jueves, 2 de septiembre de 2021

Por un Perro

Novela Corta en un Tribunal


Por Henry H. Curran 

Presidente de Sala del Distrito de Nueva York

 

Aunque la citación dijese «por retener indebidamente propiedad ajena», yo ya sabía que, en casos así, esa propiedad suele ser un perro.

Compareció la demandante. Joven, esbelta, agraciada: de ojos azules, cabello oscuro y facciones que hacían aún más interesantes la palidez que las cubría.

Acompañada por su madre, fue declarando lo ocurrido. Un perro de pastor alemán, Danny se llamaba, al que habían criado en casa desde cachorrillo, anduvo perdido durante seis meses.

 —Al fin...

Aquí la madre tomó la palabra:

 —Al fin lo encontró mi esposo. Lo llevaba él—señalando al demandado—. El perro era el nuestro, no cabía duda—continuó la señora.

 — ¿Dónde está el perro?—pregunté entonces.

 —Lo tienen abajo, señor Juez—contestó con acento en que vibraba la indignación, el demandado,un mozo cuyo aire de honradez predisponía en su favor—. Le aseguró a usted que el perro es mío—agregó en seguida—. Me costó mi plata comprarlo. No veo por qué han de quitármelo Estoy muy encariñado con él, y él también me quiere.

 —¿Trajo usted la matrícula de ese perro?—le dije.

 —Sí, señor Juez.

Examiné la cédula que me había entregado. Estaba en regla. Escuché luego con gran atención todo cuanto el muchacho fue alegando. Daba la impresión de que decía la verdad. Mis preguntas no le hicieron incurrir en ninguna contradicción. Por un par de veces tuve que advertirle que, al hablar, debía dirigirse al tribunal, y no a la demandante, de la cual no apartaba la vista. Pero esto, claro es, no era motivo para dudar de su veracidad.

 —Habrá que dejar que sea el mismo  perro el que nos saque de dudas—dije, dirigiéndome al demandado y a las demandantes—, tomen ustedes nota de las instrucciones que yo vaya dándoles, las cuales han de seguir al pie de la letra.

Acto continuo indiqué a la joven y a la madre que se retiraran a la sala contigua. Cuando lo hacían, noté que el demandado no cesaba de mirar a la primera de ellas, hasta que desapareció detrás de la puerta que cerró el ujier.

En seguida, en medio de la expectación general, apareció el perro. Era un animal dócil e inteligente. Cuando el que lo llevaba de la traílla lo dejó suelto, se plantó en dos saltos al lado del que aseguraba ser su amo, detuvo en él una mirada de adoración, y no dio señales de querer moverse de allí. El caso no podía ser más evidente. A mayor abundamiento, el demandado le mandó hacer varias gracias, que él ejecutó sin vacilar.

 —¡Este perro es  mío, señor Juez, ya lo está usted viendo!—exclamó al fin el mozo.

 —Bien—le contesté—. Vamos a convencernos.

A una seña mía, el ujier se llevó al perro, en tanto que el supuesto amo se retiraba de la sala en la cual entraron ahora la joven y su madre.  Le indiqué a ésta que fuese a sentarse en un banco inmediato a la puerta, entre otras personas que allí estaban. La joven permaneció cerca de mí, adosada a la pared.

 —No han de hacer ustedes el menor movimiento, suceda lo que suceda—les advertí a ambas.

El ujier apareció nuevamente con el perro, al cual dejó suelto otra vez. Los ojos de la joven relampaguearon de alegría. Pero, según lo que le había mandado permaneció muda e inmóvil. El perro se dirigió sin vacilar al sitio donde había estado  momentos antes con el demandado. Al no encontrarlo, miró ansiosamente en torno, vaciló unos segundos y se volvió luego camino de la puerta, con las orejas gachas. 

Sin que nadie lo llamara ni le hiciera ninguna seña, se dio ahora a meterse por entre los bancos, husmeando, como si buscara a alguien entre los allí presentes. Levantose un murmullo en la sala. Observé atentamente a la joven. Estaba emocionada. No obstante, ni ella ni la madre hacían el más leve movimiento.

¿En qué pararía todo esto? El perro parecía desconcertado. Continuaba, sin embargo, busca que busca, sin pasar por alto a una sola persona.

Cuando las hubo repasado a todas, volvió a mí la mirada. Era indudable que sentía perdido. Todos conteníamos la respiración.

De repente, el perro, alto el hocico como si tomara el aire con el olfato, volvió la noble cabeza hacia la joven, que continuaba en pie, pegada a la pared, luego se quedó mirándola prolongada, incrédulamente. Lo que pasó después fue tan rápido que casi no nos dimos cuenta. Sólo echábamos de ver que el perro, tras del salto aquel con que había salvado el espacio que lo separaba de la joven, se hallaba cerca de ella lamiéndole las manos y la cara, tirándole de la ropa, hablándole casi.

«¿No me conoces?» parecía decirle a la que, fiel a la consigna, permanecía impasible, con la mirada fija en la mía. «¿Será posible que no me conozcas?»

A una señal de asentimiento hecha por mí, la joven  se inclinó hacia el perro, le acarició el cuello, lo invitó a ponerle en el pecho las patas delanteras, lo abrazó murmurándole: «Danny...»

El  caso quedaba juzgado. Cuando volvió el supuesto amo de Danny, un ujier le entregó la traílla, que era cuanto se llevaría de allí. Miró él entonces a la joven, al perro, en cuyos ojos resplandecía la dicha más completa. El ama continuaba abrazada a su perro. Me pareció notar que aquellas mejillas, tan pálidas hasta entonces, se coloreaban suavemente por primera vez, en tanto que el mozo se le acercaba. 

 —¿Me permite que se la regale?—le dijo él ofreciéndole la traílla—. Es bonita—agregó con voz un poco temblorosa—, y le servirá más que a mí.

 —Gracias—contestó la obsequiada, soltando a Danny para recibir la correa que el otro le alargaba. Luego, envolviéndolo en la claridad de su mirada, y con una sonrisa llena de comprensión, le dijo dulcemente—: Es una pena...

Los vi salir confundidos con el público, y oí cuando él le decía: 

 —Me gustaría explicarle todas las gracias que hace Danny... ¿Tiene inconveniente que la acompañe?

 —No, al contrario, tendré mucho gusto—le contestó ella.

Se alejaron juntos, llevando en medio al perro que se disputaba las caricias de ambos. 

¡Qué curiosa es la vida!, pensaba yo al perderlos de vista. Y todo por un perro...



Revista Selecciones del Reader’s Digest, Febrero de 1942, tomo III, N° 15, págs. 89-90, The Reader’s Digest Association, Pleasantville, Nueva York, Estados Unidos

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