  jugado juntos. Nadie dudaba de que algún día se casarían.

Pero cuando crecieron Atzel contrajo repentinamente una enfermedad. Se trataba de una dolencia hasta entonces desconocida: Atzel imaginaba que estaba muerto.

Se preguntarán ustedes de dónde pudo haber sacado semejante idea. Pues parece que había tenido una anciana nodriza que constantemente le contaba cuentos acerca del paraíso. La mujer le había dicho que allí no era necesario trabajar o estudiar. En el paraíso se comía la mejor carne de buey y de ballena; se bebía el vino que el Señor reservaba para el justo; se dormía hasta bien entrado el día y no existían obligaciones.
Atzel era holgazán por naturaleza. Odiaba madrugar y estudiar. Sabía que algún día tendría que hacerse cargo de los negocios de su padre, cosa que no deseaba.

Puesto que para ir al paraíso había que morir, decidió hacer precisamente eso lo antes posible. Tanto pensó en ello que pronto empezó a imaginar que estaba realmente muerto.

Por supuesto, los padres del muchacho se sintieron terriblemente preocupados. Aksah se encerraba a llorar. La familia hizo todo lo que pudo para intentar convencer a Atzel de que estaba vivo, pero él se negaba a creerles y rogaba: “¿Por qué no me entierran, no ven acaso que estoy muerto? Por culpa de ustedes no puedo ir al paraíso”.

Muchos médicos fueron llamados para examinar a Atzel y todos trataron de convencer al muchacho de que estaba vivo. Le hicieron notar que hablaba y comía. Pronto Atzel comenzó a comer menos y rara vez hablaba. Su familia pensó que iba a morir.

Presa de la desesperación Kadish fue a consultar con un gran especialista, famoso por sus conocimientos y su sabiduría. Era el Doctor Yoetz. Después de escuchar una descripción de la enfermedad de Atzel, el médico dijo al acongojado padre: “Les prometo curar a su hijo en ocho días, con una condición. Deben ustedes hacer cuanto yo les diga, no importa lo extraño que pudiera parecer”.

Kadish aceptó, y el Dr. Yoetz informó que visitaría a Atzel ese mismo día. Kadish fue a su casa y pidió a su esposa, a Aksah y a los sirvientes que siguieran las órdenes del médico sin discutir.

Cuando llegó el Dr. Yoetz lo llevaron al cuarto de Atzel. El muchacho yacía en cama, pálido y delgado por el ayuno.

El médico echó una mirada al joven y exclamó: “¿Por qué mantienen un cadáver en la casa? ¿Por qué no preparan el funeral?”

Los padres se llevaron un susto mayúsculo al escuchar esas palabras, pero el rostro de Atzel se iluminó con una sonrisa y dijo: “¿Ven ustedes? ¡Yo tenía razón!”

Aunque Kadish y su esposa quedaron perplejos por las palabras del médico, recordaron la promesa y fueron inmediatamente a hacer los arreglos del funeral.

El médico pidió que prepararan una habitación para que tuviera el aspecto del paraíso. Las paredes fueron cubiertas de satén blanco. Las persianas de las ventanas fueron cerradas y las cortinas firmemente unidas. Velas y lámparas de aceite ardían día y noche. Los sirvientes se vistieron de blanco con alas en sus espaldas para jugar el papel de ángeles.

Atzel fue acostado en un ataúd abierto y se efectuó una ceremonia fúnebre. Atzel quedó tan fatigado de felicidad que durmió durante todo aquello. Cuando despertó se encontró en una habitación que no pudo reconocer.
–¿Dónde estoy? –preguntó.
–En el paraíso, mi señor –le respondió un sirviente alado.
–Tengo un hambre terrible –dijo Atzel–. Quiero que me traigan una buena porción de carne de ballena y vino sagrado.
–En un santiamén, mi señor.

El mayordomo dio unas palmadas y en seguida aparecieron sirvientes y criadas, todos con alas en la espalda, con bandejas de oro cargadas con carne, pescado y frutas. Un sirviente de gran estatura y larga barba blanca trajo un vaso de oro lleno de vino.

Atzel comió con apetito voraz. Cuando terminó dijo que deseaba descansar. Dos ángeles lo desnudaron y bañaron y lo acostaron en una cama con sábanas de seda y un dosel de terciopelo rojo. Atzel cayó inmediatamente en un sueño profundo y feliz.

Cuando despertó ya era de día, pero daba igual que si hubiese sido noche. Las persianas estaban cerradas y las velas y las lámparas de aceite se hallaban encendidas. Tan pronto lo vieron despierto los sirvientes trajeron exactamente la misma comida del día anterior.

Atzel preguntó:
–¿No hay aquí leche, café, panecillos frescos y mantequilla?
–No, mi señor, en el paraíso se come siempre la misma comida.
–¿Es de día o todavía noche?
–En el paraíso no hay día ni noche –le contestaron.

