Ocupan en nuestro corazón y en nuestra mente un lugar más importante que los ríos caudalosos
Por Peter Steinhart
Los riachuelos no reciben nombres de generales ni de caudillos. Los toman de cualquier cosa que esté a lamano: riachuelo Rocoso, riachuelo del Molino, riachuelo Fangoso. No se les exalta en relatos de viajes ni en himnos nacionales. Son lo más trivial del paisaje.
Pero casi todos tenemos uno en nuestro pasado: la corriente amiga que fluyó en la primavera de nuestra mocedad. La voz del guardabosques se suaviza cuando habla del arroyo de su niñez, donde solía nadar o pescar. Una mujer se siente transportada de pronto al hogar paterno cuando recuerda los días en que atrapaba cangrejos en el riachuelo que corría detrás de su casa.
El mío serpentaba entre el huerto de albaricoques de mi abuelo y el pastizal de un vecino, que cubría una colina. Sus orillas estaban sombreadas por álamos y secuoyas, y por una espesa maraña de zarzas y vides silvestres. En los días deverano, el agua clara y fría pasaba tranquilamente sobre las acumulaciones de guijarros donde me gustaba pescar truchas.
Los arroyos jamás son escenarios de hechos históricos. Pero a juzgar por su persistencia en nuestra memoria, son más grandes de lo que parecen. Ocupan en nuestro corazón y en nuestra mente un lugar más importante que los ríos caudalosos.
En los riachuelos el tiempo se mide por la vida de extrañas criaturas: los larvas de frígano moteadas de arena, que se ocultan bajo las rocas; las finísimas nubecillas de cachipollas que se forman repentinamente por la tarde; los pececillos que atraviesan como dardo de inspiración el umbroso destino de la corriente.
A diferencia de los ríos, que corren saturados de limo y de refinamiento, los arroyos son claros, inocentes, bulliciosos, y están llenos de sueños y promesas. Un niño puede vadearlos sin que sus padres lo cuiden. Pertenecen a la niñez; junto a ellos vislumbramos el ancho mundo y la curvatura del horizonte.
Pero, sobre todo, ofrecen a la mente la oportunidad de penetrar en el extraño universo del agua, de los renacuajos y las truchas. La corriente de un riachuelo lleva consigo las posibilidades de otros mundos dentro y fuera del nuestro. El poeta estadounidense Robert Frost escribió: “Fluye entre nosotros, por encima de nosotros y con nosotros. Y es tiempo, fuerza, aliento, luz, vida y amor”.
Los riachuelos nos atraen, como un perfume en el viento. Son algo que se pierde en un recodo, en la tierra, en otra dimensión. Seguir uno es ir al encuentro con la vida.
EN ESTA ETAPA de mi existencia aún megusta seguirlos. Suelo rastrear su curso en las praderas de regiones montañosas, a través de pastizales de color verde limón y de gruesas capas de mantillo congelado. En esos parajes me quedo maravillado ante los destellos del cuarzo y de la mica. Y a lo largo de mis recorridos se va evapornado la prisa urbana, y se me quita un peso de encima. En cierta ocasión, en el desierto de California, mientras los colibríes revoloteaban alrededor de los cactos, oí un murmullo de agua. Mis oídos me condujeronpor por colinas polvorientas y escabrosos barrancos, hasta un inesperado listón de agua límpida y fría que saltaba de roca en roca y formaba pequeñas pozas. El hallazgo me llenó de júbilo, como si hubiera sido un episodi obíblico.
Ya hace tiempo, el riachuelo de mi infancia se vio afectado por el bombeo, la derivación y la canalización de las corrientes subterráneas. Su destino fue el mismo que el de la mayoría de losarroyos que alimentan las grandes vías fluviales de las concentraciones urbanas. No queda uno solo, en este reino de mis recuerdos, que no tenga por lo menos un tramo desviado y constreñido entre muros de concreto. Con los riachuelos desaparecieron también los secretos del valle, el canto de los tordos, la fresca sombra de los álamos, y la inspiración.
Pero yo conservo, como consuelo, una imagen muy distinta de ellos. El agua corre por un prado,en una región motañsa de California. Es verano, y el sol crepuscular proyecta largas y azules sombras a través de la bruma que envuelve el bosque. La luz se enreda en el rubio cabello de mi hijo de seis años,que sostiene una caña de pescar. En el riachuelo bullen las truchas arco iris. Con sus rápidos y caprichosos movimientos tratan de atraer al niño a su mundo, así como él quiere sacarlas al suyo. Cuando una de ellas por fin muerde el anzuelo, el chico ejecuta una danza triunfal mientras sostiene en alto la plateada criatura, que se agita colgada del sedal. Al contemplar esa imagen no cabe duda de quién ha sido atrapado.
© 1989 por Peter Steinhart. Condensado de “Audubon” (Mayo de 1989), de Nueva York, Nueva York.
Revista Selecciones del Reader’s Digest, Julio de 1993, tomo CVI, N° 632, págs. 79-80, Reader’s Digest Latinoamérica, S.A., Coral Gables, Florida, Estados Unidos
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