Por José Diez-Canseco
Es una calle cuando el alba no asoma todavía.
En la sombra húmeda de la esquina despereza un policía el trasnochado cansancio de su ineficacia. Un gallo enarca su clarín sin brillo y en el cielo teorizan las estrellas una inenarrable melodía de guiños. No se sabe de dónde llegarán dos voces rotas que valsan una queja en el din-dón de unas vihuelas próceres. Es una jarana.
Es una jarana y es toda la expresión de Lima.
Ninguno de sus poetas, ninguno de los que hicieron del lirismo una expresión limeña, pudo jamás decir lo que una jarana dice. No es la fiesta que sintetiza apasionado jiro afroperuano, sino la expresión auténtica de la ciudad. Por esas voces que el aguardiente rompe, por esas guitarras que retozan y por ese cajón que ríe, Lima dice lo más auténtico que en su alma queda: la lírica querella y, sobre todo, porque es lírica, es absoluta y deliciosamente limeña.
Y también porque es popular. La jarana nace en el callejón húmedo y oscuro, en el santo de un compadre calvatrueno. Desde el día anterior llegan, junto con los saludos engreidores, las botellas de pisco y chicha y las viandas que son siempre las mismas: arroz con pato de la cena y chilcano lechucero. Ya se apalabraron, donde el italiano de la esquina, los tres o cuatro más íntimos para la serenata y para parar el baile en casa del festejado. En esa casa humilde —lamparín de kerosén, carátulas de revistas, postales y el retrato de un caudillo de cualquier partido―, se han arrinconado el lecho de los críos y el catre cónyuge. Y la comadre, con las greñas anudadas entre los dientes escasos de una peina, ha barrido y regado el piso de tierra pura. Luego, ha ordenado al mayor de los muchachos:
—Norberto, and’a comprarme un paquete de velas donde don Nicola…
El marido ha ido al camal, cuando camal había por el corazón de buey y las tripas del choncholí.
Esta jarana ha sido la preocupación de la semana. Días antes, cuando el hombre rendido de trabajo llegaba al refugio del hogar miserable, la compañera le recordaba con regocijada pertinacia la fecha prócer:
―Pa’l sábado son tus días…
Y ahora que hemos pasado por la calle hasta la que llegan los ecos de las vihuelas y las voces quejumbrosas:
perjura juiste, mujer
por ti murió m’ilusión…!
podemos atisbar desde la puerta del callejón el brillo de la fiesta que está que arde…
Entremos: Somos viejos amigos del compadre del cuñado del primo del amigo del festejado… Es más que suficiente este largo título para que, desde nuestro arribo, el dueño de la fiesta alargue copa y botella y, sin perder respetos, ofrezca con fiera hospitalidad amiga:
—Con usted, don Pepe…
E insinué luego, señalando a la más linda de las mozas de canela, una invitación que no se desaira nunca:
―Una güertecita, don Pepe…
Y no será una. Serán mil vueltas las que valsarán al compás de esas guitarras y de esas voces que tienen siempre como tema de sus canciones la queja excesiva de los desencantos. Toda la noche, en la sala que fue dormitorio, aquello compadres de la tira, hábiles en el briscán y eruditos de aguardiente, cantarán sin descanso.
Hasta que llega la hora lechucera del chilcano.
Se apaciguará un instante el festejo rojo mientras sirven el guiso inefable y ardiente, y en este espacio de tiempo se comentará el brillo de la fiesta que viene rodando desde las nueve de la noche. Y ya para terminar, sin que nadie lo haya pedido sino por espontánea eclosión de criollo-trascendente, la melodía se hará quizás más triste en la efusión norteña de un tondero:
Quién te dio la cinta verde,
zamba como no
quién te dio la barriguita,
que te dé la colorada…
paisana,
que te mantenga en la cama!
Ah, como no invitar entonces a una zambita que, de fijo, se llama Zoraida, o a esa otra china mimosa y que ríe con los ojos rasgados, por la boquita carnosa, que es tierna y ágil y que nos ha dicho a medianoche:
—Rosa Adela Gómez, una servidora…
Allí, sobre la tierra del suelo, purita tierra, allí se van a tejer los encajes de la danza peruanísima.
Allí, en medio del corro enardecido de los compadres pendencieros y de las hembras encandiladas, aquella moza va a ondular como una zacuarita alegre. Toda la gloria juvenil de su carne va a decir el ritmo exultante del tondero y va luego a arrancarse con una fuga como Dios manda, aunque yo no sé si estas cosas las manda Dios… Ella va a bailar con la gracia leve y fácil con que una golondrina vuela. Nadie le enseñó el arte difícil de los dengues ni el encanto sutil de la sonrisa. Todo esto aprendió aquí, lo aprendió en el galpón limeño, viendo a su madre y recordando a su abuela. Ella no hace sino moverse con una gracia que heredara como una capellanía de encantamiento. Y allí está.