Atzel comió otra vez pescado, carne y fruta, y bebió el vino, pero su apetito no fue tan bueno como antes. Cuando terminó de comer preguntó qué hora era.
–En el paraíso no existe el tiempo –le dijeron.
–¿Qué hago ahora? –quiso saber.
–En el paraíso, mi señor, no s–e hace nada.
–¿Dónde están los otros santos? –inquirió.
–En el paraíso cada familia tiene su lugar propio –le explicaron.
–¿Se puede ir de visita?
–En el paraíso las moradas están demasiado distantes entre sí para visitarlas. Llevaría millares de años ir de una a otra.

Atzel preguntó entonces:
–¿Cuándo vendrá mi familia?
–Tu padre tiene todavía 20 años de vida y tu madre 30. Y mientras vivan no pueden venir a este lugar.
–¿Y qué me dicen de Aksah?
–Ella todavía tiene más de 50 años de vida.
–¿Tengo que estar solo todo ese tiempo?
–Sí, mi señor.

Atzel caviló un rato y luego preguntó:
–¿Qué hará Aksah?
–En este momento está de luto por ti. Pero tarde o temprano te olvidará, conocerá a otro joven y se casará. Siempre las cosas pasan así entre los vivos.

Atzel se levantó y comenzó a pasear nerviosamente por la habitación. Por primera vez en muchos años tenía ganas de hacer algo, pero no había nada que hacer en su paraíso. Extrañaba a su padre; añoraba a su madre; ansiaba ver a Aksah. Deseaba tener algo para estudiar; soñaba con viajar; quería montar su caballo, también hablar con amigos.

Llegó un momento en que no podía ocultar su tristeza. Comentó a uno de los sirvientes:
–Ahora veo que no es tan malo vivir, como yo había pensado.
–Vivir es difícil, mi señor. Hay que estudiar, trabajar, hacer negocios. Aquí todo es fácil.
–Preferiría cortar leña y cargar piedras que estar sentado aquí. ¿Y cuánto durará esto?
–Por siempre.
–¿Quedarme aquí para siempre? –gimió Atzel mientras comenzaba a arrancarse los cabellos transido de angustia– Me quitaría la vida antes.
–Un hombre muerto no puede suicidarse.

El octavo día, cuando Atzel había llegado a la más profunda desesperación, uno de los sirvientes fue a verlo y de acuerdo con lo planeado le dijo:
–Mi señor, ha habido un error. Tú no estás muerto. Debes abandonar el paraíso.
–¿Quieres decir que estoy vivo?
–Sí, estás vivo, y te llevaré de regreso a la Tierra.

Atzel no cabía en sí de alegría. El sirviente le vendó los ojos y después de pasearlo una y otra vez por los largos corredores de la casa lo trajo a la habitación donde se había congregado la familia, y allí le quitó la venda.

Era un día despejado y el sol brillaba a través de las ventanas abiertas. En el jardín los pájaros cantaban y las abejas zumbaban. Lleno de júbilo abrazó a sus padres y a Aksah.
Preguntó a la muchacha:
–¿Me amas todavía?
–Sí, te amo. No podía olvidarte.
–Pues entonces es hora de que nos casemos.

Poco después tuvo lugar la boda. El Dr. Yoetz fue el invitado de honor. Los músicos tocaron; los invitados llegaron de ciudades lejanas. Todos trajeron finos regalos para los desposados. La fiesta duró siete días y siete noches.

Atzel y Aksah fueron muy felices y vivieron hasta una edad avanzada. Atzel dejó de ser un holgazán y llegó a ser el mercader más diligente de toda la comarca.

No fue hasta después de la boda que Atzel supo cómo lo había curado el Dr. Yoetz, y que había vivido en un paraíso de tontos. Muchos años más tarde Atzel y Aksah contaban a menudo a sus hijos y nietos el cuento de la maravillosa cura del Dr. Yoetz y siempre terminaban con estas palabras: “Pero por supuesto nadie puede decir cómo es verdaderamente el paraíso”.
 

Condensado  de “Zlateh the Goat and Other Stories”. © 1966  por Isaac Bashevis Singer.
 
Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo LXXVIII, Número 467, Año 39, Octubre de 1979, págs. 41-45,  Reader’s Digest México, S.A. de C.V., México, D.F., México

sábado, 3 de mayo de 2025

Un Día como Hoy en un Libro

1493
 

Los portugueses no vieron con buenos ojos los descubrimientos de Cristóbal Colón, porque —decían— puesto que las tierras halladas por el Almirante pertenecían a las Indias, sin duda ellos tenían prioridad de derechos.
El Papa intervino; en 3 de mayo de 1493, con un criterio medieval en virtud del cual se consideraba árbitro del mundo, Alejandro VI cedía a los reyes españoles, para su evangelización, las islas y tierras firmes descubiertas y por descubrir en cuanto no perteneciesen a ningún otro rey cristiano. El 4 de mayo se restringió, por la segunda bula Inter Caetera, el campo de acción de los castellanos.
Trazábase de polo a polo una línea a 100 leguas de las Azores y de Cabo Verde y se disponía que Castilla tuviera todos los derechos en las tierras situadas al occidente de aquella línea, mientras quedaba implícito que Portugal las disfrutaría al oriente; (…)


1520
Magallanes
 

Durante los cinco meses de estancia en San Julián se repararon y aprovisionaron los navíos, y desde los últimos días de abril fue enviado Juan Serrano, capitán del Santiago, a hacer un reconocimiento en busca del estrecho, con instrucciones concretas: si pasado cierto número de leguas no lo encontraba, debía regresar a San Julián a reunirse con sus compañeros. Avanzó, costeando siempre, a través de 20 leguas, hasta que el 3 de mayo llegó a la desembocadura de un ancho río que recibió el nombre de Santa Cruz. Navegó algunas leguas más allá, pero fue asaltado por un terrible temporal que le hizo encallar en la playa y perder el navío. Su retorno para unirse al grueso de la expedición sólo pudo conseguirlo a costa de grandes sufrimientos.


