Yo deseaba que nadie dejara de disfrutar de esa maravilla
Por Robert Kyff
Mi vecina, la señora Gargan, fue la primera en señalármelo.
—¿Ya vio usted el árbol?— me preguntó un día en que estaba sentado en el jardín trasero de mi casa, disfrutando plácidamente de un crepúsculo de octubre—. El de la esquina. Se ve hermoso con tantos colores. Debería usted verlo.
Le dije que lo haría, pero pronto lo olvidé. Tres días después iba trotando por la calle con la mente llena de preocupaciones triviales, cuando un estallido de color naranja brillante atrajo mi mirada. Por un instante creí que se estaba incendiando una casa. Luego me acordé del árbol.
Cuando me hallé más cerca, aminoré el paso hasta caminar. En la forma del árbol no había nada de particular, se trataba de un arce de tamaño mediano. Pero la señora Gargan tenía razón: sus colores eran fascinantes. Como remolino de manchas en la paleta de un pintor, el árbol despedía un resplandor carmesí en las ramas bajas, ardía con vívidos amarillos y naranjas en el centro y alcanzaba un borgoña oscuro en lo alto. Entre esos colores ardientes descendían en cascada arroyuelos de hojas verde pálido y manchones de hojas verde oscuro, no tocadas aún por el otoño.
Me acerqué con la veneración con que un peregrino se acerca a un santuario, y advertí la presencia de varias ramas desnudas cerca de la punta; las varitas negras que salían de ellas arañaban el aire como garras. Las hojas muertas tapizaban de color escarlata el suelo próximo al tronco.
El árbol parecía un globo terráqueo que abarcara en sus amplias ramas todas las estaciones y todos los continentes: la primavera y el verano del Hemisferios Sur en los verdes pálidos y oscuros, el otoño y el invierno del norte en los amarillos refulgentes y las ramas desnudas. El planeta entero parecía suspendido en el eje de este pastiche.
Mientras me deleitaba con su belleza, me vino a la mente lo que comentó el poeta Ralph Waldo Emerson acerca de las estrellas. Sil as constelaciones aparecieran sólo una vez cada mil años, observó, ¿qué acontecimiento tan emocionante sería? Per o apenas si les prestamos atención porque podemos verlas todas las noches.
Pensé lo mismo con respecto al árbol. Como su majestuosidad dura tan sólo una semana, deberíamos apreciarla en lo que vale. Y yo por poco me la pierdo.
En cierta ocasión, el padre de la poetisa Emily Dickinson vio un espléndido despliegue de luces boreales en los cielos de Massachusetts, y echó al vuelo la campana de la iglesia para avisar a la gente del pueblo. Sentí ganas de hacer lo mismo. Deseaba que nadie dejara de disfrutar de esa maravilla.
No habiendo a la mano una campana, a cuanto vecino me encontré en el camino de regreso a casa le hice la misma pregunta —sencilla pero trascendental— que me había hecho la señora Gargan: “¿Ya vio el árbol?”
© 1990 por Robert S. Kyff. Condensado de “Hartford Courant” (21-X-1990), de Hartford, Connecticut.
Revista Selecciones del Reader’s Digest, Tomo CVII, Número 638, Año 54, Enero de 1994, páginas 89-90, Reader’s Digest Latinoamérica, S.A., Coral Gables, Florida, Estados Unidos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
No ponga datos personales porque Internet no es tan confiable y por seguridad tendremos que borrarlos. No conteste en temas muy viejos salvo en los de las colecciones y en los más recientes.