¿La veis? Si es Rosa Adela. No turbéis con una voz insólita el rubor de la moza que se siente contemplada. Esperad. Este es el preludio de las guitarras y las voces no dicen todavía el sonriente piropo ni el desencanto sonriente. Allí también espera con la gravedad de un rito inolvidable el prieto que tiene el cajón entre las piernas y el pañuelo negro en el cuello. Ahora, ahora es cuando.
Ella avanza con una timidez de paloma que se engríe a sí misma. El mozo la recibe en la mitad de la sala y ella fuga al otro extremo en donde se deja contemplar con un mal disimulado rubor en las mejillas y una aturdida sonrisa entre los labios. Y gira en la danza y se contonea con la morbidez sensual de una voz que no halla respuesta. Es Lima, es la ciudad cuatrocientos años vieja y eternamente joven.
Es Lima, toda la alegría típica y el dengue disforzado de la ciudad eminente. En ella, en esa Rosa Adela que quizá nunca más veremos, está toda la gracia de esa ciudad campanera y revoltosa que puso en jícaras de mozas-malas y en ritmos locos de congas toda la trifulca de su vida.
Ella baila. El seno lindo se alza con la efusión agitada del baile. En las orejitas morenas brillan las dormilonas de oro viejo y la cabecita se ladea dulcemente sobre el hombro cálido. Los pies brillan en la asimetría de sus dibujos perfectos y hasta la calle, luego, llegan los aplausos encendidos y el júbilo de las voces exigentes:
―¡Una sin otra no vale!
Un poeta, que de estas cosas conocía, escribió un libro de nostalgias: “Una Lima que se va…” No. Lima no se ha ido, Lima no se está yendo, es muy difícil que Lima se vaya… Siempre quedará en la miseria de un callejón sombroso un compadre que “cumpla sus días” y una tropa alegre de amigotes que festeje el natalicio. Si algunos se perdieron en el cono oscuro del recuerdo, otros surgen por las barriadas de la leyenda con el mismo afán exultante de jaranas y la misma intención guitarrera. Lima no se ha ido. ¡Qué se va a ir! Aquí está la vieja ciudad del sahumerio, de los hermanos del Señor de los Milagros.
Aquí está Lima con sus mismos jazmines y sus mozas, con sus turrones y sus gallos, con sus piropos y sus lirismos, poniendo siempre en cada cuerda de sus violas y en cada palabra de sus coplas, la misma intención de nostalgia y de sonrisa, de una nostalgia que no se confiesa y de una sonrisa que no abre, porque los criollos del Perú conocen la orgullosa delectación del silencio.
Otras cosas se marcharon definitivamente. Otras cosas que eran simples matices, pero jamás la esencia. Porque aquello que es el espíritu de Lima, aquello que es la médula de la ciudad voluble, eso está permanente, definitiva, eternamente instalado en el alma retozona de los zambos.
Vayamos por sus viejas calles por las transcurre la sombra veneranda de Ricardo Palma, volteriano Comendador de la Sonrisa. Aquí quedan las sombras que se mueven en el júbilo de las Tradiciones ¡oh patriarca admirable de lo pícaro limeño! Quizás en este momento en que se habla de homenaje y a mí se me piden estas líneas, la sombra del viejo tradicionista estará sonriendo de un Olimpo absolutamente criollo, en donde flotan las sombras de Francisco de Carvajal y santa Rosa, de Modesto Gavilán y la “Nariz de Camello״, del Licenciado Paja-Larga y don Dimas de la Tijereta, el tremendo escribano que supo jugársela al propio diablo, tan señor nuestro...
Ya no sé qué homenaje se podrá hacer a Lima en este cuarto centenario que no tiene importancia en la cronología y que es banal en nuestro sentimiento. Que es banal porque los que en Lima nacimos, aun cuando nuestro espíritu haya fugado a otros a otros territorios sentimentales, siempre guardamos como una saudade mínima la cálida efusión de su alegría y la burlesca inquietud de sus azahares. Y así, da lo mismo repetirá hora, que todos los días, las mismas palabras con que arrulla nuestro cariño a la vieja ciudad montonera y jaranista.
He vuelto a Lima, después de una ausencia que mi nostalgia hacía más grande. He vuelto a Lima con otra inquietud y otro anhelo. Pero he aquí que tuve la compensación pronta en el gesto insignificante de dos amigos que de mí no podrán esperar nada, de dos amigos humildes: dos vendedores de periódicos.