La Conquista de la Tierra, de Juan Maluquer de Motes et al

Nota.- El año y nombre es un añadido mío para indicar a qué expedición se refiere el texto citado.



1616

El 23 de abril de 1616 murió Miguel de Cervantes en su casa de la calle del León de Madrid. En la misma fecha moría en Stratford William Shakespeare; en la misma fecha pero no el mismo día, ya que no habiendo adoptado todavía Inglaterra la reforma gregoriana del gregoriano, el 23 de abril de allí corresponde al nuestro de 3 de mayo. (…)


Aproximación al Quijote, de Martín de Riquer



1861

No existen mapas, fuera de los que se venden en las librerías; pero su ausencia es un inconveniente mínimo, ya que no hay un Estado Mayor capaz de utilizarlos para la confección de planes.
Scott sólo cuenta con servicios esqueléticos, cuyas cabezas, reunidas a veces en comité, no elaboraron nunca un cuerpo de doctrina. Como los subordinados del comandante en jefe no le hicieron ver jamás la urgente necesidad de aumentar considerablemente los efectivos, este sólo reclama una débil leva suplementaria de 42.000 voluntarios, en el ʺnuevo planˮ que el 3 de mayo presenta al Presidente. (…)

Aunque la flota de guerra de la Unión se encuentra en un estado mediocre —sólo se dispone de una docena de buques de vapor— Lincoln proclama desde el 29 de abril, el bloqueo a las costas confederadas. Sin tardanza se toman otras   medidas militares: una proclama del 3 de mayo decide aumentar el ejército en 23. 000 hombres y reclutar los 42.000 voluntarios pedidos por el general Scott; se prevé un efectivo total de 156.000 hombres para el ejército y 25.000 para la marina. (…)

ʺQuieroˮ, dice Lincoln después de desear buena suerte a Grant el 30 de abril de 1864, ʺexpresaros mi entera satisfacción por todo lo que habéis hecho hasta ahora. No conozco ni quiero hacerlo, vuestros planes en detalle. Sois confiado y vigilante; me siento feliz por ello, y me propongo no imponeros obligaciones ni trabas…ˮ

El ejército del Potomac siempre a las órdenes de Meade, que a su vez obedece a Grant, atraviesa el Rapidan el 3 de mayo por la mañana. Cuenta con 120.000 hombres, dos veces más que el de Lee, y su armamento es considerable. (…)


Abraham Lincoln
, de Jean Daridan (traducción de Christina Souverbielle y Juan Monsegur)




El Hombre que pagó ocho vacas por su Esposa

Son muchas las cosas que pueden transformar a una mujer. Algunas ocurren en su interior; otras, en el mundo circundante. Pero lo que más importa es lo que ella piensa de sí misma.

 

Cuento

Por Patricia McGerr

Cuando me embarqué rumbo a Kiniwata, una isla del Océano Pacífico, llevaba conmigo un cuaderno de notas. A mi regreso, lo traía lleno de observaciones acerca de la flora y la fauna del lugar, y las costumbres e indumentaria de los aborígenes. Pero la única anotación que todavía me interesa es la que dice: “Johnny Lingo le pagó ocho vacas al padre de Sarita”. Y no me hace falta ese recordatorio: cada vez que veo a una mujer menospreciar a su marido, o a alguna esposa humillada por el desdén de su cónyuge, me acuerdo de aquella anécdota. En tales ocasiones quisiera decirles a esas parejas: “Ojalá aprendieran de Johnny Lingo, el hombre que pagó ocho vacas por su esposa”.

Johnny Lingo no era exactamente su nombre, pero así le llamaba Shenkin, el administrador de la casa de huéspedes de Kiniwata. Shenkin era oriundo de Chicago, y acostumbraba americanizar los nombres de los isleños. A Johnny lo mencionaba mucha gente, a propósito de muchas cosas. Si deseaba yo pasar algunos días en la cercana isla de Nurabandi, Johnny Lingo me daría alojamiento. Si mi capricho era pescar, Johnny me conduciría adonde abundaran los peces. Si andaba yo en busca de perlas, él me traería las mejores, al mejor precio posible. Todos los habitantes de Kiniwata se referían a Johnny Lingo en forma encomiástica, y no obstante, al hacerlo sonreían de una manera un tanto burlona.


—Que Johnny Lingo le ayude a encontrar lo que usted quiere —me recomendó Shenkin—, y que él se encargue de regatear. Johnny sabe hacerlo bien.
—¡Ja! ¡Johnny Lingo! —exclamó un mozalbete que estaba cerca de nosotros, y soltó la carcajada.
—¿De qué se trata? —inquirí— Todo mundo me dice que vaya a Johnny Lingo, y luego se muere de risa. ¿Cuál es el chiste?
—¡Bah! A la gente le gusta reír —repuso Shenkin—, encogiéndose de hombros-. Johnny es el joven más fuerte y avispado de las islas. Además, considerando su edad, es el hombre más rico.
—Pero si es como usted dice, ¿de qué se ríen todos?
—De un pequeño detalle: hace cinco meses, cuando celebrábamos el festival de otoño, Johnny estuvo aquí y pidió la mano de una muchacha. ¡Pero le pagó al padre de ella nada menos que ocho vacas!

Ya conocía yo bastante las costumbres de las islas para que la noticia me impresionara. Con dos o tres vacas podía comprarse una esposa pasadera*, y con cuatro o cinco, una muy satisfactoria.

*Pasadera: Que goza de mediana belleza, aspecto o salud.

—¡Caramba! —exclamé— ¡Ocho vacas! Esa chica debe ser una beldad* como para dejar pasmado a cualquiera.

*Beldad: Mujer muy bella.

—No es fea —concedió Shenkin, con una leve sonrisa— Pero el más bondadoso de los hombres sólo podría decir de ella que es ordinaria*. Sam Karú, su padre, temía que se le fuera a quedar para siempre en casa.

*Ordinaria: Basta, vulgar, de poca estimación.

—¿Y recibió ocho vacas por ella? Es extraordinario, ¿no?
—Aquí jamás se había pagado tanto por una mujer.
—Pero dice usted que la mujer de Johnny es ordinaria.
—Dije que sería bondadoso describirla así. La pobre era flaca; andaba siempre con los hombros encogidos y con la cabeza agachada. Parecía que su propia sombra la espantaba.
—¡Vaya, pues!, el amor es ciego —comenté.
—Así es —convino Shenkin—. Y allí tiene usted por qué los isleños se ríen al hablar de Johnny. Les regocija  que el viejo pazguato* de Sam Karú le haya sacado ventaja al traficante más listo de las islas.

*Pazguato: Bobo, simple, tonto. Que se pasma o escandaliza de lo que ve u oye.

—¿Pero cómo pudo suceder eso?
—Nadie lo sabe, y todo el mundo se lo pregunta. Sus primos apremiaban a Sam para que pidiera tres vacas por Sarita y se negara a aceptar menos de dos, hasta que Johnny le diera una. Y así las cosas, Johnny se le presentó y le dijo: “Señor padre de Sarita, le ofrezco ocho vacas por su hija”.
—¡Ocho vacas! —murmuré— Me gustaría conocer a ese Johnny Lingo.

Yo quería pescar, y hacerme de algunas perlas. Así pues, a la tarde siguiente salté de mi barquilla en la playa de Nurabandi. Observé que cuando preguntaba cómo llegar a la vivienda de Johnny, su nombre no hacía asomar a los labios ninguna sonrisa maliciosa. Y cuando conocí a aquel joven delgado, serio, que amablemente me invitó a pasar a su casa, me complació ver que su gente lo trataba con un respeto ajeno a toda ironía. Nos instalamos en su vivienda, y charlamos un rato. Johnny me preguntó:

—¿Viene usted de Kiniwata?
—Así es.
—¿Hablan de mí en esa isla?
—Me han dicho que usted puede ayudarme a conseguir cualquier cosa que yo desee.

Johnny sonrió y continuó:
—Mi esposa es de Kiniwata.
—Sí, ya lo sé.
—¿Hablan de ella?
—Un poco…
—¿Qué dicen?
—Pues… nada… este… —la pregunta me descontroló—. Que se casaron por los días del festival.
—¿Nada más?

La curvatura de sus cejas me indicó que él bien sabía que me habían comentado algo más.

—Dicen que el convenio matrimonial se celebró mediante el pago de ocho vacas —hice una pausa— Y se preguntan por qué.
—Ah, ¿sí? —los  ojos de Johnny chispearon de placer—.  ¿Toda la gente en Kiniwata sabe lo de las ocho vacas?

Asentí con la cabeza.

—Y también en Nurabandi lo saben todos —declaró Johnny, el pecho rebosante de satisfacción—. En lo sucesivo, cuando se hable de convenios matrimoniales, siempre se recordará que Johnny Lingo pagó ocho vacas por Sarita.
—¡Ah!, pensé. He ahí la explicación: vanidad.


Entonces la vi. Entró en la habitación y puso sobre la mesa unas flores. Se quedó quieta un momento, le sonrió al joven que estaba junto a mí, y se fue en seguida, ligera. Era la mujer más hermosa que yo haya visto jamás. Sus hombros airosos, su mentón erguido, sus ojos fulgurantes: todo expresaba un orgullo al cual tenía derecho indiscutible.


Me volví hacia Johnny Lingo y noté que me estaba observando.