En la esquina de Judíos y la Plaza de Armas, en las gradas del atrio de la Basílica, hay un puesto de vendedores de periódicos y lotería. En esa esquina me detuve para tomar un vehículo cuando me sorprendió una voz que mi ausencia no ha podido hacerme olvidar:
—¡Don Pepe!
Era una mujer todavía joven, y su marido. El abrazo con que ambos me saludaron tuvo una efusión fraterna. Y sin esperar más, con la confianza de una amistad y de un compañerismo de no sé cuántos años, los mismos que ellos venden y yo escribo periódicos, me instaron con dulce y cálida llaneza:
―¡Vamos a tomarnos un pisco!
En la taberna sórdida de un japonés dulcero nos sirvieron un brebaje de kerosene y alcohol. Sin un gesto, de un estoicismo del que me enorgullezco, brindé con los dos compadres:
—Salud, Domingo…
―Salud, Don Pepe…
Bebimos. La mujer de Domingo me asediaba a preguntas. Un rato se prolongó esta charla que me punzaba con cierta nostalgia por mis primeros años de escritor para el público, cuando medio en broma y medio enserio yo creía que mi palabra sin trascendencia podría tener importancia en un país en en que nada es importante…
Y me marché. Me despedí de aquellos dos seres que tan franca, alegre, cariñosamente me invitaban el veneno del japonés tremendo. Me marché con cierta pena por las cosas que ya no son, pero con la certidumbre alegre de saber que aquí, en esta tierra adorable y criolla, la ausencia tampoco tiene importancia…
Y ahora que escribo estas líneas recuerdo el consuelo que tuve al encontrar en mi tierra pequeña y jocunda a estos dos amigos que después del abrazo estruendoso me hicieron la guaragua del rito:
ꟷ¡Con usted, Don Pepe!
(De Lima: Coplas y Guitarras)
Varios autores. Festival de Lima Edición Antológica, Volumen VI Crónica, Concejo Provincial de Lima, Lima, Perú, 1959, págs. 147-153
Notas
José Diez-Canseco Pereyra: Escritor y periodista peruano (1904-1949). Autor de novelas, libros de cuentos, poesías, ensayos y artículos periodísticos.
Jiro: Referido a un gallo de pelea, que tiene las plumas de la golilla y las alas de color amarillo, y las del cuerpo negras. RAE
Afroperuano: Término que designa a la cultura de los descendientes de las diversas etnias africanas subsaharianas que llegaron a Perú durante el Virreinato, logrando cierta uniformidad cultural. Wikipedia
Calvatrueno: Hombre alocado, atronado, poco cuerdo. RAE, Gran Diccionario de la Lengua Española Larousse
Chilcano: Caldo de pescado.
Lechucero: Persona que trasnocha o le gusta hacerlo. RAE
Kerosén: Keroseno, kerosene, querosén, queroseno, querosene. Líquido inflamable usado como combustible para lámparas, al igual que para calentar y cocinar.
Greña: Cabellera revuelta y mal compuesta. Usado más en plural. RAE
Peina: peineta o peinecillo.
Choncholí: o chinchulín o tripas, se refiere al intestino delgado del ganado vacuno.
Tira: Policía, detective.
Briscán: Juego de cartas, naipes o barajas que se asemeja a la brisca española.
Zacuarita: El texto lo dice así pero debe referirse a la Tacuarita que es una especie de ave que vive en una gran parte de América.
Dengue: Melindre que consiste en afectar delicadezas, males y, a veces, disgusto de lo que más se quiere o desea. Afectación, remilgo. RAE
Galpón: Casa grande de una planta. Cobertizo de gran tamaño.
Una Lima que se va (1921): se refiere a la obra escrita por el poeta y escritor José Gálvez Barrenechea (1885-1957), en donde habla de la Lima de antaño con sus tradiciones y costumbres.
Moza-mala: baile típico en festividades peruanas.
Dormilonas: pendientes, aretes de oro. Se les llama "dormilonas" porque, debido a su comodidad, muchas personas las llevan puestas incluso al dormir.
Nariz de Camello, don Dimas, etc: se refiere a personajes que figuran en las tradiciones del autor Ricardo Palma.
Guaragua: Circunloquio, rodeo innecesario al hablar. Diccionario de Americanismos ASALE
Saudade. Del portugués saudade. Soledad, nostalgia, añoranza. Sinónimos: nostalgia, añoranza, soledad, melancolía, morriña. RAE
Azahar: Flor blanca, y por antonomasia, la del naranjo, limonero y cidro. RAE
Calle de Judíos: Cuadra 2 del actual jirón Huallaga en Lima.
Jocunda: Plácida, alegre, agradable, risueña, amena, apacible, etc.
Las notas son un añadido de mi parte.