—¿La admira usted? —susurró.
—Sí… es gloriosa. Pero no es Sarita, la de Kiniwata.
—Sólo hay una Sarita. Aunque tal vez su aspecto no es el que dicen en Kiniwata que tenía.
—No, por cierto. Allá aseguran que no es bonita, y se ríen de que usted se haya dejado timar por Sam Karú.
—¿Cree usted que ocho vacas hayan sido demasiado? —me preguntó con una leve sonrisa.
—No; yo no. Pero, ¿cómo es posible que Sarita sea tan diferente?
—¿No ha pensado usted nunca —inquirió Johnny— en lo que significará para una mujer saber que su marido pagó por ella el precio más bajo? Cuando las mujeres hablan, se jactan de lo que su esposo dio por ellas. Una cuenta que fueron cuatro vacas; otra, que seis. ¿Cómo se sentirá la que fue entregada por uno o dos animales?  Yo no quería que eso le pasara a mi Sarita.
—¿Lo hizo usted, entonces, para que su mujer se sintiera feliz?
—Sí; quería hacerla feliz. Pero fue algo más que eso. Dice usted que se ve diferente; pues lo es en verdad. Son muchas las cosas que pueden transformar a una mujer. Algunas ocurren en su interior; otras en el mundo circundante. Pero lo que más importa es lo que ella piensa de sí misma. En Kiniwata, Sarita creía que no valía nada; ahora, sabe que vale mucho más que cualquier mujer del archipiélago.
—Así, pues, Johnny, lo que usted deseaba…
—Lo que yo deseaba era casarme con Sarita. La amaba entre todas las mujeres.
—Pero… estaba empezando a comprender.
—Pero —concluyó Johnny reposadamente—, deseaba tener una mujer que valiera ocho vacas.
 

 

© 1965 por Patricia McGerr. Condensado de “Woman’s Day” (Noviembre de 1965), de Nueva York, Nueva York.

Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo XCVI, Número 570, Año 48, Mayo de 1988, páginas 84-88, Reader’s Digest Latinoamérica, S.A., Coral Gables, Florida, Estados Unidos

Las  notas con asterisco son mías.

viernes, 2 de mayo de 2025

Un Día como Hoy en un Libro

1808
 

Carlos III (1759-1788) firmó el Pacto de Familia con Francia, que le obligó a continuas guerras. Decretó la expulsión de los jesuitas (1767). Su reinado fue una típica expresión del ʺpensamiento ilustradoˮ. Fue sucedido por Carlos IV (1788-1808), quien participó en la lucha contra la Covención francesa, aunque al final hubo de firmarla Paz de Basilea (1795) y un tratado de alianza con Francia. La flota española fue derrotada en San Vicente (1797) y Trafalgar (1805). (…) Las riendas del gobierno fueron llevadas por el favorito de la reina, Manuel Godoy. Las disensiones de éste con el príncipe heredero, Fernando, y las malas relaciones entre los  miembros de la familia real, fueron aprovechadas por Napoleón, que consiguió la marcha a Bayona de todos ellos. Carlos abdicó en favor de Fernando, pero le devolvió la corona a instancias de Napoleón, quien, a finde cuentas, recibió de Carlos todos los derechos dinásticos (mayo 1808).
Guerra de la Independencia (1808-1813)
El pueblo de Madrid ignorante de los sucesos de Bayona se sublevó el 2 de mayo contras las fuerzas francesas. Este fue el arranque de la Guerra de Independencia en la que pasaron a la historia las batallas de Bailén (1808), los sitios de Zaragoza (1808) y de Gerona (1808-9) y las batallas de Arapiles (1812), Talavera y Vitoria (1813).


Informatodo 1972
Informatodo 1973


Hazañas militares en América Latina
(siglos XVIII y XIX)


1864-66 Tentativa de restauración española

Una escuadra española al mando de los almirantes Pinzón y Méndez Núñez tomó las islas peruanas de Chincha (14 de abril de 1864), en un esfuerzo de Isabel II para recuperar sus antiguas posesiones americanas del Pacífico. Entre las naves españolas figuraba la fragata blindada ʺNumanciaˮ, de 7500 toneladas y 40 cañones, una de las naves más poderosas del mundo en esa época.

La escuadra aliada de Chile, Perú, Ecuador y Bolivia, al mando del capitán peruano Villar derrotó a  los españoles en la batalla de Abtao (7 de febrero de 1866), frente a las costas chilenas. La escuadra española bombardeó a Valparaíso (31 de marzo) y el Callao (2 de mayo). (…)


Perú

En 1864, España ocupó las islas de Chincha; el Perú, en alianza militar con Chile, Bolivia y el Ecuador, derrotó a a la escuadra española en el Callao (mayo 2, 1866).


Almanaque Mundial 1977


Edmundo Cotteau
Lima
(1878)
Las murallas de Lima han sido demolidas recientemente y reemplazadas por nuevas calles: pero todos estos barrios se construyen lentamente; la crisis comercial y monetaria que sufre el Perú paraliza todo espíritu de empresa. Se ha colocado a la entrada de la ciudad, por el camino del Callao, un hermosísimo monumento, destinado a perpetuar el recuerdo del 2 de mayo de 1866, fecha célebre en la historia peruana. Ese día, el ataque de once navíos españoles contra las baterías del Callao fue repelido por las tropas regulares, unidas a la población. Me acordaba haber visto el modelo de esta obra notable, a la entrada del Palacio de la Industria, en París, donde estuvo expuesta durante toda una estación (…)

(De Pequeña Antología de Lima)

Varios autores. Festival de Lima Edición Antológica, Volumen IX Viajeros, Concejo Provincial de Lima, Lima, Perú, 1959, página 145

1926
Mayo 2. Ante la sublevación nicaragüense tropas norteamericanas desembarcan en el país para mantener el orden.

1933
Mayo 2. Supresión de los sindicatos en Alemania.

1935
Mayo 2. Tratado de asistencia mutua entre Francia y la U.R.S.S. de 5 años de duración.

1945
Mayo 2. El ejército ruso toma Berlín. Capitulación de las fuerzas alemanas en Italia

Informatodo 1973

1967
Vietnam: las fuerzas terrestres de Estados Unidos aumentan a 427.000 hombres (mayo 2).

Almanaque Mundial 1971

1972
Mayo 2. Muere J. Edgar Hoover,  director de la Oficina Federal de Investigaciones de los Estados Unidos.
—El presidente Somoza de Nicaragua entrega el poder a un triunvirato que gobernará hasta las elecciones de 1974.
—Mueren 91 obreros en el incendio de una mina cerca de Kellog, Idaho, Estados Unidos.

Almanaque Mundial 1973

1981
Mayo
2. Fue tolerada en Argentina la Marcha del Silencio, organizada por las Madres de la Plaza de Mayo.

Todomundo 1982, Bruguera

1982
Mayo
2. Gran Bretaña informa sobre los daños causados al aeropuerto y aviones argentinos de las islas Malvinas, mientras Argentina declara que había destruido cinco, y hasta quizá once, aviones Harrier británicos.
Un submarino británico ataca y hunde al crucero argentino ʺGeneral Belgranoˮ cuando éste se encontraba fuera de la zona de guerra. Gran Bretaña declaró que la nave y dos destructores que la escoltaban representaban una seria amenaza para su flota.

Almanaque Mundial 1983





Colección Biblioteca Histórica Grandes Personajes

Ediciones Urbión/Hyspamerica
1983-1985

 

 —Gregorio Gallego. Goya

—Francisco Ribes y Josefina Escolano. Picasso

—Arturo Margariño. García Lorca

—Consuelo Reyes Torrent. Miguel Ángel

—Blanca Sánchez de Muniain. Sigmund Freud

—Ernesto García Camarero. Albert Einstein

—Carmen Penella. Leonardo da Vinci

—Pierre Nouaille, Claude Gullaumin y Alain Manevy. Hitler

—Isidore Latour de Saint-Ybars. Nerón

—Gregorio Gallego. Kennedy

—María del Sol López. Napoleón

—Bernard Michal. Stalin

—Gregorio Gallego. Cristóbal Colón y el descubrimiento de América

—Waldo Leirós. Santiago Ramón y Cajal

—Juan José Abad. Manuel de Falla

—Jaime Jérez. Che Guevara

—Eduardo García del Real. José de San Martín

—Ricardo Lorenzo Sanz. Simón Bolívar

—Manuel Matji. Charles Chaplin

—Carlos Qujjano y Carlos Eguía. J.J. Rousseau

—Fernando Martínez Laínez. Thomas A. Edison

—Cristina Martín Bustamante. Martin Luther King

—Isaac Montero. Abraham Lincoln

—Manuel Penella. Franz Kafka

—Pedro Rodríguez Santidrián. Tomás de Aquino

—José María Montero Pérez. Charles Darwin

—Ana Jáuregui. Von Braun

—Héctor Anabitarte. Gandhi

—Jesús Pardo. Dante

—Antonio Arribas Palau. Los Íberos

—Manuel Penella. Van Gogh

—Anónimo. Mao Tse Tung (Mao Zedong)

—Bernard Michal. Churchill

—Pedro Rodríguez Santidrián. Lutero

—Manuel Penella. Beethoven

—Engracia Martínez. Miguel de Cervantes

—Feliciano Blázquez. Juan XXIII

—Héctor Tizón. Shakespeare

—Marta Susana Eguía. Marx

—Héctor Anabitarte y Ricardo Lorenzo Sanz. Nicolás Copérnico

—Ana Jáuregui. Pascal

—Carlos Eguía. El Greco

—Joaquín Fernández. Julio César

—Claude Guillaumin, Pierre Guillemot y Brigitte Friang. Los Grandes Espías

—Gregorio Gallego. Benjamin Franklin

—Marcelino Guerrero Villoria. Confucio

—Guy Claise. Hernán Cortés y la conquista de México

—Mariano Tudela. Valle Inclán

—W.H. Prescott. Pizarro y la conquista del Perú

—Mariano Tudela. Pío Baroja

—Luis Reyes. Julio Verne

—Héctor Anabitarte. Bartolomé de las Casas

—César Ballester. Benito Pérez Galdós

—David Viñas. Louis Pasteur

—Jesús Pardo. Galileo

—Pedro Sánchez Palencia. Carlos I

—Fernando Martínez Laínez. Miguel Servet

—Varios autores. Newton

—Javier de Juan y Florentino Pérez. Fleming

—Manuel Penella. Richard Wagner

 

 


jueves, 1 de mayo de 2025

Justicia del Desierto

Por James L. Barton
Doctor en Teología, autor de «Daybreak in Turkey», «The Story of Near East Relief», etc.

En este cuento policíaco del desierto, que publicó por vez primera la revista The Youth's Companion, el doctor Barton revela su conocimiento del mundo árabe, y pone de manifiesto, con pintoresca gracia, la sutileza de ingenio de los musulmanes.



FORMANDO parte de la expedición del jeque árabe Mahmoud Ibn Moosa, dueño de una caravana de noventa camellos, dejé muy de mañana la ciudad de Aintab, en Siria, para dirigirme a Bagdad por la llanura de Mesopotamia. El barbudo jeque montaba un asno blanco de gran tamaño al que trataba con ostensibles muestras de consideración y respeto. Jeque y asno descansaban por la noche en la misma tienda y raramente se les veía separados durante el día. Los diecinueve hombres de la caravana eran ignorantes hijos del desierto. Su única ley eran las órdenes del jefe, de cuyas manos recibían premios y castigos con estólida impasibilidad.


Tenía yo ochenta monedas de oro en una maleta de cuero que guardaba por la noche en mi tienda. El primer cuidado mío al levantarme era meterla mano en la maleta para saber si el saquito del dinero continuaba allí. La mañana del noveno día me quedé de una pieza al ver que el saquito había desaparecido.
Inmediatamente acudí a Ibn Moosa

—Mahmoud Ibn Moosa—le dije—hace ocho días que soy invitado tuyo y quiero darte las más sinceras gracias por tu espléndida hospitalidad.
Ibn Moosa se golpeó el pecho con la palama de las manos y repuso:
—Dar hospitalidad es el mayor deleite de un árabe.
—Con gran dolor —continué— me veo obligado a decirte que una sombra ha nublado el sol de mi gozo. Me ha ocurrido algo que, en mi calidad de invitado, juzgo deber mío revelar a mi huésped.
Lo puse al tanto de la desaparición del dinero. Tras de hacerme algunas preguntas, se sentó y estuvo silencioso un buen rato, mientras se acariciaba pausadamente las fluviales barbas. Luego me dijo:
—Estaremos acampados todo el día de hoy. Hay que reparar alagunas enjalmas y herrar tres o cuatro borricos. Antes de la puesta del sol recobrarás tus monedas de oro. ¡Inshalla! Vete en paz.

Como una hora después lo vi alejarse del campamento.  Iba solo. Ya era pasado mediodía cuando volvió y, dando orden de que nadie lo molestara, entró en la tienda  y corrió la cortina. He de confesar que empecé a sentir inquietud por mi dinero. El único que podía recobrarlo y devolvérmelo dormía a pierna suelta. Tres horas después salió para pedir la comida. Mi desconfianza había y no excluía ya al mismo jefe.
Pero cuando terminamos de comer, el viejo jeque surgió de la tienda, vestido con sus prendas más lujosas, y se encaminó con ceremoniosa lentitud al montón de las mercaderías  que se levantaba en medio del campamento. Encaramose ágilmente, sentose en lo más alto, hizo señas para que me pusiese a su lado y ordenó con voz severa:
—¡Aquí todos los hombres!

Cuando estuvieron reunidos ante esa especie de trono, el jeque miró con estudiada insistencia todos aquellos rostros inexpresivos que tenían fijos en él los ojos. El mudo escrutinio se prolongó, cuando menos, por cinco minutos. El silencio era tan penoso que yo sentía la tentación de romperlo. Saltaba a la vista que los hombres estaban conturbados; no movían músculo ni cambiaban la dirección de sus miradas. Por fin el jeque empezó a hablar con tono mesurado.
—Hoy —dijo— mi nombre ha sido deshonrado ante este howadji (viajero) y ante Alá. El robo es siempre un crimen espantoso que Dios y los hombres execran; pero aquel que roba a sus invitados es siete veces maldito. Este howadji puso en mí su confianza. Ha sido, no obstante, robado en mi propia casa. Como no ha venido al campamento ningún extraño, es claro que el ladrón se encuentra entre vosotros. Con la desvergüenza del mismo Satán, se sienta ante a mí y trata de ocultar su crimen.

Al llegar a este punto, el jeque prorrumpió en imprecaciones, clamando que ningún castigo era bastante severo para el criminal y que el mismo Dios se cubría el rostro cuando miraba a aquellos hombres entre los cuales tenía sitio tan empedernido pecador. Describió la indignación de Alá que le pedía destruir al culpable y devolver el oro. Su voz se había ido elevando a medida que avanzaba en su peroración; pero, repentinamente, hizo una pausa y, recobrando el tono reposado, continuó:
—El asno blanco que está en mi tienda es descendiente directo de Alborak, el fabuloso animal blanco que montó Mahoma para ir de La Meca a Jerusalén y de Jerusalén a La Meca, pasando por los siete cielos. Está dotado de fino sentido profético y nunca deja de  revelar la verdad divina. El espíritu de Mahoma el Grande está con mi asno y lo utiliza para dar a conocer el pensamiento de Alá. Ahora va a decirme quién es el que ha cometido este horrendo crimen. El asno no habla nuestra lengua porque tiene garganta de asno, pero su espíritu es el espíritu de Dios. Hará uso de su propia lengua para denunciar al culpable. Os mando que entréis en la tienda uno por uno. Corred la cortina para que nadie más que el asno y Alá pueda veros. Luego tirad la cola del asno. Cuando toquen la cola manos inocentes, el asno permanecerá en silencio; pero tan pronto como la mano del ladrón se pose allí, empezará a rebuznar. El rebuzno será su mensaje para nosotros, que nos apoderaremos del ladrón y lo mataremos sin piedad.

El hombre que estaba de último en la fila recibió orden de ir el primero; se levantó solemnemente, entró en la tienda, corrió la cortina, permaneció dentro algunos segundos y volvió a su sitio. El jeque hizo seña al segundo hombre, luego al tercero. Era difícil distinguir si los hombres estaban más emocionados que yo, o si lo estaba yo más que ellos. Doce hombres entraron y salieron sin que se oyera el rebuzno. Trece, catorce, quince, dieciséis; ya sólo faltaban tres. Mi ansiedad iba en aumento. Diecisiete, dieciocho; ya entraba en la tienda el último.

Iba a tener lugar el desenlace si el arbitrio no fracasaba. El último hombre entró y volvió a salir sin que se oyese nada. Habíamos confiado el problema a un borrico y nos había defraudado.

Pero Mahmoud Ibn Moosa me dijo por lo bajo:
—No diga nada, todo va bien.
Los hombres habían vuelto a sentarse en el mismo orden de antes.
—Poneos en pie —ordenó el jeque.
Cuando todos le obedecieron, añadió:
—¡Extended las manos las manos con las palmas hacia arriba!

Todos los hombres extendieron las manos. Ibn Moosa descendió del pedestal y, dirigiéndose hacia el primer hombre que había entrado en la tienda, se detuvo ante él y hundió la faz en sus palmas extendidas. Permaneció así así cinco segundos, y repitió la operación con el siguiente hombre. Yo me devanaba los sesos tratando de adivinar el sentido de todo aquello. Llegó al duodécimo hombre, hundió la cara en sus palmas, se enderezó súbitamente, dio un salto atrás, tiró de la espada y rugió con voz de trueno:
—¡Tú, perro ladrón, saca ese oro al instante o te destripo aquí mismo!

El hombre hundió la cara en el suelo pidiendo gracia, se  paró de un salto, salió fuera del círculo que formaban los camellos, levantó un pedrusco plano y volvió con mi saquito de lona.
—¡Dáselo al howadji!

Puso el hombre la bolsa en mis manos y vi que el oro estaba intacto. Dos hombres recibieron orden de azotar al ladrón. Tras de algunos azotes no demasiado fuertes, pedí gracia para él, y fue perdonado. El jeque entró en su tienda y la reunión se disolvió.

Estaba muy satisfecho por haber recobrado mi dinero, pero me perseguía aguijoneándome la curiosidad de saber cómo había sido descubierto el ladrón. No acertaba a dar con explicación alguna que me satisficiera.

Cuando emprendimos camino la siguiente mañana, pedí al jeque que me descubriese francamente el misterio. Me miró con cómica expresión y dijo:
—No se lo digas a mis hombres, pero la cola del asno estaba impregnada de una solución de menta que dejé secar. Todos tiraron de la cola menos el ladrón. Sus manos eran las únicas que no olían a menta.
—¡Mashallah! —repliqué—. ¡Dios es grande!



Condensado de un cuento original de James L. Barton

Revista Selecciones del Reader’s Digest, Marzo de 1947, Tomo XIII, N° 76, págs. 58-60, Selecciones del Reader’s Digest, S.A., La Habana, Cuba


James Levi Barton (1855-1936): Misionero y educador protestante estadounidense que dedicó su vida a establecer y administrar escuelas y universidades en Oriente Próximo, y a supervisar las labores de socorro en esa región antes y después de la Primera Guerra Mundial. Wikipedia

Inshallah (إن شاء الله): Expresión árabe, que significa "si Dios quiere" o "si es la voluntad de Dios". Se utiliza para expresar la esperanza en la realización de algo futuro, reconociendo que todo depende de la voluntad divina. Wikipedia y otros.

Enjalma: Especie de aparejo de bestia de carga, como una albardilla ligera.  DLE RAE
Conturbado. adj. Revuelto, intranquilo. inquieto, intranquilo, confuso, perturbado. DLE RAE

Mashallah. El significado literal de mashallah en español es ‘lo que Dios ha querido‘. eiarabe.com